Escribo estas líneas cuando ya pasaron más de tres meses desde la visita que varios de nosotros hicimos a la ESMA, el 22 de noviembre de 2018, y después de haber leído las reflexiones de Rubén Chababo, Lucas Martin y Hugo Vezzetti en esta página. En su momento, pensé que sus palabras daban cuenta, con diferentes perspectivas,  de las impresiones que recibimos ese día y de las conversaciones que mantuvimos a continuación, bajo el impacto de esa visita. Con el correr del tiempo, sin embargo, las recordé una y otra vez, en la medida en que esa experiencia se resiste a quedar atrás y vuelve reiteradamente con su carga movilizadora.

 

Postergué largo tiempo la decisión de visitar el Museo. Había participado de muchas discusiones previas en distintos espacios respecto a la oportunidad y la posibilidad de crear un museo referido al pasado del terrorismo de estado y a las tratativas en torno al predio de la Escuela de Mecánica de la Armada. La iniciativa de crear lo que entonces se denominó “Museo de la Memoria” se remonta al menos a los años ’90. En ese marco, a finales de la década –como recuerda Rubén Chababo en su intervención- varios  organismos de derechos humanos organizaron tres  Jornadas de debate interdisciplinario sobre la “organización institucional y contenidos del futuro Museo de la Memoria”. Convocaron a un conjunto de  intelectuales comprometidos con la temática, profesionales especialistas en diversas disciplinas y con trayectorias político-ideológicas muy variadas. A partir de sus presentaciones se discutió ampliamente sobre la cuestión del museo, discusiones que luego se publicaron en la Colección Memoria Abierta. Este clima de intercambio abierto que promovía la interrogación sobre el pasado y sus múltiples sentidos no fue exclusivo de esas jornadas y se vivía en otras instancias institucionales y de debate público. Eran tiempos de apertura en el campo de los derechos humanos cuando, dentro de los marcos del compromiso con esa causa, el diálogo entre quienes pensábamos diferente era no solo posible sino deseable para los protagonistas.

Hacia mediados de la primera década del nuestro siglo la situación fue cambiando rápidamente, en la medida en que fue ganando terreno una interpretación unilateral del traumático pasado reciente, fundada en un conjunto de “verdades” que no podían (no pueden) ponerse en duda. Quienes lo intentan quedan marcados como enemigos de la buena causa, y asociados de una u otra manera a los defensores de la dictadura. Esa visión maniquea circulaba desde tiempo atrás en algunos grupos político-ideológicos, pero solo con su sanción oficial desde el gobierno nacional logró hegemonizar el campo y traccionar a varios de los organismos de derechos humanos que hasta ese momento habían fomentado y participado del diálogo plural. Esta situación no cambió demasiado luego de la asunción, a fines de 2015,  de un gobierno de nuevo signo que, con su errática política en el terreno de los derechos humanos, no generó  condiciones para una reapertura y ampliación del debate.

 

En ese contexto, la posibilidad de poner en marcha un museo que, como se planteaba inicialmente, abordara en su conjunto la historia del terrorismo de estado pasó por diferentes etapas y propuestas -que solo parcialmente alcanzaron estado público- y todavía sigue pendiente. Entretanto, se concretó una iniciativa menos ambiciosa en sus propósitos pero decisiva en sus alcances: el Museo Sitio de Memoria ESMA, ubicado en el que fuera el Casino de Oficiales de esa Escuela convertida en Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio entre 1976 y 1983. Creado como “monumento histórico nacional, evidencia del terrorismo de Estado y prueba judicial en las causas por los crímenes de lesa humanidad en la Argentina”, forma parte del predio más amplio de la exESMA, ahora Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. Este último se conformó después de 2004 como organismo público, cuya dirección está integrada por representantes del estado nacional, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de organismos de derechos humanos. En ese marco institucional se decidió la creación del museo, y luego de un elaborado proceso de discusión y  un sostenido esfuerzo para llegar a “un proyecto consensuado” entre las partes involucradas, este abrió sus puertas en mayo de 2015 y continua hasta hoy bajo una misma dirección, encabezada por Alejandra Naftal. Se inauguró entonces la muestra permanente y comenzaron además una serie de actividades públicas relacionadas con los propósitos centrales de la institución.

Me impactaron los resultados de ese esfuerzo conjunto, en particular en lo que respecta a la exhibición permanente. La construcción de un “consenso básico” entre los actores involucrados en su gestión ha permitido dar forma a una intervención museística acotada y a  la vez potente, que evita las interpretaciones explícitas sobre la historia narrada mientras pone en escena lo sucedido en el interior del sitio a partir de un conjunto de indicios muy inteligentemente seleccionados. Se descubren en el propio edificio las huellas de los trágicos hechos allí ocurridos a los que se suman testimonios de quienes fueron víctimas, depuestos en sede judicial. Hay una austeridad severa que preside el conjunto y que me resultó sobrecogedora.

Los alcances y también los límites de la estrategia que preside la muestra quedan planteados con claridad en las intervenciones de Lucas Martín y Rubén Chababo en esta página, por lo que no voy a abundar sobre lo mismo. Me interesa, en cambio, detenerme brevemente sobre lo que considero dos puntos de fuga en relación con el guión que orienta la muestra, al principio y hacia el final del recorrido: el video introductorio y la “Casa del Almirante”.

