En febrero de este año, una mayoría sustantiva aprobó el referendo sobre la nueva Constitución de la República de Cuba, después de un proceso que llevó varios meses de debate y de su aprobación por la Asamblea Nacional. En esta nota, escrita en ese momento, Rafael Rojas analiza lo que cambia y lo que no cambia en el régimen e interroga los alcances de ese acontecimiento a la luz de la inspiración que la experiencia cubana ha ejercido en las izquierdas latinoamericanas.

De la serie «Relicarios # 13, Erika Diettes (Instalación, técnica mixta, 2011-2015)

Faro tumbado, una pieza de Los Carpinteros, un colectivo compuesto por dos artistas cubanos, consiste en un faro caído, dispuesto en la mitad de una sala de museo. La torre proyecta una luz brillante que se alarga a ras de suelo.

Esta obra capta con nitidez lo que ha sucedido en la relación entre América Latina y Cuba: el faro cubano ha caído y la luz que antes emanaba de la isla hacia la región ahora empieza a ir en sentido inverso.

El referendo constitucional del domingo 24 de febrero —el primer ejercicio más o menos democrático de la isla en casi medio siglo— es una muestra de ello: las democracias latinoamericanas (con sus aciertos y limitaciones) empiezan a influir en la pequeña isla del Caribe que durante seis décadas exportó la idea dominante de izquierda en la región.

La Revolución cubana ofreció a América Latina una vía para llegar al poder (la lucha armada) y un modo de enfrentar los graves problemas económicos y sociales de la región (el socialismo). Pero la alternativa cubana se volvió obsoleta muy pronto: con el cambio de siglo, la izquierda latinoamericana comenzó a reducir la influencia cubana a un apoyo retórico o económico en la “lucha contra el bloqueo” de Estados Unidos.

Cuba fue una inspiración para las izquierdas latinoamericanas y la metáfora de la isla como “faro luminoso de la lucha antimperialista” se incrustó en el imaginario durante la Guerra Fría. Pero en la práctica nunca fue un modelo de gobierno ni un modelo constitucional que se replicara en otros países. A sesenta años del triunfo de la Revolución, Cuba se quedó sola. Y es tiempo de que empiece a homologarse de una vez por todas con las democracias de América Latina.

Ese fue uno de los objetivos detrás de las reformas a la constitución cubana (que incorporará 229 artículos), que casi con total seguridad serán refrendadas hoy con la victoria del sí. Con este resultado, la constitución empieza a cambiar y se hace un poco más inclusiva. Pero no cambia lo suficiente ni cambia en lo más importante.

Además de la preservación del partido único y la elección indirecta del jefe del Estado, la nueva constitución reproduce las trabas al crecimiento del sector no estatal de la economía, a la autonomía de la sociedad civil y a los derechos de las comunidades negra, LGBTQI y ambientalista. La cubana sigue siendo una constitución tan distante de los proyectos de izquierda democráticos de América Latina como del socialismo de mercado chino o vietnamita.

Los gobernantes cubanos no se atreven aún a optar plenamente por el camino democrático. Y si no lo hicieron cuando predominaban los gobiernos de izquierda, durante la primera década del siglo XXI, menos lo harán ahora, cuando asciende una nueva derecha en el continente. Una vez más, la trama geopolítica sirve de subterfugio al inmovilismo del poder cubano.

Esta es una mala noticia para Cuba: en vez de caminar hacia la democracia, se resigna a ser un museo de la Guerra Fría, con una constitución anacrónica y un modelo de gobierno que en la práctica nunca funcionó.

Luego de la entrada de los barbudos de la Sierra Maestra en La Habana, en enero de 1959, la isla se convirtió en la evidencia de que un diminuto grupo de revolucionarios era capaz de armar una guerrilla con base social campesina y derrotar una dictadura militar de derecha. Ese modelo tuvo un impacto decisivo en América Latina e intentó replicarse a lo largo del continente.

