Respondo a la amable invitación a participar de esta conversación identificando algunos lugares comunes del diagnóstico sobre el funcionamiento contemporáneo del federalismo argentino, discutiendo su validez y evaluando su influencia sobre problemas sociales y económicos que me parecen importantes.

Antes de comenzar creo importante mencionar que en este recinto imaginario nos acompaña un elefante: varias de las provincias sobre-representadas en la Cámara de Diputados y en el Senado de la Nación y acusadas de sostener regímenes poco democráticos, eligen gobiernos peronistas con una frecuencia mucho más alta que gobiernos de otros partidos. Las candidaturas presidenciales peronistas suelen obtener una amplia mayoría de los votos en estas provincias. La Provincia de Buenos Aires que, se sostiene, es el elemento más notorio del desequilibrio demográfico y político en nuestra organización federal y en cuyo conurbano predominan gobiernos locales que reciben acusaciones institucionales muy parecidas a las que se lanzan contra las provincias antes descriptas, también tiende a ser gobernada por dirigentes peronistas. Las fórmulas presidenciales peronistas suelen predominar en este distrito, aunque de modo menos marcado y menos estable que en las provincias menos pobladas. Señalar la presencia del elefante es oportuno porque la viabilidad de cualquier reforma institucional depende de la voluntad de dirigentes y organizaciones cuya supervivencia electoral se define en la presente división distrital y porque a veces puede ser difícil separar las observaciones institucionales o económicas de sus resonancias partidarias. Esta dificultad se refuerza cuando juicios análogos que cabría formular acerca de administraciones de otros partidos se omiten o se exponen con tono menos severo. En abstracto, no es estrictamente relevante para juzgar los méritos de la organización federal argentina, pero para una discusión políticamente útil creo que es prudente tener presente que la potencia electoral del peronismo suele ser mayor en las regiones en las que, presuntamente, arraigan los principales problemas de esa organización federal. Y un detalle: el Senado de la Nación alojó solamente mayorías peronistas desde 1983. Con la actual distribución de lealtades electorales, discutir la organización federal equivale a discutir el peso del peronismo en las decisiones nacionales.

Los tópicos frecuentes en el examen contemporáneo del federalismo argentino de los que me voy a ocupar son cuatro. Se sostiene que el federalismo en nuestro país es: a) disfuncional, b) violatorio de algunas prescripciones constitucionales, c) institucional y financieramente inequitativo y d) propiciador del sostenimiento de formas de gobierno no democráticas en algunas provincias.

La acusación de disfuncionalidad viene en dos formatos principales. Uno, genérico, presenta a la dinámica federal como otra muestra de una tendencia más general a la inconsistencia normativa, el poco apego a la ley o, más simplemente, el desorden. No creo que existan tal tendencia general ni su manifestación particular en el funcionamiento del federalismo. La segunda variante de la acusación de disfuncionalidad, más verosímil, destaca la marcadísima concentración de personas y recursos en el Área Metropolitana de Buenos Aires (o, más ampliamente, en el corredor que va de La Plata a Rosario e incluye al Gran Buenos Aires) y los desequilibrios en las condiciones y las oportunidades de vida asociados con ella. Algunas de las mejores páginas de la crítica socio-cultural argentina se dedicaron a constatar este hecho cuya veracidad es fácil reconocer. Es bastante más difícil identificar sus raíces.

En la acusación de disfuncionalidad la concentración se atribuye, de modo más o menos rápido y sin mucha aclaración, a veces, al supuesto predominio del gobierno federal sobre los gobiernos provinciales, lo que se suele condensar en el término “centralismo.” Otras veces, la disfuncionalidad se asocia al enorme contraste territorial y demográfico entre Buenos Aires y el resto de las provincias.

¿El gobierno federal predomina sobre los gobiernos provinciales? Aunque la mayoría de la gente cree que la respuesta es “obviamente sí”, la pregunta es vieja como la organización política de nuestro país y, las respuestas, más o menos fundadas, variables de acuerdo con la perspectiva y el momento histórico. A mí me parece que no es una buena pregunta. Una federación es, justamente, un sistema hecho para que los gobiernos federales y los provinciales sean interdependientes y parcialmente soberanos. Bajo un esquema así, todo predominio es incompleto y volátil. Se puede decir que los gobiernos federales desbordan los límites legales cuando alteran la distribución primaria de impuestos creando tributos no coparticipables. Este desborde se puede transformar en un arma de influencia política cuando esos recursos adicionales se invierten directamente en el territorio de las provincias, sin la intervención del gobierno provincial, o cuando se transfieren a las provincias pero de modo discrecional. Pero la creación de tributos no coparticipables es bastante menos frecuente que lo que estos argumentos imaginan y las transferencias, aún cuando sean discrecionales, antes que la ominpotencia de un gobierno central, muestran que las presidentas o presidentes necesitan el apoyo político por el que recompensan a los poderes provinciales. La cuestión del centralismo es bastante menos asimétrica, más condicional y más volátil que lo que sostiene la caricatura habitual.

