Se incluyen dos artículos de Alejandro Katz que, a partir de la coyuntura actual, buscan dar cuenta de algunos rasgos de la cultura política. En la oferta electoral se hace evidente el efecto corrosivo de años de gobiernos que han degradado la vida social, deteriorado los bienes públicos, malversado ideas y valores que han constituido la base fundamental de los regímenes democráticos.
Por un lado, la competencia por la radicalización, que dificulta la discusión racional, exhibe una retórica con dos motivos presentes en las dos coaliciones: el parche y la dinamita. El remiendo y el disimulo que permite mantener el statu quo o la dinamita que no es voluntad de reforma sino de destrucción y que finalmente no construye nada nuevo.
Esa configuración que, básicamente, se sostiene en la preservación de la situación presente, no puede ofrecer un marco para una discusión en común de un proyecto de sociedad posible.
Por otro, en el terreno de las ideas y los valores, explora las dos configuraciones, a la vez filosóficas y políticas, que han apuntalado la edificación de sociedades democráticas. el liberalismo y la socialdemocracia. Con la fórmula “ni liberales ni progresistas” señala el deterioro de esas tradiciones ideológicas que alguna vez alimentaron el debate y la imaginación política: “La degradación de las ideas socialdemócratas por el kirchnerismo reaccionario y de las ideas liberales por una derecha cada vez más iliberal es a la vez resultado y causa de la polarización política”.
Ni liberales ni progresistas
Algunos de los rasgos más notables que muchos apreciamos de ciertas sociedades democráticas -libertad individual, bienestar material, cohesión social, diversidad cultural- son tributarios de dos sistemas de ideas, a la vez filosóficas y políticas: el liberalismo y la socialdemocracia
Uno promueve la libertad civil, la tolerancia, la autonomía individual, y el otro asegura una distribución razonablemente equitativa de los bienes materiales y simbólicos, cierta igualdad en el acceso a las oportunidades educativas y laborales y la disponibilidad de bienes públicos de calidad.
El liberalismo ha sido el modo en que las personas se han podido proteger del poder del Estado; las ideas y las políticas socialdemócratas las que las han protegido del poder del mercado.
A pesar del impulso pionero de gente como Alberdi y Juan B. Justo, ninguna de esas tradiciones enraizó profundamente en nuestra cultura política. Las ideas de justicia social encarnaron principalmente en un movimiento que se reconoció antes en el nacionalismo católico y en el corporativismo que en la socialdemocracia, y las ideas liberales fueron esgrimidas o bien para la protección de las élites contra las mayorías o bien para la defensa de las libertades del mercado, con indiferencia, cuando no desdén, por las libertades civiles e individuales: no son pocos los que, denominándose a sí mismos liberales, integraron gobiernos dictatoriales o se han opuesto a la libertad y la autonomía personal en materias como la interrupción del embarazo, el consumo de drogas, la muerte voluntaria o las elecciones sexuales.
No obstante, con énfasis diferentes y con las modulaciones particulares que el contexto producía, ambas tradiciones informaron los debates públicos e inspiraron prácticas políticas locales contribuyendo a darle forma a ciertas características de la sociedad argentina: su extendido estado de bienestar y, más recientemente, la consagración de los derechos individuales.
En los últimos años, sin embargo, ambas han ido perdiendo presencia y centralidad en las discusiones políticas y, sobre todo, han visto erosionado su antiguo prestigio. Los ideales socialdemócratas fueron degradados por un progresismo reaccionario que se apropió cínicamente de conceptos que, como inclusión, justicia, derechos o igualdad, eran constitutivos de aquella ideología, mientras implementaba políticas reaccionarias concentrando el poder y la autoridad en la persona y la palabra de los jefes, manteniendo intocada la distribución de la riqueza y deteriorando los bienes públicos fundamentales.
A la vez, el frágil liberalismo argentino, que ya resultaba desde hacía largo tiempo limitado a la promoción del mercado, entró últimamente en una deriva ideológica que lo llevó a declarar su simpatía por ideas y personas que cuestionan ya no los principios liberales sino los fundamentos mismos de la democracia, y se dispuso a ser cómplice de la seducción y las promesas efectuadas por líderes que no han vacilado en calificar de “ratas” a los diputados nacionales, despreciando a la vez a los representantes de la soberanía popular y desconociendo que la animalización del adversario, las descalificaciones y los exabruptos injuriosos son el principio del autoritarismo, y en consecuencia contrarios a cualquier reivindicación liberal de la libertad.
