La narrativa liberal sobre los derechos humanos consideraba que, una vez establecidas las normas legales que los protegieran, las realidades concretas se acomodarían a aquellas normas. Para esa concepción, la Corte Penal Internacional y la doctrina de la Responsabilidad de Proteger debían ser, en consecuencia, los instrumentos que garantizaran el imperio de los derechos humanos. Pero la actual deriva de la democracia hacia el autoritarismo, dice en este artículo David Rieff, puso en evidencia las «expectativas excesivas» puestas sobre ambos instrumentos y la necesidad de regresar a la «revolución de la preocupación moral» que dio origen al movimiento de DDHH.
No caben dudas de que el movimiento de derechos humanos se enfrenta a la mayor prueba desde que, en la década de 1970, apareció como un participante principal del orden internacional. Un barómetro de la crisis son los ensayos que Kenneth Roth, el director ejecutivo de Human Rights Watch, escribe como introducción a los informes anuales de la organización. Debemos remontarnos a 2014 para encontrar a Roth escribiendo de un modo relativamente optimista sobre el futuro de los derechos humanos en el mundo. El informe de ese año se formuló con los términos positivos de su título: “Deteniendo las atrocidades de masas, el acoso de las mayorías y el contraterrorismo abusivo”. En 2016, reflexionaba acerca de “cómo la política del miedo y el aplastamiento de la sociedad civil ponen en peligro los derechos globales”. Y el año siguiente, Roth advertía a los simpatizantes de Human Rights Watch que el ascenso del populismo “amenaza con revertir los logros del movimiento moderno de derechos humanos”. Aunque en el informe de 2018 Roth afirma que la situación no resultaba tan mala como en los tres años previos, no deja dudas de que de hecho seguía siendo muy mala. Roth concluye que “una evaluación justa de las perspectivas mundiales de los derechos humanos debe generar preocupación más que renuncia, ser una llamada a la acción antes que un grito de desesperación”.
Quitemos el lenguaje activista y lo que aparece es un movimiento de derechos humanos forzado a volver a pelear las batallas que alguna vez pensó ganadas. Human Rights Watch no es la única organización que pide que sus simpatizantes se comprometan plenamente. En su informe 2017-2018 Amnistía Internacional afirma: “El año pasado, los líderes alentaron el odio, lucharon contra los derechos, ignoraron crímenes contra la humanidad, y alegremente permitieron que la desigualdad y el sufrimiento se instalaran sin control”. Pero, como Roth, los autores del informe de Amnistía concluyen que “aunque nuestros desafíos nunca fueron mayores la voluntad de combatir es igualmente firme”.
La pregunta es entonces cómo las más destacadas organizaciones internacionales de derechos humanos parecen no haber percibido la tormenta en ciernes hasta que, con el ascenso del populismo en Europa, esta las alcanzó. Por supuesto, por fuera del movimiento de derechos humanos, los estudiosos y críticos del mismo -como Stephen Hopgood, Samuel Moyn y Eric Posner- ya habían predicho que el legalismo de ese movimiento ya no era suficiente. En la narrativa liberal de los derechos humanos está implícita la idea de que una vez establecidas las normas legales, las realidades en el terreno eventualmente se ajustarán a aquellas. Se trata de una aproximación legal en la que simplemente no hay lugar para la idea del académico alemán Carl Schmitt de que la ley no se encuentra por encima de la política sino que es inseparable de ella. Así, una vez que se puso en marcha lo que el escritor Michael Ignatieff llamó “la revolución de la preocupación moral” posterior a la Segunda Guerra Mundial, para el movimiento de derechos humanos la cuestión fue cuándo un sistema internacional basado en los derechos humanos habría de prevalecer en todo el mundo -y no de si ese sistema iba, efectivamente, a prevalecer.
Sin embargo, y al menos por el momento, el Brexit, la presidencia de Donald Trump, y el constante ascenso de China han desarmado la narrativa del movimiento de derechos humanos según la cual el progreso es inevitable.