Pero aunque el retrato fuera fiel ¿qué tiene que ver el predominio de las autoridades que residen en la Buenos Aires con la concentración de recursos y personas en esta parte de la Pampa Húmeda? Solo la creencia en alguna propiedad mágica por la cual el dinero y la gente van hacia donde reside parte del poder político permitiría asociar concentración con centralismo.

Me parece más prometedor entender la concentración económica y demográfica como un resultado de la geografía y la joven historia socio-económicas de nuestro país. Las inversiones y la gente están donde las condiciones para la actividad económica rentable son más propicias. Esas condiciones dependen en parte de la dotación de factores, digamos así, heredada, y en parte de decisiones de estímulo a sectores y actividades económicas que toman los gobiernos. Pero aún estas decisiones están constreñidas por la estructura socioeconómica existente. Uno puede creer que la protección de la producción industrial y el consumo doméstico son las palancas principales del desarrollo económico y que es más importante estimular eso que las exportaciones agropecuarias. Pero no se puede localizar un cinturón industrial donde a uno le parezca. El capital, el dinero, la actividad y la gente están donde están más por motivos económicos que por otros inmediatamente políticos.

Una versión más fuerte de esta crítica podría reconocer que el federalismo no es causa de la concentración pero tampoco ayuda a remediarla. Es cierto, la ausencia o la ineficacia de las medidas para moderar la concentración pueden atribuirse de un modo vago a todas las reglas de acuerdo con las cuales se toman decisiones nacionales; entre ellas, a la organización federal. ¿Cuántos federalismos han conseguido corregir desequilibrios inter-provinciales marcados? Alguien pensará en Alemania Federal entre 1947 y 1989, cuando las transferencias de recursos hacia los Länder del Sur consiguieron reducir su distancia de desarrollo respecto de los del Norte. Pero el éxito de este esquema obedeció entre otras cosas a que esas distancias iniciales no eran tan grandes. Los recursos fiscales pueden compensar diferencias entre las provincias de dotaciones de factores de producción, calidad de la infraestructura, acceso a mercados y productividad pero con un cierto límite. Una redistribución de recursos fiscales y un diseño impositivo más sensibles solo podrían corregir marginalmente la enorme potencia de las fuerzas socio-económicas que sostienen la concentración distintiva de nuestro país.

Otra vuelta de tuerca sobre la disfuncionalidad podría objetar que el esqueleto de nuestro federalismo político está hecho para canalizar la disputa por los recursos económicos y fiscales que se acumulan en los centros productivos de la Pampa Húmeda. Según la versión menos estereotípica de este argumento, las energías políticas que se usan para disputar la distribución de los recursos existentes se distraen del esfuerzo de generar nuevos recursos. Es posible, pero no es una conclusión inevitable sostener que la inequidad geográfica pronunciada funcionó como anteojera política que impidió proyectar y realizar nuevos polos de desarrollo. Con esta geografía y esta historia económicas, las instituciones que hubieran permitido bloquear la disputa por los recursos generados en las regiones de alta productividad, ¿serían más federales, más desconcentradas, más sensibles a las demandas del conjunto de las provincias, o más unitarias, más cerradas a la influencia provincial? Yo creo que lo segundo. Y subrayemos lo siguiente: el problema de nuestro federalismo no puede ser que es muy descentralizado para unas cosas pero muy centralizado para otras. Ese es uno de los rasgos de la arquitectura federal: es rígida. Si un esquema más o menos centralizado nos gusta para una cosa tenemos que tolerar las dificultades que nos trae para tratar otras.

«Ciudad nocturna nro. 13», Félix Rodríguez (2020).

¿El federalismo argentino es disfuncional porque Buenos Aires es tanto más extensa y más poblada que el promedio de las provincias? La única versión convincente del argumento que asocia la disfuncionalidad federal con el tamaño de Buenos Aires subraya la discrepancia entre el peso demográfico de la provincia y la proporción de diputados y senadores que, siendo electos en su territorio, representan los intereses bonaerenses en el Congreso de la Nación. Esa discrepancia estaría asociada, entre otras cosas, con la diferencia entre los impuestos que el Estado Nacional recauda en el territorio de la provincia y el dinero que transfiere a la Secretaria de Hacienda provincial. Esa es una medida incompleta de la inversión pública destinada a las y los bonaerenses. El Estado de la provincia cuenta con capacidades de recaudación no despreciables. De todos modos, puesto que el tamaño de la población es también muy grande, la inversión pública total per cápita, aún incluyendo la que realiza directamente el gobierno federal, es menor que la prevaleciente en otras provincias. Se proponen diversos remedios institucionales para este problema, algunos más drásticos que otros. Independientemente de su prudencia y potencial eficacia, corregir la discrepancia fiscal de la Provincia de Buenos Aires podría dejar en pie buena parte de las diferencias inter-provinciales en nuestro país. La desproporción bonaerense es solo un capítulo de los desequilibrios en la federación argentina. Puede ser un símbolo, pero no es el corazón ni la manifestación más desafiante del problema.