 

Al ingresar a la muestra, se invita a los visitantes a sentarse en una gran sala –que luego nos enteramos era un salón para “esparcimiento de los oficiales”- sobre una de cuyas anchas paredes se proyecta un audiovisual de 14 minutos de duración sobre el “contexto histórico” de los hechos que tuvieron lugar en el sitio. Se trata de una sucesión de imágenes que, a la manera de un gran collage, superpone registros visuales y sonoros -fotos, filmaciones, videos, grabaciones- referidos a la historia argentina y en menor medida latinoamericana del siglo XX. Hechos y figuras se ordenan cronológicamente en una serie cuya lógica de asociación y organización se presume evidente pero que solo puede serlo para quien conozca de antemano el guión que le dio origen. Así, quienes estén informados acerca de la historia argentina y sus diversas interpretaciones, podrán identificar rápidamente ese guión con una versión conocida de nuestra historia, que la reduce a una lucha entre “buenos” y “malos” sin matices. Entre los primeros, sobresalen entre otros, las figuras de Perón, Salvador Allende y Fidel Castro, de las juventudes revolucionarias y del pueblo oprimido y reprimido,  mientras que entre los segundos se cuentan la oligarquía –encarnada en diferentes figuras-, el imperialismo y sus representantes, los militares golpistas de distintas épocas y, en particular, Videla y sus socios en la imposición del Estado terrorista argentino de 1976-83. No hay lugar para interrogantes ni dudas en este relato, que solo reafirma los estereotipos de una versión muy difundida pero a la vez controvertida del pasado argentino. Por su parte, para quienes no estén al tanto de los debates vigentes –visitantes extranjeros, escolares de diversos niveles, etc.- el video difícilmente resulte un instrumento para contextualizar lo que sigue. No hay –como dije- una narración que siga criterios de organización que resulten claros para el espectador, sino una asociación libre de personajes y hechos que poco deben decirle a quien no esté previamente al tanto de nuestra historia y sus controversias. En suma, tanto por su estridencia interpretativa como por su poca claridad expositiva, esta estación del recorrido resulta ajena al tono general de la muestra, se escapa de los parámetros que rigen el conjunto y no cumple con el objetivo de brindar un “contexto histórico” para ubicar lo que sigue.

 

Hacia el final del recorrido (estación número 13 de un recorrido de 17) la visita nos lleva a la “Casa del almirante”, un espacio ubicado en la planta baja del edificio, que funcionaba como residencia del director de la ESMA. La casa tiene ventanas hacia el exterior y en su interior está prácticamente vacía, con la pintura de sus paredes algo descascarada por el paso del tiempo. En medio de uno de los ambientes más grandes se encuentra un televisor prendido, donde se proyecta un video cuyo audio retumba en todo el espacio y no puede sino atraer la atención excluyente de los visitantes. Allí se reproduce el único testimonio de toda la muestra que no corresponde a una víctima directa sino a un testigo visual: Andrea Krichmar, en su deposición en el Juicio a las Juntas (1985) . Andrea era compañera de la escuela primaria de la hija del entonces director, Jorge Chamorro, y estuvo en la casa invitada por su amiga. El video muestra parte de su testimonio, donde cuenta cómo llegó allí, cómo era la vivienda familiar y qué fue lo que presenció esa tarde. Durante su visita, cuenta, escuchó ruidos que provenían de afuera y, al mirar por una de las ventanas, vio que una mujer encapuchada bajaba de un auto recién llegado, escoltada por dos hombres armados que le apuntaban y la llevaban hacia el interior del edificio. Cuando le preguntó a su amiga qué estaba pasando, ella respondió  “¿Viste cómo hacen en SWAT, que persiguen a personas en patrulla? Bueno, algo así…”.

Este rincón del sitio me perturbó profundamente. En el corazón mismo de un edificio de represión y muerte, se encontraba una casa familiar donde una nena de once años, la hija del jefe del Centro Clandestino, llevaba adelante una vida “normal”, presumiblemente ajena a lo que ocurría más allá de su puerta, e invitaba amigas a visitarla. El relato de Adriana, por su parte, describe un hecho brutal pero también nos habla de los rasgos familiares de esa vivienda, que en su interior debía ser parecida a tantas otras fuera de ese lugar siniestro. El efecto del contraste entre lo que recorrido hasta ese momento y la casa fue abrumador, la distancia entre los dos mundos se convirtió en inconmensurable y el crimen se reveló en toda su enormidad.

Esta estación introduce una cierta discontinuidad en el guión general de la muestra, dedicado a exponer lo que sucedió en la ESMA con foco casi exclusivo en las víctimas, las mujeres y los hombres que fueron recluidos allí, torturados, forzados y en la mayor parte de los casos asesinados. Indicios y huellas narran la historia trágica de lo que les pasó, contada también en la voz de sobrevivientes que declararon y siguen declarando en los juicios. En este recorrido, como advierte Lucas Martín, los perpetradores están presentes a cada paso en tanto culpables de “lo que sucedió”; “figuran nombres, rangos, responsabilidades, acciones, sanciones penales” pero queda excluida su propia voz. Al cruzar el umbral de entrada a la residencia de Chamorro, de alguna manera ese criterio se quiebra: si bien inserta en el mismo edificio, la casa ofrece un registro de intimidad, reforzado paradójicamente por la declaración de la testigo, que nos pone en escena al hombre, padre de una niña, ser humano, cuya historia a esa altura del recorrido conocemos bien: un asesino que dirigía las aberrantes operaciones de ese Centro clandestino. La “humanización” de este personaje lo saca del registro monstruoso de “los perpetradores” como conjunto definido en negativo y lo convierte en un individuo, material y moralmente responsable de lo que ocurrió en la ESMA. .

A diferencia del video inicial, estamos aquí frente a un punto de fuga en el recorrido del museo que no resulta, sin embargo, ajeno al tono de la muestra, a las premisas que la fundaron. Por el contrario, le otorga una densidad mayor al reponer la condición humana de los criminales: las víctimas son personas, los perpetradores también. La historia recobra así toda su dimensión trágica.

 

2/3/2019