La democracia puede ser pensada como el ejercicio de una ciudadanía preexistente o, en un sentido más fundamental, como un proyecto de producción de ciudadanía, un movimiento hacia el crecimiento de la autonomía y la participación en las decisiones que gobiernan la vida en común.
Katz parte de esta distinción para analizar el derrotero muy diferente de las democracias en España y la Argentina. No hay explicaciones fáciles. En todo caso las razones para pensar el fracaso argentino deben buscarse en los contrastes que involucran a las bases culturales de la política y de las instituciones, las visiones estrechas de las dirigencias, la pérdida de ciudadanía concomitante con las desigualdades y la fragilidad del tejido social.
Buenos Aires, abril de 2023
Es posible pensar a la democracia como el único régimen político de ejercicio de la ciudadanía; también es posible pensarla como un régimen de producción de ciudadanía. En el primer caso se da por sentado que la ciudadanía es una condición preexistente que puede ser puesta en acto bajo ciertas condiciones y de acuerdo con ciertas reglas. La segunda concepción sugiere que el marco institucional -elecciones libres y competitivas, división e independencia de poderes, libertades públicas- no es más que el punto de partida a partir del cual una sociedad da inicio a un proceso interminable de incremento de la autonomía personal y colectiva y a la participación creciente en las decisiones que hacen a la vida en común.
Esta distinción -una, entre las muchas aproximaciones posibles a la democracia como tema- es útil para reflexionar sobre las diferentes o, más bien, divergentes, opuestas trayectorias de dos procesos democráticos de los cuales se cumplen este año aniversarios relevantes: el argentino, cuya instauración -más preciso que “recuperación”- se produjo hace cuarenta años; y el español, que, si bien comenzado con las elecciones de junio de 1977, las primeras desde 1936, tuvo hace también cuatro décadas un punto de inflexión con la llegada al gobierno de Felipe González, bajo cuya administración se sentaron las bases para que la democracia española dejara de ser un régimen de ejercicio limitado de los derechos civiles y comenzara el proceso de construcción permanente de ciudadanía.
La publicación de Un tal González, el fascinante libro de Sergio del Molino ¿biografía? ¿historia novelada? ¿ensayo histórico? invita angustiantemente al lector argentino a preguntarse por qué la salida de la dictadura franquista, después de cuarenta años de duración, de una guerra civil y de medio millón de muertos, derivó hacia un país próspero, abierto, con servicios de salud y educación notables y un elevado nivel de vida, y la transición argentina condujo a las ruinas que habitamos hoy: casi la mitad de la población en la pobreza, más del 50% de las niñas, los niños y los jóvenes sometidos a privaciones y a formas diversas de violencia, una economía improductiva y todos los bienes públicos -salud, educación, medio ambiente, seguridad, justicia, infraestructuras- en estado catastrófico.
Está disponible, como siempre, un repertorio de lugares comunes con los que se pretende explicar, o, más bien, justificar, el fracaso argentino: la dictadura, el neoliberalismo, el imperio, la deuda, el populismo, la corrupción, los términos de intercambio, los ricos, los pobres… También los resultados del proceso español se explican con respuestas sencillas o, más bien, con una sola que pretende sintetizarlas todas: Europa. Seguramente cada una de las presuntas causas de la perenne crisis argentina es portadora de cierto grado de verdad; no es menos cierto que “Europa” explica buena parte del éxito español. Pero ni aquel repertorio de medias verdades ni esta explicación que, con un concepto, da cuenta de todo, son suficientes.
