En una nueva intervención en el debate sobre la relación entre derechos humanos y política, Lucas Martín examina los distintos sentidos del concepto de política con el fin de echar luz sobre las diferentes experiencias de su vínculo con los derechos humanos en nuestra historia.

Nacida de la coyuntura, la discusión sobre la relación entre política y derechos humanos abre un signo de interrogación acerca del consenso sobre el que se erigió, en sus comienzos, la democracia. Una manera de formular la incógnita es si el consenso sobre los derechos humanos mutó o si, en cambio, no era el que habíamos creído que era. Es posible también, lógicamente, que se trate de ambas cosas. En todo caso, es posible percibir, en los actores tradicionales del campo de los derechos humanos, una reivindicación de la prioridad de la política que nos lleva a interrogarnos sobre el sentido de este término y a volver nuestra mirada hacia el pasado.

Si nos remontamos a los inicios, debemos recuperar en primer lugar algo que ha sido señalado por varios autores (Inés González Bombal, Emilio Crenzel, Hugo Vezzetti y yo mismo, entre otros) y que parece un elemento distintivo de aquel consenso, una falla particular: la omisión de la dimensión política en el modo en que se construyó el consenso del Nunca Más en la inmediata post-dictadura. Por dimensión política se entiende aquí básicamente la militancia política (en sentido amplio, armada, social, etc., de izquierda) de quienes habían sido las principales víctimas. La justicia y la verdad que iban dando forma al naciente consenso se establecían a partir de un nuevo lenguaje que sustituía el léxico bélico y organicista de los años previos (flagelo subversivo, el enemigo interno, guerra) con las nociones propias del estado de derecho y la democracia (crimen, víctimas y victimarios). Y en la nueva configuración no había espacio para la evocación de la militancia, y esto por muchas razones: porque no importaba para señalar el horror, ni para reconocer la condición de las víctimas, tampoco para hacer justicia; porque podía servir a las estrategias de las defensas en los juicios; o porque algunos sobrevivientes también podían ser eventualmente juzgados por ciertos delitos cometidos como parte de su militancia. En esa “narrativa humanitaria” (el término es de E. Crenzel), se despojaba a las víctimas de sus compromisos políticos pasados y, de ese modo, se las presentaba diáfanas, en su sola condición doliente, de manera que la sociedad toda pudiera solidarizarse con ellas, cuando no identificarse con ellas, y repudiar, sin matices ni hesitaciones, a los victimarios.

Esas fueron las condiciones del consenso del Nunca Más. Resulta difícil imaginar que las cosas hubieran podido ser de otro modo. Habría requerido correr el foco de la atención, mirar hacia otro lado. Para decirlo en los términos de nuestro análisis: habría supuesto correrse al menos en parte de la división que separaba democracia de dictadura para traer a la consideración pública las divisiones políticas del pasado anterior incorporando al actor revolucionario. No es que esto estuviera totalmente ausente: por ejemplo, formaba parte del discurso de la Comisión de Familiares de Desaparecidos y Presos por Razones Política y Gremiales y, en los debates parlamentarios en el momento de anular la ley de auto-amnistía, podía hablarse de reconciliación y de una necesaria unidad de la nación que dejase atrás los conflictos del pasado; y en la política del gobierno, que también mandaba juzgar a la cúpula guerrillera, o en la introducción del informe de la CONADEP, que integraba en el relato histórico el rol del terror de la “extrema izquierda”, ese reconocimiento de la dimensión política, de la política como división, estuvo presente pero hallaría como respuesta la desaprobación bajo el nombre de la “teoría de los dos demonios”. Pero el consenso no se erigió sobre esos pocos y criticados discursos sino sobre la columna ausente de esa dimensión política.

«Sobre la mesa», Pablo Flaiszman (2015), aguafuerte – aguatinta sobre papel (57×76 cm, plancha: 40×60 cm).

De acuerdo con esta descripción, es posible apreciar un contraste con nuestros años recientes: el humanismo despolitizado de entonces es sustituido hoy por una politización de los derechos humanos. En el medio, los años del gobierno kirchnerista jugaron un rol significativo: se produjo entonces –puesto de manera sintética– una amalgama de la política de partido, la retórica revolucionaria setentista y la reivindicación de los derechos humanos en su raíz en la experiencia de los crímenes de lesa humanidad. Esa amalgama tiñó la discusión política, que se polarizó por cuenta propia, y llevó al barro de la política partidaria tanto el tema de los derechos humanos como a sus actores históricos. En este marco, se entiende mejor la nota de Paula Litvachky y Ximena Tordini. Pero debemos preguntarnos si esta impronta de la política en la reivindicación de los derechos humanos remedia aquella primera omisión de la política en el consenso post-dictatorial. Dicho en otros términos, debemos preguntarnos por el significado de lo político antes y ahora.

