En esta nota publicada en Panamá Revista, Vicente Palermo y Alejandro Katz reflexionan sobre la deriva a la que parece conducir el gobierno de Milei. Parten de considerar la fluctuación de las “mentalidades” predominantes en el país, forjadas al calor de falsos dilemas (estatal vs. mercado; nacional vs. extranjero, etc.), y que ahora parecerían allanarse a la posibilidad de aceptar una sociedad desigual, insolidaria y resignada. Frente a esta dramática eventualidad, se presenta la temeridad de la clase dirigente que, a un presidente de base incierta y de programa y habilidades desconocidos, y de manifiesto desdén hacia la democracia, se inclina por delegarle las herramientas para que gobierne sin contrapesos ni deliberaciones.

Público o privado, nacional o extranjero, estado o mercado: los falsos dilemas con los que la sociedad argentina fue confrontada por la dirigencia -política, empresarial, mediática, intelectual- parecían decantarse en los años 80 del siglo pasado, según indicaban los estudios de opinión, en una marcada preferencia por lo público, nacional y estatal. Se decía, ni más ni menos, que “ese” era el cuadro de preferencias de los argentinos, que “así son”. Pero ya en aquel entonces Manuel Mora y Araujo percibía un gradual, lento cambio de tendencias. El tiempo le daría la razón: en Argentina ocurrió todo aquello que podía provocar un desplazamiento en la configuración de la mentalidad. Porque si en la década de la recuperación democrática la mentalidad que prevalecía estaba orientada a lo público y lo nacional, la década siguiente, los años 90, aportó novedades llamativas que sin embargo parecieron pasajeras, y la década del 2000, impulsada por los fuertes vientos patagónicos, pareció confirmar la índole fugaz de la mentalidad de los 90, pro mercado y privatizadora. Sin embargo, los temblores que sacudían al estado y a la economía, y que no eran sino expresión de la desarticulación de los vínculos entre la sociedad, la política y el estado, esos movimientos telúricos persistieron, y se consolidaron arraigados en sucesivas gestiones políticas de irresponsabilidad colosal, en la avidez defensiva de grupos de interés y corporaciones, en la fragilidad de las instituciones. Lo que se percibía como pasajero dejó de ser tal: una vez más, hoy como ayer es tan fácil -y trivial- hablar de una “mentalidad argentina”, ahora codificada por lo privado y el mercado (y por lo extranjero, en el sentido de otra forma de mirar a un mundo que nos avergüenza al constatar lo bien que le va, y de donde llegaría todo lo necesario para prosperar, desde las inversiones hasta la tecnología). No parece fuera de lugar agregar que aquella mentalidad a la que hoy, rápida y desatinadamente, si no directamente con ignorancia o con mala intención, se califica como “socialista”, se casaba con una marcada preferencia por la democracia, en lo que parecía no un matrimonio de conveniencia sino de convicción: la pareja resultante era la socialdemocracia. La nueva mentalidad, en cambio… en cambio, aunque no nos atrevamos a afirmar nada definitivo sobre ella, parece vacilar en su apego a la democracia; y se insinúa en ocasiones una demanda de gobierno, más radicalizada que la de los 90, rayana en la aprobación de un ejercicio autoritario del poder.