Tan simplificador como atribuir a “Europa” los resultados del proceso español sería adjudicarle el mérito principal a Felipe González. Pero, como observa Sergio del Molino, “el orgullo, la paciencia, el narcisismo o la discreción de quienes gobiernan influyen en el curso de la historia (…) Felipe González había recorrido España prometiendo un gran cambio a un pueblo que había confiado en él como nunca se había entregado a otro gobernante (…). No votaron al PSOE, votaron a Felipe. (Él) era la persona que ese instante histórico necesitaba.” El cambio propuesto por González, cuyo lema de campaña fue, precisamente, “por el cambio”, puede traducirse de dos modos. Uno de ellos, modernizar a España, es siempre ambiguo: la modernización es muchas veces el caballo de la batalla conservadora, un paraguas con el que se cubren quienes identifican la modernidad con la promoción y defensa de intereses particulares. Felipe González explicó el cambio prometido, y cuando menos parcialmente cumplido, en otros términos: “La clave consistió, dijo, en no vindicar el pasado, en concentrar los esfuerzos en reivindicar el futuro. Consistió en no quedar atrapados, una vez más, en el laberinto de una historia que no hicimos bien en el siglo XIX y una buena parte del siglo XX.”
¿Fue el olvido, la no revisión de los crímenes de la dictadura franquista, la condición necesaria para “reivindicar el futuro”? O, a la inversa: ¿fue el juicio de las juntas, el Nunca Más y, luego, los juicios por crímenes de lesa humanidad lo que impidió a la Argentina dejar de “vindicar el pasado”? Difícil saberlo, aunque sospecho que los diferentes modos de procesar el trauma de la dictadura no han sido, en ninguno de los casos, lo que definió el rumbo de las sociedades. Más bien, las trayectorias divergentes de ambas democracias son el resultado de dos diferentes culturas políticas que se expresan como tales más allá de los contenidos ideológicos propios de los actores que se alternan en el ejercicio del poder. Dos culturas políticas para las cuales la idea misma de la democracia es radicalmente diferente. En España, la democracia ha sido durante este tiempo una investigación sobre el futuro, realizada por una sociedad crecientemente autónoma y participativa, una sociedad que, cuando menos en sus rasgos fundamentales, aceptó el desafío que lanzó Felipe González. Las universidades, las academias, los sindicatos, las empresas, los museos, las agencias estatales, los colectivos sociales fueron los agentes de “una obra colectiva que no tuvo otro sujeto que la sociedad española”, como escribe Del Molino. Una idea de la democracia que la concibe, para retomar la distinción con la que se inicia este comentario, como un régimen de producción de ciudadanía, es decir, de creación de un espacio público robusto, en el que los individuos pueden desarrollar proyectos autónomos de vida en el marco de una comunidad de sentido que tiene como principio fundamental la convicción de que el destino de cada uno depende del destino de los demás. En Argentina, la democracia ha sido fundamentalmente concebida como la ausencia de dictadura, como un sistema frágil cuyo principal propósito es existir para que no exista otro régimen político en su lugar. En su devenir, ha ido des-ciudadanizando a la sociedad (la expresión es de Guillermo O’Donnell) por medio de la exclusión, de la segregación espacial, material y simbólica y de la desmodernización que resulta de hacer, una vez más, que el origen determine el destino, que el código postal del nacimiento se convierta en el factor más relevante para saber qué es lo que una persona podrá hacer con su vida.
Encerradas en sistemas de intereses de corto plazo, especializadas en maximizar rentas en lugar de producir la riqueza -material, simbólica o institucional- necesaria para que el futuro sea mejor que el pasado, las clases dirigentes argentinas han decidido promover el interés particular de ciertos negocios y de ciertas burocracias. En nuestro país no hay ni estado ni mercado, y por tanto no hay ni ciudadanos ni consumidores: hay, cada vez más, una población de la que se extraen votos y recursos, gracias a una alianza perversa entre elites políticas, económicas y sindicales.
En los cuarenta años en que, desde la llegada del socialismo al poder, España produjo una sociedad próspera, con una esfera pública robusta y activa, Argentina destruyó el tejido social, introdujo desigualdades moral y políticamente aberrantes y deterioró la estructura económica hasta volverla inviable. En un caso no es mérito de “Europa”, en el nuestro no es culpa del neoliberalismo ni del populismo. Se trata, siempre, de la capacidad de las clases dirigentes de entender el tiempo y el mundo en el que viven, de liderar los procesos de los cuales son responsables, de coordinar la acción colectiva en función del interés común y de un futuro mejor para todos. O, por supuesto, de la incapacidad de hacerlo.
Los comentarios están cerrados.