La crisis social y económica que, en un nuevo ciclo, transita la Argentina es la manifestación más incisiva de un problema más amplio: la imposibilidad colectiva de cooperar en vistas a un futuro común. La imprevisibilidad cada vez mayor, de más corto plazo, nos dice Alejandro Katz, expresa la ruptura de lazos de solidaridad, pero también la defección de las clases dirigentes de la tarea de ofrecer la imagen de un futuro deseable. Contracara y condición de posibilidad, la estabilidad política, sugiere el autor, brinda el marco para incertidumbres económicas y sociales, actores políticos sin imaginación ni audacia y soluciones individuales por fuera de la comunidad.

Un cartel fijado en la puerta de un negocio anunciaba, hace algunas semanas, en los momentos en que la distancia entre el tipo de cambio oficial y el paralelo no paraba de aumentar: “Cerrado por falta de precios”. El propietario podría haberlo expresado de otro modo: “El cortísimo plazo se ha vuelto imprevisible”.

En efecto, el regreso de una inflación extremadamente elevada provoca una vez más que la sociedad argentina haya visto colapsado el espacio temporal en el cual es posible tomar decisiones, es decir, ha visto cancelado el futuro, entendido no como algo que ocurrirá por el puro transcurso del tiempo, sino como el sitio en el que la acción humana, con más o menos intención y más o menos eficacia, ve realizados algunos de sus propósitos. No un sitio al que se llega, sino un sitio que se construye colectivamente.

La relación de nuestra sociedad con el futuro es problemática desde hace mucho tiempo. La recurrencia de crisis económicas, cuya frecuencia es considerablemente mayor que en otros países de la región y que ha conducido a que desde 1969 se cambiara cinco veces de moneda, una inflación que, en el último siglo, fue del 105% anual en promedio, son algunas de las razones que dificultan a los actores individuales y colectivos proyectarse en un futuro imaginado y deseable. Pero, a la vez, en un proceso interactivo que se autogenera y amplifica, la imposibilidad de cooperar para realizar propósitos comunes es también causa de esas crisis.

Esa dificultad de coordinarse para cooperar en beneficio mutuo plantea, para decirlo con una expresión de Norbert Elias, un déficit civilizatorio entre nosotros, en la medida en que uno de los propósitos fundamentales de la construcción de esa inmensamente compleja forma de sociabilidad que permite vivir juntos a individuos no vinculados entre sí por lazos de parentesco ni, en los tiempos modernos, por creencias compartidas ni visiones del mundo comunes es, justamente, la reducción de la incertidumbre respecto del futuro.

Si en una interpretación elemental de ese propósito es posible decir que se trata fundamentalmente de evitar la violencia en la competencia por recursos, los instrumentos diseñados para reducir ese riesgo -lenguajes abstractos, instituciones, técnicas, tradiciones- han convertido a la nuestra en una cultura de control del futuro

En ese escenario tienen un sitio predominante los instrumentos vinculados con la gestión de riesgos (financieros, ambientales, de accidentes), los desarrollos de tecnologías de prevención de enfermedades; el diseño de sistemas de garantía de ingresos cuando no hay posibilidad de generarlos como consecuencia del avance de la edad hasta los mecanismos de cobertura ante situaciones de desempleo o enfermedad o los ingentes esfuerzos realizados para prever lo que vendrá: de la meteorología a la geopolítica, de la evolución de los mercados a la demografía o a las colisiones de material planetario sobre la Tierra.

Que ello sea así no debe sorprender: tanto la biología y la psicología evolutiva como la teoría de juegos han probado que quienes ganan son aquellos que colaboran, y los resultados de la colaboración se verifican siempre en el largo plazo. Medir el éxito en términos de la fortuna de un solo actor es irracional: el destino de cada uno, contrariamente a lo que sugiere una rústica filosofía política, depende del destino de la comunidad política de la que se forma parte.