La misma deriva que llevó a algunos de sus más conspicuos voceros a cerrar filas en la defensa de un candidato a legislador cuyas manifestaciones públicas de desprecio de grupos sociales históricamente maltratados y perseguidos difícilmente permitirían calificarlo como un liberal, tarea que acometieron con argumentos que dan cuenta de la apatía intelectual en que se han sumido, confundiendo ideas con ideología: algunos, invocando a John Stuart Mill, quisieron poner la discusión en términos de libertad de expresión, afirmando que debemos tolerar las opiniones ajenas aunque no coincidamos con ellas; otros quisieron convertir al candidato en víctima de la “cancelación”. Confundir una opinión con un ultraje denota un grave problema conceptual, a menos que se considere que el desprecio de los judíos y de los homosexuales y el maltrato de los pobres son opiniones.
Victimizarse, alegando haber sido objeto de una cancelación, es desconocer completamente qué significa esa práctica deplorable. Los candidatos a puestos electivos deben seleccionarse con base en afinidades programáticas, saberes específicos y cualidades morales. Ser rigurosos con esos criterios es responsabilidad política, y excluir a quien se aparta de ellos no tiene nada que ver con la cancelación.
La degradación de las ideas socialdemócratas por el kirchnerismo reaccionario y de las ideas liberales por una derecha cada vez más iliberal es a la vez resultado y causa de la polarización política.
En el proceso, lo que queda vacío no es el centro en términos ideológicos, sino la esfera pública, el ámbito por excelencia para el ejercicio de la ciudadanía o, más aún, para su existencia misma. Alcanzar y ejercer el poder se convierte en una práctica tribal más que democrática: se gobierna para los propios, no para una comunidad política integrada por actores que cooperan en beneficio mutuo.
Con la complicidad de los medios de comunicación audiovisuales y potenciados por las redes sociales, los protagonistas de la disputa política han venido mostrando una creciente labilidad democrática. Ofrecen, algunos, garantizar la continuidad de un statu quo que favorece a pocos a expensas de muchos; otros, proponen la destrucción del enemigo, es decir, de aquella parte del país que no forma parte de su tribu.
Extrañarse por la apatía ciudadana puede parecer ingenuo, pero a la luz de los discursos y las prácticas de los dirigentes esa extrañeza resulta en verdad cínica.
Raíces de la crisis: parche o dinamita, las alternativas electorales
Uno de los efectos más perniciosos de los casi veinte años de primacía kirchnerista en el espacio público es el descrédito en el que han caído las ideas asociadas con una visión “progresista” de la sociedad. La malversación de conceptos fundamentales de aquella tradición -igualdad, justicia, libertad, derechos- ha contribuido a desvalorizar ante buena parte de la sociedad principios que, no obstante, han contribuido de manera fundamental para la configuración de muchos de los aspectos más valiosos de las modernas sociedades democráticas. Desde la universalización de la cobertura de la salud y la educación a los derechos laborales o las jubilaciones.
Resulta imposible comprender la composición de la oferta electoral con vistas a las elecciones primarias del 13 de agosto sin tener en consideración ese efecto corrosivo provocado por una serie de gobiernos que, invocando aquellos ideales, degradaron la vida social deteriorando los bienes públicos, incrementando la pobreza, reintroduciendo la inflación y haciendo lugar al protagonismo de una inconmensurable serie de personajes de tan pobre moralidad como escasa capacidad intelectual y de gestión.
Solo así se explica que el paisaje electoral esté dominado por dos coaliciones lideradas por candidatos cuya retórica y propuestas están escoradas a la derecha.
Que ello sea así deja sin representación a amplios sectores, profesionales liberales, pequeños y medianos empresarios y comerciantes, universitarios, gente de la cultura para la cual las tradiciones socialdemócratas expresan un mejor ideal de sociedad. Pero, a la vez, lleva el discurso público a una competencia por la radicalización que dificulta la discusión racional de argumentos sobre los temas de interés común.
El paisaje electoral está dominado por dos coaliciones lideradas por candidatos cuya retórica y propuestas están escoradas a la derecha
Así, hemos visto en los meses recientes debates eminentemente absurdos sobre la dolarización de la economía o la venta de órganos, pero también sobre las cualidades de carácter necesarias para reintroducir el orden en la sociedad, un orden impreciso, vagamente asociado con la autoridad, incentivando emociones negativas como el miedo, la indignación y la confrontación con adversarios electorales devenidos enemigos.
Si la pobreza retórica de los discursos de campaña deja poco lugar para la reflexión resulta sin embargo ilustrativo indagar en la economía política de las candidaturas, en el conjunto de actores que están expresados en ellas y en los sistemas de intereses que representan.