Habría entonces una nueva mentalidad. Que Dios tenga en su Santa Gloria a la antigua. Y las mentalidades vienen, como sabemos, con su acervo de lugares comunes, algunos más resonantes que otros. Sin la disposición necesaria para invertir en estudios de opinión, nos aventuramos sin embargo a señalar algunos de esos tópicos, que nadie podrá desmentir. El primero, repetido una y cien veces, sin más argumentación para sostenerlo que la culpa sentida por quienes lo expresan: al presidente hay que darle las herramientas para que pueda gobernar. Pero, ¿acaso no las tenía? Y, si no las tenía, ¿exigirlas imperativamente era la mejor forma de obtenerlas? Mejor, sobre este punto, no entrar en detalles. ¿Y sobre el siguiente lugar común, no menos reiterado que el anterior? Para que pueda gobernar y que le vaya bien. Todos queremos que le vaya bien, porque que le vaya bien es lo mejor para el país. Quizá ahora sí convenga entrar en los detalles, porque esa identificación entre la suerte política del presidente y la del país es sumamente problemática. Dejemos de lado la espinosa cuestión de diferenciar entre una oposición democrática leal y una desleal, o entre una oposición racional y otra que no lo sería -curiosas categorías, todas ellas, cuando se incorporan de este modo al análisis político. Cuando comenzaron los gobiernos kirchneristas nadie quería que al país le fuera mal, o que algunos valores fundamentales, cuando menos fundamentales para muchos, se desatendieran. Pero desde el comienzo muchos tuvimos la convicción (a pesar de la ambigua intervención sobre la Corte Suprema, a pesar de los superávits gemelos de Lavagna o del énfasis presidencial sobre la “recuperación de la política”) de que si al gobierno le iba bien, es decir, si sus objetivos explícitos o implícitos eran logrados, a la Argentina le iba a ir mal. Y así fue, lamentablemente. Definitivamente, se corroboraron esas lúgubres sospechas desde 2007, primero con la manipulación de los índices de precios que se obligó a hacer al Indec, y luego ya en 2008 con la obcecación que culminó en la resolución 125 y el estallido del conflicto con el campo. ¿Cuántos años kirchneristas hubo por delante? A la amplia familia política K le fue bien y al país le fue mal. No es para ensañarse, sino para mostrar que esa cosa de “lo que es bueno para el gobierno, es bueno para el país”, resulta bastante especiosa. En otras palabras (y exponiéndonos a la ira de las Fuerzas del Cielo por el paralelismo inaudito entre el kirchnerismo y el mileísmo) no hay mucha sensatez en dotar a un presidente que exige perentoriamente las herramientas para gobernar si nuestro juicio nos indica que quiere llevarnos por un camino que nos parece errado (hay otras respuestas: el líder piensa por nosotros y nos lleva a donde es debido)En ese caso, una oposición democrática es una alternativa mejor. En cuanto a las herramientas, destaquemos la brecha existente entre los recursos presidenciales (de ello deriva el populismo feroz que practica, hablando en nombre de la patria y del pueblo y atacándonos a todos por comunistas) y la magnitud de los poderes decisorios que exige (recordemos la solicitud, finalmente atemperada en la ley Base, de las extensas facultades legislativas delegadas). Algunas exigencias, particularmente en el DNU, son llanamente inconstitucionales. En esencia, dotar a un presidente institucionalmente débil, cuya base socio electoral es incierta, de tantos poderes decisorios para hacer tantas cosas, puede parecer de sentido común (“el país lo necesita”, y cuando la determinación, el empeño de un presidente es del calibre que estamos viendo se consiguen milagros) pero es insensato: no puede salir bien. Otro tanto puede decirse de la naturaleza del liderazgo: ¿por qué conferir a un presidente mesiánico, megalómano y, podría agregarse, bastante paranoico, de tantos poderes especiales como los que pide? Como si esto no importara. Cargarle las armas del decisionismo a un presidente siempre es riesgoso, pero lo es más aún cuando se trata de un líder que muestra frenéticas disposiciones a utilizarlas.

