El federalismo parece ser, en la Argentina de hoy, un significante vacío al servicio de usos políticos muy variados que suelen desplazar y opacar los dilemas que encierra. Las intervenciones que me preceden en esta conversación exponen muchos de tales dilemas –sin duda los más relevantes– asociados al diseño constitucional, la cuestión fiscal, la coparticipación, las distorsiones representativas, entre otros. Poco o nada tengo para agregar a lo dicho por los eximios especialistas que participan de este dossier y, por ello, me voy a detener brevemente en algunos aspectos, tal vez marginales, que en perspectiva histórica pueden contribuir a la reflexión.

El primero parte de una evidencia muy sencilla: la aceptación generalizada de que todo lo que se inscriba en el gran paraguas del federalismo es bueno y deseable. Esta difundida aceptación, nutrida por un insistente discurso público, interpela a una dimensión identitaria que hunde sus raíces en el temprano siglo XIX, cuando la voz federal se impuso con éxito frente a su contracara, la centralización. José Mármol supo expresar la adhesión popular al federalismo a través de uno de sus personajes en la novela Amalia: “Sus opiniones eran, desde mucho antes que Rosas, opiniones de federal; y, por la Federación, había sido partidario de López primeramente, de Dorrego después, y últimamente de Rosas, sin que por esto él pudiese explicarse la razón de sus antiguas opiniones; mal común a las nueve décimas partes de los federalistas, desde 1811, en que el coronel Artigas pronunció la palabra federación para rebelarse contra el gobierno general, hasta 1829 en que se valió de ella don Juan Manuel de Rosas para rebelarse contra Dios y contra el Diablo”. Este éxito identitario –que excedía con creces el debate en torno a una forma de gobierno– colaboró a que el federalismo se impusiera en los hechos, producto, por cierto, de la potente demanda de autogobierno de los pueblos, como asimismo de una potente propaganda política que, durante el rosismo, sacralizó a la “Santa Federación”. A partir de esa experiencia política se arribó a la fórmula transaccional a la que refiere Natalio Botana al inicio de su intervención, al recordarnos que inspirado en Las bases de Alberdi el federalismo se reformuló acentuando los rasgos centralistas en manos del Poder Ejecutivo Nacional.

«Budapest 2020», Félix Rodríguez (2020).

Así, una vez constitucionalizado el país, los argumentos y dispositivos centralizadores debieron entrelazarse en la fórmula federal y ponerse a tono con los discursos de la descentralización que se habían instalado como una suerte de clima de época a ambos lados del Atlántico. En ese clima, la retórica descentralizadora abría –según señala Pierre Rosanvallon para el siglo XIX francés– el “consentimiento silencioso a una imprecisión” y la paradoja de que muchos actores del momento hablaran como Tocqueville al tiempo que seguían pensando como Robespierre[1]. Una imprecisión y una paradoja a las que no fueron ajenos los actores políticos de nuestro país y cuyos alcances se extendieron a lo largo del siglo XX hasta nuestros días. La dificultad, pues, que exhibe el escenario político por desnudar las imprecisiones que aloja el concepto de descentralización, con adhesiones en un arco ideológico que va desde las posiciones más reaccionarias hasta las más progresistas, no es nueva. Tanto en el pasado como en el presente se asocia a intereses concretos de las maquinarias políticas que se benefician del status quo. Pero, a su vez, lo que contribuye a mantener congelados los problemas es esa imagen cuasi sacralizada de la cuestión federal que, históricamente, fue mostrando sus distorsiones sin que las críticas o denuncias pronunciadas por diversos sectores políticos e intelectuales se tradujeran en una agenda capaz de producir reformas profundas, allí donde las legítimas demandas de autonomía y autogobierno de los cuerpos territoriales que componen el estado nacional estuvieren en sintonía con las de mejorar la calidad de la vida democrática.

