En esta columna de opinión publicada en el diario La Nación, Roberto Gargarella analiza los vicios y virtudes de la nueva Constitución chilena que, de ser refrendada por la ciudadanía el próximo 4 de septiembre, reemplazará la vieja y tutelar Constitución pinochetista. Gargarella despeja los temores de quienes ven un horizonte de incertidumbre jurídica, subraya la tardía modernización en términos de derechos y lamenta – en caso de no ser aprobada- que se deje pasar una oportunidad que permitiría idear una nueva y más democrática organización del poder y por ende, de la sociedad chilena en su conjunto.

Los convencionales constituyentes de Chile completaron la redacción de un nuevo documento constitucional, llamado a cumplir una función histórica. El proyecto se propone dejar atrás la Constitución elaborada durante los tiempos de Pinochet y, con ella, los “cerrojos” remanentes que formaban parte de su legado. La “Constitución de Pinochet” fue redactada por una pequeña elite, comandada por el jurista Jaime Guzmán, quien, en 1979, defendió su proyecto como un modo de cerrarles el camino a sus “enemigos” políticos. En sus palabras: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”. Pues bien, el 4 de septiembre, Chile tendrá la oportunidad de poner fin a ese lamentable capítulo de su historia, optando por una Constitución digna, decente y moderada, en línea con todas las constituciones modernas.

Desde un comienzo, la nueva Constitución propuesta fue objeto de ataques por parte de quienes, sin conocer su redacción final, comenzaron a hablar de ella como implicando “un salto al vacío”. La idea de “salto al vacío” constitucional resulta insólita, por muchas razones: no se conocen casos de países que hayan quebrado o caído al vacío por (ni fundamentalmente por) una nueva Constitución; el texto de la propuesta chilena nace (y esta sería mi principal crítica a esta) demasiado “viejo”; y si algún “caos jurídico” puede preverse, es el que se seguiría de votar por “no” a esta propuesta (¿habría que iniciar, entonces, un nuevo proceso constituyente? ¿Habría que volver a vivir bajo una Constitución con la que casi nadie se siente identificado?). La idea de “salto al vacío” desconoce a sabiendas la naturaleza de las relaciones entre Constitución y sociedad: si ha habido situaciones de violencia y caos en la Latinoamérica de estos años, eso ha tenido poco que ver con las constituciones vigentes y mucho, en cambio, con los delirios propios de algunos de sus dirigentes –dirigentes que actuaron, habitualmente, en violación de las constituciones de sus países (como el presidente Evo Morales, quien pretendió forzar una tercera reelección que la Constitución impedía; o el presidente Correa, que impulsó proyectos mineros en contra de la constitucional decisión ciudadana de impedirlos)–.

Lo dicho no niega el hecho de que, en el caso de Chile, el procedimiento de redacción constitucional fuera muy imperfecto, en parte como producto del extraordinario (en todo sentido) torbellino cívico que desembocó en el reclamo de una nueva Constitución: la Constituyente fue, en buena medida, hija de una caótica etapa de protestas y disputas sociales (iniciada en octubre del 2019), que desembocó en una elección de convencionales marcada por el repudio hacia la vieja política. La Convención resultó así compuesta por pocos representantes de los partidos tradicionales (lo que dificultó al extremo la formación de consensos), y un amplio archipiélago de activistas, militantes, líderes de movimientos sociales y, cabe admitirlo también, personajes más bien caricaturescos que terminaron por ocupar lugares protagónicos en las diversas comisiones en que quedó dividida la Convención.

A partir de lo dicho, se entiende que muchas personas miraran a la asamblea con desconfianza, fijadas –por decisión propia– en las varias anécdotas –menores, pero aun así ridículas– que decoraron a la Constituyente. Sin embargo, a esta altura, aquellos pruritos, en parte razonables (el miedo de que las anécdotas ridículas resultaran traducidas en un texto final también ridículo), ya no se justifican. Primero, porque hoy se conocen los detalles más finos acerca de cómo funcionó la Convención (un procedimiento austero, con una mayoría de convencionales que dedicaron largas jornadas sin noches a acordar un texto común), y segundo, porque ya se ha hecho pública la depurada sustancia del proyecto. En efecto, la Comisión de Armonización (comisión que se encargó de pulir, integrar y depurar la redacción constitucional que resultara de las varias comisiones en que se dividió la Convención) redujo en 127 artículos la propuesta inicial (el texto pasó de 499 a 372 artículos), eliminó contradicciones y redundancias, y pulió el lenguaje de la Constitución. Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto.

Sobre sus problemas, diría que son los mismos que, hace décadas, identifico con el constitucionalismo regional: una obsesión por la incorporación de “nuevos derechos”, que termina expresada en una lista de derechos (el Bill of Rights) que se expande y renueva en desmedro de –y de espaldas a– una organización del poder (la “sala de máquinas”) que permanece demasiado parecida a sí misma. La estructura institucional sigue estando demasiado en línea con el modelo “tradicional” (poderes concentrados en el presidente, un Senado –ahora, Cámara de Regiones– todavía fuerte, un Poder Judicial algo vetusto que se “renueva” con un Consejo de la Magistratura, por ejemplo). Se trata de dificultades en absoluto ajenas a la Constitución de 1980. Por tanto, y contra lo que dicen sus críticos, el riesgo no es el de una “revolución de los derechos”, sino el de que esos derechos no lleguen a ganar vida en la práctica, al quedar dependientes de la discrecionalidad del presidente y de los viejos poderes. El problema constitucional en cuestión, por lo tanto, se debería a “lo poco”, y no a “lo mucho”: no a que se fue “demasiado lejos”, sino a que permaneció “demasiado cerca.”

¿Por qué, a pesar de estos reparos, convendría votar por el “sí”? Por multitud de razones. Primero, por razones de legitimidad democrática: cuesta entender que alguien prefiera mantener el legado jurídico de Pinochet, pudiendo optar por un texto de origen impecablemente democrático. Segundo, porque la propuesta elimina “trabas” o “trampas” remanentes del pinochetismo (i.e., el control judicial preventivo). Tercero, porque la nueva Constitución pone a Chile en línea con el constitucionalismo moderno: la de Chile era una Constitución “anómala”, que no incluía los derechos sociales, económicos y ambientales que casi todos los países de Occidente –de México a Alemania– incorporaron desde hace décadas (países que no sufrieron ningún estallido por constitucionalizar derechos; más bien lo contrario, Chile los sufrió en reclamo de ellos). Cuarto, porque el texto reconoce a los pueblos indígenas, que el viejo constitucionalismo no quería ni mirar: dicha ofensiva omisión se remedia ahora a través de instituciones (i.e., la consulta previa) consistentes con acuerdos internacionales (i.e., el Convenio 169 de la OIT), que rigen cómodamente en la región desde hace 30 años. Quinto, porque busca dejar atrás una (tan innegable como objetable) organización territorial centralista y autoritaria, en favor de un esquema más descentralizado (regionalista). Sexto, por su origen y vocación paritaria y ambientalista.

Contra lo que soñaba Alberdi, las constituciones carecen de “el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.” En tal sentido, lo que –esperamos– se apruebe en septiembre no será un “punto de llegada”, sino, más bien, un promisorio punto de partida, a partir del cual Chile podrá comenzar a construir, no una “casa” ni “palacios”, sino una comunidad digna, en la que todos puedan cohabitar, con genuino orgullo.