El segundo tópico común sostiene que las relaciones entre los niveles de gobierno, particularmente las fiscales, no funcionan de acuerdo con lo que prescribe la Constitución nacional. El fundamento más frecuente de esta objeción es la demora en sancionar la nueva ley de coparticipación que reclama el texto aprobado en 1994. La contribución de Roberto Gargarella a este dossier describe con detalle el pasaje relevante para analizar este problema (art. 75, inciso 2). Como se indica en esa contribución, el mandato es sancionar una nueva ley pero sujeta a condiciones muy exigentes. La regulación de las relaciones fiscales entre el gobierno federal y los gobiernos provinciales tiene mucho para mejorar. Es complicada y no asegura que la cantidad y la calidad de los bienes y servicios que prestan o financian los Estados sean más o menos las mismas en todo el país. Corregir las asimetrías en la distribución de recursos coparticipables entre las provincias (la llamada “distribución secundaria”) es una parte importante del sendero de mejoras necesarias. Pero el mandato constitucional, ¿ayuda o hace más difícil resolver este problema? Una interpretación posible de ese inciso es que cualquier reforma no podrá desviarse mucho respecto del statu quo (una nueva ley debe ser iniciada en el Senado, aprobada por mayoría en ambas cámaras y luego refrendada en la legislatura de cada provincia). Un cambio de la coparticipación es concebible. Podría darse en el marco de una transformación general y ambiciosa en las principales leyes de impuestos. El mantenimiento del estado de cosas actual no es una virtud de nuestra dinámica federal. Pero los constituyentes marcaron un sendero especialmente difícil. El mantenimiento del esquema actual coincide parcialmente con la intención de las y los redactores del texto de 1994.

Tercera opinión extendida: nuestro federalismo es inequitativo, tanto desde el punto de vista financiero como desde el institucional. Ya he dicho que entiendo que los recursos fiscales podrían distribuirse de un modo más claro y, quizás, más eficiente. Destaco, sin embargo, que calibrar un conjunto de criterios objetivos para guiar tanto la redistribución de los recursos financieros como la de las atribuciones de recaudación es una tarea técnicamente muy exigente, difícilmente reductible a alguna fórmula simple y que, por supuesto, debería armonizarse de acuerdo con criterios políticos. Considerando todo esto, imaginarse que podemos desviarnos mucho y fácilmente del estado de cosas actual es, quizás, esperar demasiado.

No obstante, la observación de que la inequidad financiera refleja la inequidad institucional es frecuente y es fuerte. Yo mismo elaboré versiones de esta opinión en algunos trabajos. Creo que puede ser útil explorar con cuidado los componentes de este argumento y matizar alguna de las conclusiones que habitualmente se extrae de él. ¿Cuán inequitativa es la representación política en la federación argentina? La asimetría entre la distribución de la población y la distribución de las bancas entre las provincias en nuestro Congreso es mayor que en muchas legislaturas del mundo. Aproximadamente el 15% de las bancas en la Cámara de Diputados y el 49% de las del Senado se asignan sin considerar la distribución de la población como parámetro. Esto ocurre porque todas las provincias eligen tres miembros del Senado y un mínimo de 5 diputados independientemente del tamaño de su población. Puesto que la divergencia en el tamaño de las poblaciones es mucho mayor que en el de las bancadas, varias provincias tienen una proporción de legisladores inflada respecto del peso de su población en el conjunto del país. Por el mismo motivo, otras provincias, las más pobladas, tienen menos representación que la que correspondería dada la cantidad de gente que reside en su territorio. Esta discrepancia es objetada desde el punto de vista de la igualdad democrática (un voto emitido en una provincia poco poblada tiene un peso, una probabilidad de incidir en el resultado, mucho mayor que uno hecho en una provincia más poblada) y desde el punto de vista de la eficiencia fiscal: los recursos no irían donde se necesitan sino a las provincias poco pobladas que, estando representadas y siendo mucho más susceptibles a la inversión pública (un peso se nota más en una economía pequeña y simple que en una compleja y grande), ayudarían a formar coaliciones legislativas baratas, políticamente eficientes pero socio-económicamente arbitrarias.