Hay dos configuraciones bastante precisas, ambas presentes en las dos coaliciones, a las que podríamos llamar el parche y la dinamita.
El parche: ese remiendo que permite que el viejo neumático siga rodando, que disimula los agujeros en el codo del saco, las filtraciones en el caño de la cocina. El recurso para mantener el statu quo. No es un principio de austeridad, sino de disimulo. En nuestro país, ello supone la disposición a tomar las decisiones necesarias a favor de un conjunto extenso de actores, cuyas prácticas son principalmente rentistas y extractivas, o que aspiran a preservar privilegios: las industrias prebendarias de Tierra del Fuego y las promocionadas en otras regiones del país; los sindicatos que controlan ciertos mercados de trabajo; burocracias enteras que capturan rentas o, como la judicial, no pagan impuestos; gobiernos provinciales incapaces de proveer bienes sociales; clases medias y altas que gozan de subsidios en los servicios públicos; exenciones fiscales; mercados cerrados con rentabilidades garantizadas; regímenes previsionales especiales; otorgamiento de empleos sin concursos; contratos amañados de obra pública o de provisión de bienes al Estado, patrimonialismo…
No se trata de actores cuyos intereses están alineados en torno de una idea común de sociedad posible, sino fundamentalmente sobre la voluntad de preservación de la situación actual, de la que obtienen beneficios que no podrían conservar en otras configuraciones económicas, sociales y políticas, es decir, en otros entornos institucionales.
La pobreza retórica de los discursos de campaña deja poco lugar para la reflexión
Ambas coaliciones tienen defensores del statu quo. Uno y otro no expresan exactamente lo mismo: sus alianzas, sus contendientes no son idénticos, pero los dos son candidatos del parche, de la preservación del estado de cosas. La dinamita no es voluntad de reforma sino de destrucción: no construye, demuele de un modo brutal, nada sutil. Y en las dos coaliciones hay quienes se disponen a hacer estallar lo que identifican como fuente del mal.
No es casual que la metáfora de la dinamita haya aparecido en el discurso público. Combinada con expresiones como la ya clásica “vamos por todo” o la más reciente “si no es todo, es nada”, no expresa una idea de país posible para el conjunto de la población sino el triunfo de una parte sobre la otra, a la que se pretende subordinar y dominar.
Es posible que los inmovilistas, llegados al gobierno, propongan ciertas reformas, del mismo modo que los dinamitadores moderarían su voluntad de destruir: hay sectores de la sociedad que les exigirán cambios a los primeros, así como los hay dispuestos a poner límites a las tendencias más brutales de los segundos.
Pero la marca de la contienda es la ausencia de ideas, de imaginación y de capacidad de enunciar políticas para los grandes temas de nuestro tiempo. No hay referencias a la necesidad de diseñar un nuevo orden territorial, no hay presencia alguna de los problemas derivados del cambio climático, no hay reflexiones acerca de cómo la transición energética y la transición alimentaria van a afectar la base productiva y exportadora del país. No hay reflexiones acerca del tipo de integración conveniente en el nuevo orden mundial, ni acerca del impacto que en los mercados de trabajo y en el diseño general de la sociedad tendrán los desarrollos tecnológicos que, de la inteligencia artificial a la big data y la robótica, están en el centro de la preocupación de las clases dirigentes en otros países.
No hay ninguna reflexión acerca de cómo construir una sociedad más democrática, más justa y más igualitaria, ampliando al mismo tiempo la libertad y la autonomía de las personas.
Se dice que los “equipos técnicos” están trabajando en algunos de esos temas. Puede ser. Pero el déficit de gobierno en la Argentina no ha sido solo técnico sino, fundamentalmente, político. Y son los políticos los que deberían integrar, en sus visiones del mundo y del país, los temas fundamentales de la agenda.
Los cínicos también afirman que las campañas y, menos aún, las internas no son el momento adecuado para “discutir ideas” o exhibir programas, sino para movilizar al electorado. Ese manifiesto desprecio por la ciudadanía no pretende más que disimular la pobreza intelectual y política de los principales candidatos.
En la clase económica de los vuelos internacionales el pasaje se ve confrontado con la alternativa “pasta o pollo”, ambos pobremente elaborados. La comida es mala, pero al menos el avión se dirige a algún sitio. Ante las próximas elecciones, la ciudadanía se enfrenta con una alternativa igualmente pobre: “parche o dinamita”. La opción es mala, también los son los responsables del menú. Así, el país seguirá sin ir a ningún lado.
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