Si volvemos sobre el texto de referencia, podemos encontrar que el término política ya no es sólo motivo de contraste sino también objeto de una confusión. Por un lado, las autoras señalan que, luego de la imagen idealizada de un consenso de derechos humanos en la inmediata post-dictadura, “[d]urante los cuarenta años siguientes los derechos humanos han sido, son, parte de la lucha política.Para afirmar más adelante quela politización no es un mal para el ‘paradigma de los derechos humanos’ y que [e]s con más política, no con menos, que los derechos de todes pueden no solo respetarse sino realizarse. Lo contrario no ha existido nunca en la historia de la Argentina, ni siquiera en aquel momento que se postula como ideal.” La aparente contradicción deja ver en verdad una confusión en el uso de la noción de política, que permite afirmar, a la vez, que los derechos humanos se politizaron luego de su momento original y que los derechos humanos son políticos siempre.

Señalemos un acuerdo y la razón de por qué no hallamos contradicción sino confusión: compartimos grosso modo las dos afirmaciones de las autoras. No cabe duda alguna de que la reivindicación de los derechos humanos en dictadura era la respuesta política necesaria a un problema político de primer orden, y que era, además, el corazón de la vida política cuando no había, bajo el terror, casi vida política alguna. Lo mismo cuando, ya iniciada la democracia y restaurada la vida política, los derechos humanos constituyeron el tema principal de la agenda política. Y no cabe duda alguna tampoco de que, en algún momento del comienzo de siglo, las voces principales del movimiento de derechos humanos empezaron a ser una con la voz del partido de gobierno, y así seguiría, salvo excepciones, con el mismo partido aun fuera del gobierno. Podemos acordar entonces con esas descripciones generales. El problema radica que, en su argumento, ellas no extraen las consecuencias de los distintos usos de la noción de política, y de allí parte nuestro desacuerdo con la evaluación del asunto.

Desenmadejemos la confusión. Una cosa es afirmar, como creemos muchos, que los derechos humanos son una institución política, fruto de luchas históricas, y otra muy diferentes es asociar esa institución política con una parte de la sociedad, con una identidad partidaria, con el estado (volveré obre esto). En nuestra experiencia, la institución de los derechos humanos marcó, en los orígenes de la democracia, una frontera con la dictadura y con los crímenes de lesa humanidad. Pero la división que de ese modo se establecía en torno de los derechos humanos no se superponía con la división política de los actores de la democracia, es decir, no se yuxtaponía a las identidades partidarias, sino con la división entre democracia y dictadura. En efecto, aun cuando el tema hubiese sido decisivo en las elecciones de 1983 y, más tarde, hubiese sido motivo de oposición en bloque a las políticas del menemismo, el movimiento de derechos humanos mantuvo su autonomía respecto del poder político y los partidos. Y tampoco podía identificarse con el Estado, actor excluyente de las violaciones a los derechos humanos. En cambio, la amalgama que se fue forjando a comienzo de los 2000 solapaba el Estado, el partido y el movimiento de derechos humanos. De este modo, el movimiento, adhería a una visión de estado, a un partido, abandonaba su autonomía previa y contribuía, así, a instalar en el debate público-político los términos del consenso del Nunca Más subordinados a la discusión partidaria. Se solapaban así la división partidaria y la división marcada por el parteaguas del Nunca Más respecto del pasado de violaciones a los derechos humanos. El cuadro se agrava cuando observamos que el partido con el cual se adhiere estuvo al frente del estado durante 14 de los últimos 18 años. El movimiento de derechos humanos se confunde, así, con el estado –integrantes de los organismos ocupan cargos oficiales, por ejemplo– y toma partido en la competencia política.