Efectivamente, el Congreso Nacional argentino está, como se suele decir, sobre-representado. Pero la sobre-representación no es un error de diseño ni una deformación perversa. Es la condición de que pueda constituirse una federación. Tener un Congreso sobre-representado es la garantía de que toda mayoría legislativa sea una mayoría inter-provincial amplia. No todas las legislaturas federales están igualmente sobre-representadas. No todas las legislaturas federales asignan a las cámaras territoriales las mismas atribuciones que a la cámara que representa a la población. La magnitud de la discrepancia entre la distribución de la población y la de la representación podría ser menor. La influencia legislativa de las coaliciones inter-provinciales podría ser más limitada. Pero no podría haber una federación si no hubiera algún camino institucional para que los intereses de los gobiernos provinciales estén presentes en las principales decisiones de escala federal. Y puesto que las diferencias socio-económicas, territoriales y demográficas entre las provincias argentinas fueron siempre, desde el origen de la república, muy pronunciadas, es de esperar que la mayoría de los diseños institucionales concebibles incluya alguna medida de sobre-representación y que, de ese modo, la distribución de recursos financieros tenga alguna congruencia con la de los pesos legislativos. Una federación es siempre una solución de compromiso, un experimento complicado. No están hechas para expresar líneas armónicas en la distribución de las fuerzas políticas. Están hechas para integrar territorios, elites políticas y sociedades disímiles bajo la autoridad de un mismo Estado. Las tensiones de la integración territorial y social en la Argentina pueden manejarse de otro modo, quizás mejor, pero sería raro que puedan manejarse sin sesgos de representación y sus consecuencias financieras y económicas.

Finalmente, la objeción democrática. ¿La organización federal argentina contribuye a sostener formas no democráticas de gobierno en las provincias? Enfáticamente, creo que no. No me parece que existan regímenes híbridos, disfraces electorales de formas no democráticas de dominación, en ninguna provincia argentina.

En el uso común en discusiones de este tipo, “democracia” designa un conjunto de reglas que resguardan el carácter abierto de la competencia inter-partidaria y el carácter amplio de la participación electoral. No existen restricciones sistemáticas a la representación en ninguna provincia argentina. Las reglas, las autoridades y los sistemas de administración electoral en nuestro país protegen muy razonablemente el ejercicio de los derechos electorales tanto en la elección de cargos nacionales como en las de cargos provinciales y locales. No hay irregularidades sistemáticas en el recuento de votos ni en la publicación de resultados. Sé que esta afirmación va en dirección contraria a una creencia muy extendida, pero ya que desarrollamos el muy saludable hábito de exigir que los presidentes norteamericanos presenten evidencia para respaldar sus acusaciones de fraude, ¿por qué seríamos menos exigentes con quienes comentan los comicios argentinos?

El balance desde el punto de vista de la competencia inter-partidaria puede ser más matizado. Son frecuentes (aunque cada vez menos) los cambios de reglas electorales. Cuando ocurren, casi siempre favorecen a los oficialismos. La organización de la oferta electoral en algunas provincias y algunos períodos es confusa y esa confusión compromete la nitidez de la información a partir de la que las y los votantes deciden. Los mercados de medios son pequeños y, por tanto, susceptibles al peso de la inversión pública en publicidad. En algunas provincias y algunos momentos, las y los gobernadores reemplazan a miembros de las cortes supremas por motivos políticos. Pero desafiar a los oficialismos no es riesgoso personalmente, no hay restricciones legales a la formación de partidos, ni intimidación sistemática ni ninguna otra práctica que desaliente de modo fuerte la competencia electoral. Muchos partidos y, en algunas provincias, algunas personas, no han perdido elecciones provinciales desde 1983 o lo hacen muy esporádicamente. Eso no implica que no puedan perder o no vayan a aceptar los resultados cuando eso ocurra.

Creo que designar a algunos regímenes provinciales argentinos como híbridos habla más de nuestra tendencia a condensar el análisis institucional bajo etiquetas excesivamente abarcadoras (y, en este caso, con una denotación bastante vaporosa) que del carácter no democrático de esos espacios políticos. Llamarlos “feudos,” por supuesto, es igualmente impreciso e inadecuado, además de anacrónico.

Con esto no quiero decir que todas las provincias argentinas son modelos de funcionamiento democrático. Quiero decir que utilizar etiquetas abarcadoras y generalizarlas no nos permite reconocer ni tomar dimensión de los problemas de competencia y representación que existen y nos invita a tratarlos de un modo estereotípico, lo que seguramente no nos acerca a resolverlos.

[Marcelo Leiras es profesor asociado del Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de San Andrés, e investigador independiente del Conicet.]