La abundancia de estudios específicos sobre los “males del federalismo”, tal como se viene practicando, tiene larga data, y un momento particularmente fructífero del debate fue durante el Centenario. Es muy conocida, en este sentido, la lapidaria crítica que en esa coyuntura formuló Rodolfo Rivarola contra el federalismo argentino por falsear la representación política, por la omnipotencia que el poder ejecutivo nacional extraía de él y por el sacrificio que sufrían las virtudes cívicas en el falso altar de las autonomías provinciales que terminaban subordinando a los municipios. Cuestiones todas que tienen resonancias en el presente, no por las soluciones que proponía el publicista que dirigió la Revista Argentina de Ciencias Políticas sino por el diagnóstico que dejaba trazado hace más de un siglo. Ese diagnóstico, además, se inscribía en una dimensión que Darío Roldán analiza agudamente al afirmar que el autor intentaba superar la “opacidad del lenguaje para describir y, sobre todo, nombrar los hechos políticos”[2]. Superar esa opacidad significaba desnudar la dosis de hipocresía o cinismo que implicaba hablar en nombre del federalismo cuando –nos dice Rivarola– “lo que no está centralizado tiende a centralizarse, mientras se mira la palabra con el horror de las cosas que deben ser condenadas”[3]. El destacado publicista del Centenario se atrevió a hablar el “idioma prohibido” al proponer reemplazar el sistema federal por un sistema unitario en el que la decentralización tuviera sede en los municipios, y no en las provincias. Su apuesta, como indica Roldán, era construir una precedencia de la forma republicana respecto del federalismo. Una precedencia que hoy nos convoca y que podríamos redefinir en los siguientes términos: privilegiar la calidad democrática dentro de la república federal.

Revertir, entonces, la extendida y engañosa asociación ideológica que establece que a mayor federalismo se corresponde mayor democracia, supone desmontar los problemas que subtienden a esa cadena de equivalencias llamando a las cosas por su nombre. Los participantes de esta conversación detectan esas distorsiones y proponen salidas concretas. Y entre las cuestiones que emergen se encuentra en primer plano la provincia de Buenos Aires, cuyos “males” presentan una caladura histórica que Roy Hora supo sintetizar muy bien en un reciente artículo en el que se interroga sobre los motivos por celebrar en este 2020, declarado oficialmente el “Año del Bicentenario de la Provincia de Buenos Aires”, ante “el fracaso de la provincia problema” y ante la inercia de sus dirigencias por mantener los males sin resolver[4]. En línea con lo que vienen postulando varios especialistas, Hora adhiere a la necesidad de dividir la provincia imposible e inviable, tal como propone Natalio Botana en este dossier. Una división que ya había sido contemplada en el temprano siglo XIX, a partir de la percepción de que dicha provincia sería una usina de desigualdades y asimetrías en cualquier régimen de gobierno. Frente a ese diagnóstico, el partido unitario promovió y sancionó dos leyes muy polémicas en el fracasado congreso constituyente reunido entre 1824 y 1827: por un lado, la capitalización de Buenos Aires con un extenso territorio que se extendía desde el puerto de las Conchas hasta el de Ensenada; por el otro, la división del resto del entonces territorio provincial en dos jurisdicciones, una con capital en San Nicolás y la otra en Chascomús. Este fallido ensayo, en el que la provincia más poderosa quedaba literalmente destrozada en tres jurisdicciones diferentes, y una de ellas, la más importante, en manos del gobierno nacional, fue el único intento de rediseñar el mapa heredado de la crisis de 1820. Las oposiciones fueron generalizadas y provinieron de los representantes del partido federal, de los sectores económicamente dominantes de la provincia y de gran parte de la dirigencia política porteña. De allí en más, como indica Botana, el problema no formó parte de las sucesivas agendas políticas. La propuesta surgida en 1980, durante la última dictadura, de crear la Provincia del Río de la Plata, conformada por la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense separada de la provincia de Buenos Aires, no prosperó, como tampoco prosperó una iniciativa similar planteada por Raúl Alfonsín en 1986 y que quedó luego desplazada por la sanción de la ley, también fallida, de Traslado de la Capital.

Ahora bien, los dilemas de la cuestión federal no se agotan, como sabemos, en las problemáticas relaciones entre la nación y las provincias sino que se extienden al interior de las unidades subnacionales. En este sentido, quisiera llamar la atención sobre dos aspectos de la organización política y territorial de las provincias: la cuestión municipal y la representación legislativa provincial. Respecto de la primera, cabe recordar que los argumentos en torno a la defensa de las autonomías municipales atravesaron los debates políticos desde el siglo XIX hasta nuestros días y que fueron acompañados por una variedad de diseños organizativos asentados en leyes orgánicas municipales dictadas por los respectivos gobiernos subnacionales. En el marco de esa variedad, la reforma constitucional de 1994 precisó el carácter autónomo de los municipios dando lugar a su reconocimiento en casi todas las constituciones provinciales, incluyendo el derecho a establecer sus propias cartas orgánicas a nivel local. Sin embargo, tres provincias –Mendoza, Santa Fe y Buenos Aires– no han adecuado sus constituciones a este respecto y el tema continúa pendiente, incluso en aquellas que procedieron a la reforma. De la letra de la ley a la consumación de lo que prescribe suele haber distancias insalvables y no en todos los casos la autonomía garantiza, per se, un mejor control ciudadano o poder superar las desigualdades sociales y territoriales.