Pongamos en perspectiva el tema del solapamiento de las divisiones. Si en el Chile post-dictadura la división política se superpuso a la división en torno de los derechos humanos, en parte porque Pinochet siguió siendo una figura institucional y políticamente poderosa y porque el pinochetismo tenía representación partidaria, en Argentina esa superposición no se produjo sino en los años del kirchnerismo pues, hasta entonces, como dije antes, la autonomía del movimiento de derechos humanos y la transversalidad de los apoyos (que para el caso del peronismo, estuvo casi ausente al menos entre sus primeras figuras) hacían imposible algo así. También la experiencia uruguaya permite la aclaración por el contraste. Allí, la vigencia de una ley de amnistía (la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado) se debió a su legitimación por las urnas al salir airosa en los desafíos que le plantearan el referéndum de 1989 y en la consulta popular de 2009. Si el Frente Amplio, y no el Partido Nacional, había participado del Pacto del Club Naval que daría legitimidad a la amnistía, luego sería el Partido Nacional, y no el Frente Amplio, el que prestaría el apoyo suficiente para la promulgación de la Ley de Caducidad. Podría parecer difícil entender, por otra parte, esa combinación de movilización electoral e impunidad de la represión en una sociedad en la que los militares no eran un actor partidario e institucional y con raigambre social como en Chile. Pero en todo caso, y más allá de las interpretaciones sobre qué acuerdos suponía el Pacto del Club Naval, el resultado de esa combinación fue el de que no se superpusiera la división político-partidaria (la representación política) y la cuestión de los derechos humanos. El ejemplo más claro acaso sea la votación de 2009 cuando, a la par de que triunfaba en las elecciones José Pepe Mujica, ex guerrillero y víctima de la dictadura, la consulta popular no lograba los votos suficientes en vistas a anular la Ley de Caducidad.

No puede decirse que la Argentina, al dar el paso de la separación entre lo político-partidario y lo humanitario a su superposición o amalgama, haya dado un giro hacia la situación chilena. No hay un videlismo en nuestro país, como sí hubo un pinochetismo en Chile. Pero tampoco la amalgama es semejante por la razón siguiente: es el movimiento de derechos humanos el que pierde legitimidad con ella y, a la par, también pierde legitimidad el propio consenso en torno de los derechos humanos. En Chile, en cambio, el paso del tiempo y el avance de los juicios, y también la conducta pusilánime y corrupta del propio Pinochet (su evidente simulación de insania; la revelación de cuentas secretas en EEUU), fueron extendiendo el consenso de los derechos humanos más allá de los partidos de la Concertación, que en el origen eran los únicos identificados con la causa.

Para concluir, querría decir lo mismo desde el punto de vista de los derechos. La novedad histórica durante la transición democrática (esta interpretación es de Isidoro Cheresky) fue el nuevo lugar legítimo de enunciación de derechos: la sociedad civil. Hasta entonces, había sido el Estado o sus gobernantes la fuente de esa legitimidad. Con los derechos humanos, la historia cambio de manera rotunda: como nunca antes, los argentinos ganamos la legitimidad de reclamar los derechos frente al poder. Ese legado estaría entrando en crisis si la defensa de los derechos humanos se somete a la lucha por el poder, es decir, si las descripciones de  Litvachky y Tordini son certeras y si las autoras toman, además, el diagnóstico de los hechos como un principio normativo para la acción y, en lugar de buscar un remedio, se orientan por la mímesis.

Apostilla sobre la neutralidad. No me he ocupado de la crítica de la neutralidad que elaboran las representantes del Centro de Estudios Legales y Sociales porque me parece que es subsidiaria de la discusión anterior. El tema abre sin embargo otra línea de interrogación. Por ejemplo, ¿podemos, en nombre de los derechos humanos (tal como se enuncia desde el CELS), abandonar la pretensión de imparcialidad –esa forma de la neutralidad– que se espera de los jueces y los tribunales? Abandonar esa pretensión sería catastrófico o, en el mejor de los casos, supondría una transformación radical de nuestra idea de la Justicia. Los famosos juicios de Moscú no fueron, por cierto, imparciales. El juicio a las Juntas, en cambio, lo fue. En ese momento, los derechos fueron universales, incluso para los peores miembros de nuestra sociedad –y lo mismo podría decirse, creo, de los juicios en curso desde 2006, y tendemos a suponer que las autoras participan de la misma creencia. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que las autoras del texto de referencia reniegan de la neutralidad. Después de todo, ellas argumentan en la tradición más clásica del racionalismo moderno, que está en la base de nuestra idea de neutralidad. Ellas construyen un argumento público; no dicen: esto es así, porque sí, porque es la línea del partido o por alguna remisión a una fuente de saber inescrutable. Más allá de la tesis defendida –una tesis, podríamos decir, particularista–, esgrimen un discurso con pretensiones de universalidad, se explican, intercambian argumentos en el espacio público. Es por eso que nos permitimos entrar en la discusión, señalar confusiones y argumentar respuestas. Es por eso también que podemos celebrar que hayan abierto la puerta a un debate esperado y necesario.

Marzo de 2021

[Una versión más breve de esta nota fue publicada en elDiarioAR.com el 29 de marzo de 2021.]