Nada es inevitable en la historia -excepto por supuesto, antes o después, la mortalidad de toda civilización – y tanto Human Rights Watch como Amnistía tienen razón de negarse a aceptar la derrota. Es posible, aunque no probable, que el movimiento de derechos humanos sea más efectivo al ponerse colectivamente de espaldas contra la pared: una subterránea iglesia disidente como lo fue en sus comienzos, más que una iglesia secular del liberalismo global como lo fue durante su apogeo. Lo que es claro, sin embargo, es que el equilibrio de poder global se ha inclinado en dirección contraria a los gobiernos comprometidos con los derechos humanos y a favor de aquellos que son indiferentes o activamente hostiles a ellos. En este último campo caen, muy evidentemente, China, Rusia, Turquía, Filipinas y Venezuela. Roth lo admite cuando, en el informe de 2018, habla de poderes que “se han retirado” de la batalla por los derechos humanos, aunque él mantiene alguna esperanza de que naciones pequeñas y medianas llenen ese vacío.
El movimiento de derechos humanos ha sido renuente, sin embargo, a aceptar alguna responsabilidad por la posición enormemente debilitada en la que se encuentra. Era predecible. Si sus expectativas son milenaristas –cuando uno cree que hay un lado correcto de la historia, el suyo, está seguro de que el lado equivocado está destinado a fracasar- es improbable que el escepticismo sobre el proyecto de los derechos humanos, por no hablar de las voces de oposición, influyan en sus posiciones. Dada esta perspectiva, ¿por qué considerar cualquier cambio que vaya más allá de ajustes tácticos? Esto es lo que el propio Ignatieff, uno de los defensores más importantes de la comunidad de derechos humanos, advirtió en su premonitorio libro de 2001, Human Rights as Political Idolatry. “En los próximos 50 años”, escribió, “podemos esperar que el consenso moral que sostuvo a la Declaración Universal [de Derechos Humanos] en 1948 se desintegre aún más… No hay razón para creer que la globalización económica comporte globalización moral.”
Pero éste parece haber sido precisamente uno de los principales motivos de lo que un simpatizante del movimiento de derechos humanos llamaría su serenidad moral y un escéptico su arrogancia. En ningún aspecto fue esta arrogancia más evidente que en el destino de las estructuras y los marcos institucionales creados para permitir intervenciones autorizadas internacionalmente y patrocinadas por los estados para prevenir genocidios, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra o para pedir que los culpables de esos horrores rindieran cuentas.
El primero de estos marcos es la Corte Penal Internacional (CPI) establecida en 2002. El segundo es la así llamada doctrina de Responsabilidad de Proteger (R2P, Responsibility to Protect), que las Naciones Unidas adoptaron en la Cumbre Mundial de 2005 y reconfirmaron en 2009. R2P estableció una compleja serie de medidas no violentas que deben instrumentarse antes de recurrir a la intervención militar internacional por derechos humanos o motivos humanitarios. La fuerza, de acuerdo con los impulsores de R2P, sólo puede ser usada si hay una razonable probabilidad de éxito y a la vez la respuesta es proporcional. Pero en tanto norma vinculante internacional, obliga no obstante a las potencias extranjeras, aunque solo si son autorizadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a intervenir para detener un genocidio o crímenes que impliquen atrocidades masivas en países en los que o bien el gobierno en cuestión está cometiendo los crímenes o es incapaz de evitar que esos horrores continúen.
Las pretensiones tanto de R2P como de la CPI fueron radicales. Uno de los principales arquitectos de R2P, el ex ministro de Relaciones Exteriores australiano Gareth Evans escribió que su surgimiento nos puso mucho más cerca de “terminar con las atrocidades masivas de una vez y para siempre”. La promesa contenida en el “Nunca Más” -acuñado primero por los prisioneros del campo de concentración de Buchenwald justo después de su liberación y repetida hasta el infinito, aunque huecamente, desde ese momento de 1945- iba por fin a volverse realidad. Las expectativas respecto de lo que iba a lograr la CPI fueron apenas menos extravagantes. Cuando se firmó el Estatuto de Roma, el tratado que pavimentó el camino hacia la Corte, el entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, lo celebró como “un regalo de esperanza a las futuras generaciones y un gigantesco paso adelante en la marcha hacia la universalización de los derechos humanos y el imperio de la ley”. De hecho, concluía Annan, “es un logro [que] sólo unos cuantos años atrás nadie hubiera imaginado posible”.