En este punto, la organización del sistema municipal de la provincia de Buenos Aires es tal vez el más problemático por el impacto que las consecuencias de su diseño tienen a nivel nacional. No voy a referirme al proceso de su construcción histórica sino a sus resultados, ya que están hoy en el centro del debate y tiene por protagonistas a los “barones del conurbano”, jefes de territorios –los partidos– que constituyen “verdaderas provincias”. La paradoja de ese protagonismo es que se instala sobre la base de un sistema institucional que restringe fuertemente las autonomías municipales respecto del gobierno provincial. Sin embargo, frente a la compleja realidad poblacional y electoral del gran Buenos Aires, los actores políticos de los municipios del conurbano bonaerense tomaron a su cargo nuevas funciones y asumieron ciertos grados de libertad, relativizando los límites del diseño normativo vigente para pasar a ser piezas fundamentales en el tablero político a nivel nacional[5]. Hoy se discute, precisamente, la “interpretación” de la ley sancionada en Buenos Aires en 2016, que vino a poner fin al carácter casi vitalicio de muchos funcionarios al limitar a dos mandatos consecutivos la elección de intendentes y miembros del poder legislativo provincial. Las posiciones que al respecto dejan entrever los partidos y las fracciones que los componen revelan que el principio de rotación en el cargo en la esfera municipal bonaerense pone en juego tanto la alternancia en la esfera provincial y nacional como el equilibrio de fuerzas intrapartidarias.

El segundo aspecto que merece revisarse atañe a la bicameralidad legislativa que mantienen 8 de las 24 provincias: Buenos Aires, Catamarca, Corrientes, Entre Ríos, Mendoza, Salta, San Luis y Santa Fe. Sabemos que la existencia de un Senado a nivel nacional es producto de la transacción federal originaria entre la representación de los cuerpos territoriales preexistentes (las provincias) y la nueva nación a construir. Pero cabe preguntarse a qué cuerpos territoriales realmente existentes representan los senados provinciales. Las formas de representación senatorial de las ocho provincias bicamerales son variadas, pero en ningún caso parecen dar “voz” a demandas regionales específicas. Si mejorar la calidad democrática supone repensar los canales de participación en una democracia de proximidad, no son precisamente las cámaras altas de las provincias las que vayan a convertirse en los vehículos más idóneos. Por el contrario, las evidencias demuestran el absoluto desconocimiento de los ciudadanos respecto de esos asientos parlamentarios y los entramados clientelares que se tejen en torno a los presupuestos asignados a quienes los ocupan para reforzar el control territorial de las maquinarias políticas a las que pertenecen.

Para cerrar estas líneas, regreso a la pregunta que deja planteada Alejandro Katz en el documento que representa a los miembros de La Mesa: ¿tolera nuestra constitución nacional que en algunas de nuestras provincias se incumpla con las reglas democráticas menos exigentes? En línea con esta inquietud, y recuperando la idea que abre mi intervención, entre las cuestiones que forman parte del umbral de lo intolerable figura el uso político de la interpelación federal cuando, devenida en un peligroso significante vacío, habilita a desentenderse de los problemas para descentralizar crisis y conflictos –como apunta Oscar Blando en este dossier– y, peor aún, a actuar –y sobre todo a dejar actuar– con arbitrariedad y prepotencia. Las imágenes recientes de esta pandemia muestran el rostro más cruel de nuestro federalismo, con sus asimetrías, desigualdades y “fronteras autónomas” que hicieron posible, entre otras calamidades, la violación de derechos humanos fundamentales sobre los cuales el gobierno nacional mantiene un prudente silencio.

 

 

[1] Pierre Rosanvallon, El modelo político francés, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 303.

[2] Darío Roldán, “El debate sobre el federalismo y las opacidades de la política argentina en el Centenario”, en Paula Alonso y Beatriz Bragoni (Eds.), El sistema federal argentino. Debates y coyunturas (1860-1910), Buenos Aires, Edhasa, 2015, p. 237.

[3] Ibid.

[4] Roy Hora, “Buenos Aires ante el Bicentenario: el fracaso de la provincia problema”, La Vanguardia, 2020, http://www.lavanguardiadigital.com.ar/index.php/2020/09/15/buenos-aires-ante-el-bicentenario/

[5] Véase Gustavo Badia y Martina Saudino, “La construcción político-administrativa del conurbano bonaerense”, en Gabriel Kessler (Dir.), El Gran Buenos Aires, T. 6 de la Historia de la provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2015, p. 125.