En lo que se refiere a la corrección o incorrección del camino escogido, comencemos por un inocente retruécano: los poderes empoderan. Ilustrativo: ¿por qué diablos un presidente que ama, según dice, la libertad, imbuido del espíritu de la Constitución de los Padres Fundadores que (algunos de los cuales) evoca sin parar, está haciendo el esfuerzo de una acometida alevosa en la Corte Suprema? Su intervención no es ilegal, pero precisamente esto muestra el peligro del sentido con el que se usan los recursos institucionales a disposición, de la mano del sentido común. Si las herramientas a utilizar en una larga transición económica y estatal son decisionistas, las probabilidades de que el decisionismo siente sus reales en la Presidencia son mayores y, más aún, tomando en consideración el punto de partida (una opinión pública harta de los políticos y dominada por un comprensible resentimiento, un ánimo vindicativo en la élite recién venida, una oposición pésima, partidos políticos débiles). Y, además, ¿por qué motivo se instaló la idea de que a Milei no hay que creerle lo que dice? Lo que dice sobre la democracia, sobre su fe en los poderes mágicos y omnipotentes del mercado, sobre su intenso maniqueísmo, sobre una visión del mundo dogmática y manifiestamente simple y simplificadora, sobre su intolerancia… Nosotros sí le creemos: le creemos a pie juntillas, literalmente. Y al hacerlo resulta evidente que todo marcha en una misma dirección autocrática de la democracia: vaciada de contenido y de espíritu. Es el mercado, no la política, el que se tiene que ocupar de las cuestiones sociales (que, según dice, no existen, como decía Thatcher: la sociedad no existe, existen los individuos). Así, cuando un periodista le señala que hay gente que no llega a fin de mes, Milei responde que si no llegaran a fin de mes estarían muertos. Y unos días después agrega: yo no puedo llorar, yo no me puedo ocupar de cuestiones emocionales. Desde la cúspide del poder político democrático, Milei habla de ese modo, pero no porque haya alguna “inestabilidad emocional” -en un dirigente que, por lo demás, se constituyó como líder con un fuerte componente de manipulación emocional-; no, se trata de que para Milei los lazos sociales no existen. Para Milei es impensable que haya gente que no llegue a fin de mes y sin embargo no muera de hambre porque está inserta en redes sociales que no la dejan caer. Pero, ¿qué democracia se puede fundar en un espacio vacío de lazo social? Si no hay un lazo social la democracia no es posible. Tememos, entonces, que lo que algunos -algunos medios, algunos dirigentes, una parte de la sociedad- consideran los “éxitos” de Milei coloquen al gobierno en una trayectoria autocrática. Volvamos a las palabras: en un presidente que en medio de una tormenta intenta dar forma de arriba abajo al estado y al régimen político, y pretende crear y dar cohesión a una configuración política y partidaria que aun no tiene, todas las palabras tienen efectos de configuración política y de identidad.

