Los acontecimientos del 11J, que tuvieron lugar en Cuba en julio de 2021, y que se tradujeron en la salida a las calles de miles de ciudadanos, como nunca antes había sucedido en la historia social y política de la Revolución,  recibieron, como única respuesta por parte de las autoridades,  la represión y la consiguiente criminalización de sus actos a partir de la utilización de descalificativos para sus protagonistas como “delincuentes”, “apátridas” o “criminales. En esta columna, el historiador Alberto Consuegra, considera a esta fecha como un parteaguas, no solo para la sociedad cubana sino también para su dirigencia política.

Hace exactamente un año, como pasó no hace mucho con la invasión de Rusia a Ucrania, el mundo entero puso su mirada en Cuba, en su pueblo, se interesó por sus condiciones de vida, al mismo tiempo que aseguró la llegada -ahora sí-, de un “cambio”, a raíz del estallido social ocurrido el 11 de julio de 2021. Eran lógicas esas predicciones. Si bien desde 1959 hasta la fecha la sociedad cubana no había permanecido inmóvil, las manifestaciones políticas y masivas, hasta “los sucesos del 11/J”, habían sido controladas, reprimidas, pero sobre todo, habían quedado puertas adentro. Salvo escasas excepciones, jamás habían ocupado el horario central de las cadenas televisivas internacionales, y mucho menos habían sido transmitidas en simultáneo. Esta vez había sido diferente.

Si bien algunos de los pronósticos tardaron en cuajar, lo cierto es que a las pocas horas de que las calles y plazas de las principales ciudades y pueblos del país se colmaran de generaciones diversas que gritaban “¡Libertad!”, “¡No tenemos miedo!”, “¡Patria y Vida!”, el gobierno cubano – a través de las declaraciones de varios de sus principales funcionarios, incluyendo el presidente-, refrendó esa distancia que había entre el discurso de la dirigencia política y la realidad que vivía el cubano de a pie. Como pudo, o tal vez de la única manera que puede hacer un pueblo al que históricamente le han negado ser parte real de la construcción de un país, citando a José Martí, “con todos y para el bien de todos”, lo cierto es que el acto de salir a las calles y manifestarse pacíficamente fue percibido como un “golpe blando”, como la expresión más acabada de la manipulación que estaba logrando el “enemigo” (Estados Unidos).

Así, lejos de escuchar, la criminalización de la protesta a partir de la utilización de descalificativos para sus protagonistas como “delincuentes”, “apátridas” o “criminales”, fue la única alternativa que encontró el gobierno para reaccionar ante lo sucedido. Además de demostrar su debilidad, dichas declaraciones evidenciaron el fracaso de la política cubana, la cual había transitado por una realidad paralela a la de la sociedad que supuestamente representaban.

No obstante, cualquiera supondría que, tanto para la clase dirigente como para la sociedad, después del 11-J ya nada volvería a ser como antes. En cuanto al gobierno, todos apostaron a que la protesta impondría una nueva agenda gubernamental que los obligaría a repensar, quieran admitirlo o no, el inexistente sistema democrático, reconocer a nuevos actores sociales que ya habían comenzado a disputarles el espacio político, y a los que las actuales generaciones identifican como pares por compartir sentimientos, inquietudes, una historia de precariedades y limitaciones, y en especial, un mismo lenguaje y nuevos espacios de expresión: las redes sociales y el ciberespacio. Para los sectores sociales, el 11-J demostró el alcance real de cualquier acción cívica con carácter legítimo, como la protesta y tomar las calles. Asimismo, reconoció e incorporó la tecnología -el celular y la internet-, como la única arma certera contra el histórico cerco mediático, además de potenciar las esperanzas de un verdadero cambio político y económico.

Precisamente, al cabo de un año nada de eso ha pasado, ni para el gobierno ni para la sociedad. La realidad es que la Cuba “post 11-J” contempla un abanico de realidades que nada tienen que ver lo que se esperaba. Si desde el principio el gobierno se mostró errático al no reconocer el mensaje del pueblo en las calles, lo cierto es que desde esa fecha hasta la actualidad los mecanismos de control social y político se han reforzado, lo que ha traído consigo, según las organizaciones cubanas de derechos humanos y Human Rights Watch, un aumento considerable de las detenciones arbitrarias, los juicios ejemplarizantes –incluyendo a menores de edad-, con el fin de impedir que las personas vuelvan a manifestarse y castigar a quienes lo hacen para generar miedo. Es decir, nada de apertura democrática.

Unido a esto, la situación económica del pueblo cubano cada vez es peor. A partir de la mal llamada “Tarea de Ordenamiento” y la dolarización de casi todos los espacios donde la sociedad accedía a los productos básicos, la vida cotidiana se ha reducido a búsquedas desesperadas, y muchas veces sin resultados positivos, de productos básicos que, ahora y parece que para siempre, están en manos del incipiente sector privado donde los precios están condicionados por “la oferta y la demanda”. Asimismo, aquellas áreas que realmente fueron bastiones inexpugnables del proceso revolucionario, como la educación y salud, hoy muestran visibles carencias, como la falta de insumos, descontento en los trabajadores y, sobre todo, se vuelve a repetir aquel proceso nefasto para cualquier economía que marcó la década de 1990, donde el médico prefería manejar un taxi antes que atender un paciente, o un docente estar detrás de un mostrador en una cafetería antes que enseñar, pues aunque resulte vulgar y pornográfico decirlo, por ejemplo, hoy en día el salario de un médico especialista es considerablemente menor que el costo de un pernil de carne de cerdo. Es decir, las esperanzas de un cambio se desvanecieron.

Sin lugar a dudas, las protestas ocurridas hace un año en Cuba constituyen un parteaguas, no solo para la sociedad sino también para la dirigencia política. Como expresé en su momento, considero que la única solución posible no puede ser la de acallar, de ninguna manera, la libertad de expresión de un pueblo que necesita ser escuchado, que desaprueba los históricos métodos autocráticos en cuanto a la gobernabilidad y, sobre todo, que no reconoce legitimidad alguna para con una dirigencia que no eligió ni lo representa. Tampoco la salida puede ser la emigración y/o el exilio, esa práctica que se ha convertido en la vía de escape -casi única, me atrevería a afirmar-, para todos aquellos que de una forma u otra desean una vida “normal”, como mismo tampoco puede ser el bloqueo estadounidense el eterno pretexto para el análisis de Cuba. En cuanto a esto último, hay una realidad que es insoslayable: Cuba hoy enfrenta una crisis causada por el embate de medidas financieras y económicas por parte de Estados Unidos, pero también es el resultado de la ineficacia de un autoritarismo cada vez evidente e insostenible.

Alberto Consuegra Sanfiel