Pero solo unos años después tanto R2P como la CPI parecieron solo eso: doctrinas que no son posibles en el mundo tal como es actualmente. Algunas de esas heridas fueron autoinfligidas. Políticamente, fue un error grave de parte del primer jefe de la CPI, Luis Moreno Ocampo, aparecer focalizando sus investigaciones casi exclusivamente en el África -aun si estaba en lo correcto desde un punto de vista legal, dado que una desproporcionada cantidad de tempranos recursos ante la Corte provinieron de los propios gobiernos africanos. El resultado fue una percepción muy extendida de que África fue injustamente elegida como blanco. En 2017, varios países africanos intentaron organizar una retirada masiva de la CPI por parte de miembros de la Unión Africana. El hecho de que ese intento haya sido neutralizado no indica, sin embargo, que la crisis de legitimidad de la CPI en África esté superada. Y la obligación global, articulada en la R2P, de actuar militarmente in extremis para detener atrocidades masivas tuvo lugar solo una vez: en Libia en 2011. Pero la intervención en Libia para proteger a la población civil rápidamente derivó en un cambio de régimen – cuestión admitida desde entonces solo por una minoría de partidarios de la R2P. La visión ampliamente compartida por los defensores de la R2P es, en cambio, que la intervención en Libia fue correcta, y que solo hubo fallas de implementación. Más allá de si esa acción fue correcta o incorrecta, hay muy poca posibilidad de otra intervención R2P en el futuro previsible. Siria, Yemen y la limpieza étnica de los rohingya en Myanmar lo han demostrado dolorosamente.
Razones morales y políticas más profundas explican por qué la CPI y la R2P fracasaron en estar a la altura de lo que, retrospectivamente, parecen expectativas excesivas respecto de lo que podrían haber conseguido. En el caso de la CPI, la corte fue creada sin una fuerza policial que cumpla sus instrucciones. Es más: muchos de los estados más poderosos del mundo -China, Estados Unidos, India y Rusia- no ratificaron ni adhirieron al Estatuto de Roma. Una institución legal que solo está en posición de apuntar a criminales de guerra que no gozan de la protección de los estados poderosos a lo sumo puede ser efectiva de vez en cuando. También tendrá su legitimidad cuestionada, no importa cuántas otras naciones la reconozcan oficialmente. Legitimidad y legalidad, por supuesto, no necesariamente van juntas. La intervención en Libia fue legal; la intervención en Kosovo en 1999 no lo fue. Es cualquier cosa menos descabellado creer que la primera fue moralmente ilegítima y la última realizada sobre una base moral mucho más firme. Una institución basada en un doble estándar, como parece que seguirá siendo la CPI en el futuro próximo, no puede ser considerada seriamente como una instancia clave en el camino hacia la justicia universal.
En el caso de la R2P, las facetas no militares de la doctrina resultaron exitosas en una cantidad de instancias. Annan invocó la R2P en sus negociaciones extraoficiales con el gobierno de Kenya después de los letales disturbios que estallaron durante las elecciones nacionales a fines de 2007, que casi condujeron a la guerra civil. Pero por útil que haya sido como herramienta de negociación de Annan en Kenya, la R2P no ha transformado la diplomacia clásica. Su fuerza moral proviene, en cambio, de su pretensión de ser capaz de detener genocidios y atrocidades masivas. Los defensores de la R2P y de la CPI pueden argumentar que en el largo plazo el mundo será mejor en la medida en que la corte y la doctrina lleven eventualmente a las deseadas transformaciones en el terreno. Pero ese es, precisamente, el mismo supuesto erróneo que arrojó a la crisis al movimiento de derechos humanos apenas la democracia retrocedió en el mundo. Tanto la CPI como la R2P fueron, desde el comienzo, ideas irrealizables para el mundo en que vivimos y en el que el autoritarismo se está haciendo cada vez más fuerte.
Por lo tanto, no son suficientes las convocatorias a la acción por parte de los activistas de derechos humanos, dado que el alejamiento de la democracia hacia el autoritarismo puede ser resistido, pero es sumamente improbable que se revierta en un futuro previsible. Si el movimiento de derechos humanos tiene algún tipo de futuro, este debe consistir en defender lo que queda de la “revolución de la preocupación moral” de Ignatieff, sin pretender, al menos por ahora, que pueda extenderse mucho más allá.
Este artículo apareció en la edición de abril de 2018 de Foreign Policy. Se publica en La Mesa con autorización del autor.
Traducción de Alejandro Katz e Hilda Sabato
Los comentarios están cerrados.