La orientación político-institucional autocrática que conjeturamos tendrá su complemento no precisamente en un mercado abierto y pujante, contrapesado -en tenso equilibrio- por las regulaciones indispensables para una democracia robusta y una economía moderna, sino en una relación económico social desigual de fuerzas concentradas, de agentes económicos muy poderosos (muchos por sus posiciones rentísticas, otros por el tipo de actividad productiva) pero incapaces de dinamizar el crecimiento y el mercado de trabajo, e inútiles para recuperar siquiera los niveles de distribución del ingreso que se perdieron en las últimas décadas, cuando menos desde mediados de los años 1970. Los agentes económicos no encontrarán incentivos para una mayor productividad y una expansión del mercado de trabajo. Javier Milei no está “destruyendo” el Estado porque, en efecto, el largo paso final en ese camino -como observa Marcos Novaro- lo dio el kirchnerismo. Está en cambio construyendo una forma de Estado muy diferente a la que conoció la Argentina en el siglo pasado. Las sucesivas transformaciones regresivas se han ido apilando unas sobre otras y la reforma mileísta podría permitirle alcanzar un punto de equilibrio y estabilidad que el turbulento Estado de nuestro siglo XX jamás tuvo. La base de esta nueva forma estaría dada por la exclusión y la subordinación de vastos grupos sociales disciplinados por el modo en que se complementen el Estado y el mercado, que se afirmaría una vez alcanzada la estabilización monetaria. Desde luego, esa nueva configuración tendría una historia que, desde el Rodrigazo, se fue articulando sobre los ciclos inflacionarios, poderosos productores de desigualdad social y de estancamiento económico; el largo tramo kirchnerista no paró la inflación ni el estancamiento, pero complementó la propagación de la pobreza con una extensa red de contención y administración política de los pobres. La forma del estado mileísta no se parecería así al “estado gendarme” ni al estado liberal -o social liberal- integrador; terminaría con el Estado sometido a las minorías de preferencias intensas en clave populista o anti populista, y equilibraría sus cuentas en un punto en el que habría poco o nada de lugar para políticas sociales o públicas más orientadas a garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades. Así lo ejemplifica el cierre de numerosos Centros de Acceso a la Justicia en todo el país, un ahorro del dinero de los contribuyentes al precio de dificultar el acceso a la ley y a su enforcement por parte de sectores desfavorecidos en muchas provincias. Una moneda sólida (sea con dolarización, competencia de monedas o Banco central) y un tipo de cambio estable (una solución, fijada contra el salario, a la histórica puja entre un tipo de cambio de equilibrio social y otro de equilibrio económico, solución sustentada en la capacidad exportadora de nuevos sectores dinámicos de escasa penetración en el mundo del trabajo) y la red de contención que, sabiamente, Milei (casi) no ha tocado, serán las murallas que los sectores sociales que ya están en la penuria y aquellos situados en los márgenes de la economía integrada tendrán que superar: el mercado los espera del otro lado. En suma: nunca jamás desde los tiempos de la Argentina preperonista sería tan difícil para las clases media-baja y baja asaltar la ciudadela de la abundancia o, incluso, de la satisfacción de necesidades básicas. La vieja Argentina de la relación de fuerzas inflacionaria, de la eterna puja distributiva, de la insolvencia fiscal, de la soga en la garganta de la balanza de pagos, moriría, y en su lugar cobraría vida una sociedad en la que la profunda decepción con el populismo se habría cristalizado en el consentimiento y la resignación. La obra mileísta refundadora sería eficaz: consolidaría y fijaría las desigualdades creadas en los 50 años previos. Las mentalidades -volvamos a ellas, de la mano de José Luis Romero- no son un dato sino el producto siempre provisorio de configuraciones sociales, políticas, materiales, culturales que organizan la visión del mundo de una sociedad en un trayecto histórico, que producen un sentido común y le dan forma a lo impersonal del pensamiento. Que al gobierno “le vaya bien” supondría no sólo, o no principalmente, la estructuración de un nuevo orden económico, sino la cristalización de una mentalidad para la cual la estructura social que resulta de los desastres económicos acumulados a lo largo de medio siglo deje de ser percibida como una anomalía. La desigualdad, la pobreza e incluso la indigencia ya no serán estados provisorios a la espera de las políticas adecuadas que devuelvan a la sociedad a su “momento igualitario”, de clases medias cohesionadas, de movilidad social y exigencias de ingreso, sino el estado de las cosas, casi diríamos el estado “natural” de las cosas, eso que se piensa sin ser pensado: cada uno aceptará calladamente que está en el lugar debido, el que le corresponde. Es el modo del oxímoron liberal-libertario de poner a todo el mundo en su lugar.

¿Es inevitable? Algo habría que hacer para parar, eficaz y democráticamente, todo esto. Pero, claro: el olmo de la política argentina actual no tiene las peras que le pedimos. La oposición más categórica realmente existente arroja una doble promesa: el mismo comportamiento destructor desde el llano y ninguna capacidad para, eventualmente camino a un nuevo gobierno, rehacerse desde dentro, y asumir los gravísimos problemas sin los cuales Milei nunca hubiera existido (el peronismo ha sido en ocasiones hábil para renovarse por adaptación y bajo presión de circunstancias apremiantes, pero una renovación en que revisó en un proceso interno, genuinamente, sus horizontes, su agenda, le salió bastante mal). La oposición dialoguista, por su parte, tiene una expresión apenas parlamentaria, y parece más ocupada en “dar las herramientas” para “que al gobierno le vaya bien”. Los gobernadores no generan una alternativa política sino una comprensible conducta defensiva. El mileísmo está ávido de un crecimiento genético infinitivo que estima, no sin razón, que le resulta vital, y que puede constituir un agujero negro para la informe vida política argentina actual. En ningún campo hay liderazgos alternativos, en ningún sitio se encuentran impulsos reformistas a favor de la sociedad y de los lazos sociales, e ideas en las que esos impulsos puedan afirmarse, ni el esbozo de una posible coalición reformista que pueda sostener una política alternativa. Al menos, por ahora no se vislumbra nada de todo eso.

Hacer política contra el tsunami de la nueva mentalidad es -se le atribuya o no larga duración- extremadamente difícil. Habrá que intentarlo.

[Publicado originalmente en Panamá Revista el 19 de julio de 2024]