El autor reflexiona sobre las dificultades para dar con respuestas y soluciones simples y eficaces que enfrentan los países que salen de períodos de violencia. Este artículo fue publicado el 22 de septiembre de 2016 en el diario La Nación, de Argentina, poco antes de la realización del referéndum que resultaría contrario a los acuerdos alcanzados, y antes también de la firma final del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP.

¿Puede negociarse la paz con criminales? ¿Es posible pensar una amnistía justa? ¿Debemos reconciliarnos con quienes han violado sistemáticamente nuestros derechos humanos, con los represores, con los perpetradores? ¿Puede finalmente concebirse un nuevo comienzo democrático con impunidad?

Estas preguntas podrían encontrar a priori respuestas generales fundadas en nuestras convicciones morales: no puede quedar crimen impune, toda amnistía es injusta; no se negocia con un criminal; no es concebible la reconciliación con los perpetradores del Mal; no hay democracia sin justicia. Sin embargo, ante la concreta necesidad de poner fin a un conflicto violento, y ante el deseo de dar comienzo a la paz democrática, aquellas respuestas revelan su carácter general y a priori y son puestas en suspenso para recuperar el tono interrogativo de las preguntas. Esto es así, al menos, para muchos de los miembros de las sociedades que han sufrido la violencia extrema y sus efectos y que buscan ponerles fin.

Existen, sin dudas, diferencias entre la resolución de un conflicto armado como el de El Salvador o Guatemala en los años noventa, o el más actual en Colombia, y la salida de un régimen dictatorial como en Argentina, Uruguay o Chile en los ochenta, o de un régimen de discriminación racista como el de apartheid sudafricano. Sin embargo, en todos los casos aparecen las mismas preguntas, las mismas preocupaciones y un mismo lenguaje, el de la reconciliación, la pacificación, la justicia, la verdad, la reparación y la no repetición (el Nunca Más). Todas estas sociedades enfrentan un desafío doble: establecer una nueva convivencia democrática y dar respuesta a la herencia de daño y sufrimiento provocado por las violaciones a los derechos humanos. En pocas palabras, deben forjar un futuro democrático sin olvidar el pasado de horror.

Frente a este desafío, se destacan, de manera esquemática, dos posturas en apariencia irreconciliables: por un lado, la de los pragmáticos o realistas políticos, por el otro, la de los juristas o puristas. Para los primeros, no es concebible negociar el final del conflicto (la paz) sobre la base de una persecución penal irrestricta de los criminales: entienden que nadie se sentará en una mesa de negociaciones si del otro lado encuentra el castigo penal como punto innegociable. Para los segundos, la justicia (retributiva) no puede estar condicionada –todo criminal debe pagar por su crimen–  y sin ella no hay ni paz ni democracia. 

La posición favorable a la persecución penal irrestricta ha ganado terreno en las últimas décadas bajo la forma de una justicia penal internacional, especialmente a partir del Estatuto de Roma (1998) que crea la Corte Penal Internacional (CPI) y establece que los graves crímenes contra la comunidad internacional no deben quedar impunes. En América Latina, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha avanzado en el mismo sentido exigiendo, a los Estados miembros, investigación, sanción y reparación frente a violaciones a los derechos humanos. En Argentina, la Corte Suprema de Justicia se ha fundado en esa doctrina  para declarar la inconstitucionalidad de las denominadas “leyes de impunidad”: ni la paz, ni la reconciliación nacional, ni la consolidación de la democracia, fines que habían dado fundamento a dichas leyes, podían ponerse por encima del deber de esclarecer y sancionar los delitos contra los derechos humanos.

Como consecuencia, las amnistías absolutas, generales e incondicionales están prácticamente vedadas, y eso es una buena noticia. La mala noticia es que ello no ha redundado sino muy parcialmente en la realización de juicios contra criminales políticos, que sigue siendo la excepción y no la regla. Las amnistías persisten, si no de jure, al menos en la práctica. Por poner algunos ejemplos cercanos, las dificultades para juzgar a Ríos Montt en Guatemala llevan años pese a la acción internacional, y en Uruguay los juicios fueron rechazados por el sufragio popular y la Suprema Corte aceptó la prescripción de los crímenes de la dictadura.