La juventud de la región, lo mismo bajo dictaduras como las de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana y Miguel Ydígoras Fuentes en Guatemala, o democracias como las de Rómulo Betancourt en Venezuela y Alberto Lleras Camargo en Colombia, adoptó la vía armada por influencia o instrucción de Fidel Castro y Ernesto Guevara, quienes se convirtieron en los jefes definitivos del socialismo continental.

Del Caribe al Cono Sur, de México a los Andes, las izquierdas nacionalistas, populistas o católicas, y algunos partidos comunistas, transitaron a un marxismo guerrillero más antimperialista y descolonizador que prosoviético.

La lista de guerrillas latinoamericanas diseñadas por el equipo del comandante Manuel Piñeiro en La Habana es larga, pero basta mencionar las que el Che Guevara citaba en su famoso “Mensaje a la Tricontinental”: las de Jorge Ricardo Masetti en Argentina; Luis de la Puente Uceda y Guillermo Lobatón en Perú; Turcios Lima, César Montes y Yon Sosa en Guatemala; Camilo Torres y Manuel Marulanda en Colombia; Fabricio Ojeda, Douglas Bravo, Pompeyo Márquez y Américo Martín en Venezuela.

Sin embargo, una historia política más precisa de la influencia del modelo cubano en América Latina arroja que, si bien buena parte de la izquierda siguió la teoría del foco guerrillero, en cuanto llegó al poder no reprodujo el método político cubano: postergación indefinida de elecciones, concentración del poder, alianza con los soviéticos, instauración de un Partido Comunista único, restricción de libertades, fusilamientos, prisión de opositores.

Ninguno de los gobiernos de la izquierda latinoamericana durante la Guerra Fría (João Goulart en Brasil, Salvador Allende en Chile, Juan Velasco Alvarado en Perú o el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua) adoptó el modelo cubano.

Ni siquiera los sandinistas lo hicieron, a pesar de haber derrocado a Anastasio Somoza por medio de una revolución armada en 1979. Incluso desde la organización guerrillera, los sandinistas se apartaron de la experiencia cubana, aunque mantuvieron una colaboración estrechísima con La Habana. El propio Fidel Castro aconsejó a Daniel Ortega y a los líderes nicaragüenses que no siguieran la ruta cubana y optaran por una modalidad más flexible de economía mixta y pluralismo político, como la que se plasmó en la constitución sandinista de 1987.

Mientras Fidel Castro sobrevivía al colapso del socialismo en Europa del Este y a una hostilización desde Estados Unidos, la izquierda latinoamericana, desde la más moderada hasta la más radical, apoyaba a Cuba en el discurso (e incluso económicamente, como el caso de Venezuela). Pero pese a sus afectos hacia La Habana y a los Castro, las izquierdas de la región siguieron las reglas democráticas de sus países. Esa inserción en los sistemas electorales de cada país fue la que permitió la llegada al poder por vías democráticas a Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil o Tabaré Vázquez en Uruguay.

Con los gobiernos de la izquierda se repitió la paradoja de la Guerra Fría: todos fueron solidarios con Cuba, amigos y aliados de Fidel y Raúl Castro, pero ninguno, ni siquiera el gobierno de Hugo Chávez en el momento más radical del autoproclamado “socialismo del siglo XXI”, entre 2005 y 2010, reprodujo las pautas institucionales del sistema cubano.

El faro de la Revolución cubana ha colapsado, pero la dirigencia de la isla, ya sin un Castro en el poder, no quiere reconocerlo.

La nueva constitución no incorpora lo mejor del constitucionalismo latinoamericano de izquierda de los últimos años y persiste en un marco jurídico todavía muy endeudado con el modelo soviético. A treinta años de la caída del Muro de Berlín, y en medio del fracaso de sus aliados bolivarianos, Cuba sigue sin ser una democracia constitucional.

 

Publicado originalmente en The New York Times, el 25 de febrero de 2019.