Del lado de los partidarios de la paz y la reconciliación también ha habido avances, en particular a partir de la Agenda para la paz de 1992 de las Naciones Unidas, que dio lugar a una nueva concepción de la paz, una paz positiva, constructiva (peace-building), que supone no solamente el cese del conflicto violento (la paz negativa) sino también la reconciliación y, más ampliamente, un trabajo sobre las condiciones que favorecieron el conflicto. El propio Estatuto de Roma reconoce las dificultades que la amenaza judicial puede acarrear sobre los procesos de paz y por ello otorga, al Consejo de Seguridad o al fiscal de la CPI, la potestad de posponer o suspender la persecución penal (artículos 16 y 53, respectivamente).

En el mismo sentido, el proceso de reconciliación de Sudáfrica ofrece, en contraste con las visiones punitivas, una política centrada en la víctima (victim-centered): los perpetradores debían allí brindar una verdad completa, reparadora, sobre cada crimen particular para el que pretendieran amnistía. De este modo, Sudáfrica nos enseñó que, decididos a hallar una verdad reparadora para las víctimas, los sudafricanos podían dejar en un segundo plano el objetivo de castigar a los victimarios. Y nos enseñó también que, en el camino hacia la paz y la democracia, no era razonable encerrar sin condiciones a quienes se habían sentado en la mesa de negociaciones. Nacía así, a la par de la justicia penal, otra concepción de justicia, la justicia restaurativa o reparadora.

Aquí también, por cierto, hay malas noticias: Sudáfrica se cuenta entre las excepciones a la regla, que comprende procesos de paz y reconciliación que consagran la impunidad y se olvidan de las víctimas. En efecto, muchas veces, el lenguaje de la paz y la reconciliación oculta malamente el simple deseo de eludir responsabilidades, dar vuelta la página y olvidar, de los perpetradores. Así, por ejemplo, en Haití, aún no es posible hablar de reconciliación porque los únicos que hablan del pasado de violencia son las víctimas (y una parte de ellas). En El Salvador, una ley de amnistía general e incondicional sucedió al Acuerdo de Paz (1992). Guatemala, por su parte, que firmó la paz en 1996, no reconoció una verdad oficial sobre los crímenes de guerrillas y fuerzas estatales y paraestatales. Las reparaciones materiales y simbólicas, además, tardan y son insuficientes. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Chile (1990), por su parte, acompañaba a la auto-amnistía militar, y fue sólo después de la detención de Pinochet en 1998, por pedido del juez español Baltazar Garzón, es decir, sólo después de un impulso punitivo, que la sociedad chilena inició la revisión de su pasado.

A la par de sus falencias y sus deudas pendientes, las posiciones irreconciliables antes señaladas encuentran matices y, de hecho, han convergido progresivamente en lo que ha dado en llamarse “construcción de la paz” (peace-building) y “justicia transicional”, dos paradigmas que reconocen la complementariedad de ambas miradas y que, en ese sentido, contemplan como parte de un todo medidas de justicia penal, de verdad, de reparación, de memoria, entre otros, para la superación de situaciones de violencia extrema.

En ese marco, y cuando creíamos que ninguna respuesta al pasado de violencia podía ser perfecta, el reciente acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP,  aparece como el más completo, matizado y detallado acuerdo que se haya conocido hasta el momento. Con el fin de lograr Justicia, Verdad, Reparación y No Repetición, Colombia prevé sanciones, pero también reducciones de pena y amnistías a quienes asuman sus responsabilidades y contribuyan con la verdad o el desminado. Se rechaza el intercambio de impunidades. Prevé también una reforma rural para revertir las condiciones que perpetuaron el conflicto, y pone, en general, en primer lugar, junto a “la consolidación de la paz”, la garantía de los derechos de las víctimas”.

Retomemos nuestras primeras preguntas. ¿Debemos negociar la paz con los criminales? Sin dudas, ¿con quién otro si no es con ellos? Acaso convenga entonces retirar por un momento el estigma del criminal (sin por ello dejar de señalar el crimen) ¿Es posible una amnistía justa? Sería un error volver atrás la condena que el derecho internacional ha opuesto a las amnistías generales, pero debe asimismo reconocerse que las amnistías o las reducciones de pena son el principal, si no el único, elemento de negociación en un proceso de paz. ¿Debemos reconciliarnos con los perpetradores? Quizá se dé aquí el mayor acuerdo: deberíamos reconciliarnos en la medida en que se reincorporen –condenados, amnistiados, o arrepentidos– a la vida democrática. ¿Puede haber democracia con criminales libres? No, pero tampoco, en primer lugar, con víctimas sin reparación.