 

En algunos aspectos, nuestro país no tiene un desempeño demasiado malo. Comparados con países de la región, los niveles de violencia interpersonal son reducidos, y la estabilidad política, cuando menos en las últimas cuatro décadas, es elevada: salvo enclaves particularmente complejos, las posibilidades de que alguien sea víctima de agresión física al salir a la calle son relativamente escasas, y la sucesión política se resuelve de modo ordenado, periódico y previsible. Así, las dos principales fuentes de incertidumbre colectiva -la estabilidad política y la seguridad personal- tienen un piso razonablemente alto.

Sin embargo, a pesar de ello nuestro país sufre una crisis endémica respecto de la gestión del futuro, una dificultad aparentemente insoluble de dar previsibilidad, de permitir que individual y colectivamente sea posible organizar el tránsito entre un presente conocido y un destino deseado. Por una parte, como hemos señalado más arriba, la volatilidad económica provoca un colapso sistemático del horizonte temporal, con efectos nocivos en la vida individual y colectiva de la sociedad. En el extremo, la consecuencia más evidente de dicha volatilidad es la generación de niveles siempre crecientes de pobreza y la conversión de quienes están en esa situación de privación material y simbólica en individuos cuyas vidas se asemejan pavorosamente a la de los cazadores y recolectores, con una prácticamente nula certeza acerca de la capacidad de proveerse cada día las calorías mínimas para la subsistencia; de acuerdo con la FAO, el 37% de la población padece inseguridad alimentaria: la idea misma de futuro queda así conculcada.

Pero, sin el dramatismo de quienes están en esa situación, la inestabilidad macroeconómica repone el sentimiento atávico según el cual el porvenir, vuelto nuevamente impredecible, es ante todo una fuente de amenazas y no el sitio en el cual realizar expectativas y cumplir proyectos.

Lo que los economistas denominan “formación de activos externos”, o, más llanamente, la extendida costumbre de ahorrar o intentar hacerlo en moneda extranjera es un indicador de la dificultad de imaginar un futuro común. Si el ahorro es la posposición de satisfacciones presentes a cambio de la producción de certezas futuras -privarse de consumo inmediato para poder hacer frente a dificultades eventuales o para poder cumplir proyectos más adelante-, ahorrar en una moneda diferente de la propia expresa la falta de voluntad de compartir el futuro con los miembros de la comunidad de la que presuntamente se forma parte: tenemos un presente juntos, pero la búsqueda de certidumbre para nuestro porvenir la hacemos depender de otros, desconocidos, lejanos.

De este modo, cada uno tiene la percepción de que su destino queda desacoplado del de quienes lo rodean. Al perder así los vínculos de solidaridad se desvanecen también los incentivos para actuar y pensar cooperativamente. Nos vamos volviendo, por el contrario, predadores en territorio ajeno, dispuestos a extraer todo lo posible en lo inmediato, indiferentes al deterioro posiblemente irreversible que eso produce en el futuro. (Las también reiteradas crisis de deuda son un indicador preciso de la conducta extractiva, dado que, a la inversa del ahorro, significa el consumo presente de recursos futuros).

No es fácil decidir si la imposibilidad de construir algo en común es resultado de esa conducta extractiva, o si, por el contrario, buscamos las certezas futuras afuera por la imposibilidad de tener un proyecto colectivo. Como todo fenómeno complejo, sus causas son múltiples y seguramente unas refuerzan a las otras.

Lo cierto, en cualquier caso, es que desde hace mucho tiempo nuestro país no encuentra, como se dice, un rumbo. A los bandazos entre ideas políticas que no solo se han probado fracasadas, sino que asombran por su formulación rudimentaria y tosca, la tarea principal que se dan quienes tienen cuotas relevantes de poder es intentar impedir -habitualmente con éxito- que nada cambie, instalándonos en un presente perpetuo que es, sin embargo, puro deterioro.

Carentes de imaginación y audacia, y desprovistos de la disciplina necesaria para indagar junto con los otros las alternativas posibles para construir un futuro mejor, los actores políticos han abandonado toda pretensión de pensar más allá del presente.

Ir hacia el futuro es lo que permite no solo estimular las energías colectivas para que actúen coordinadamente; no solo es, al ampliar el horizonte de las expectativas individuales y colectivas, incrementar la autonomía de las personas; es también, al proponer una imagen compartida de lo que vendrá, establecer un sentido hacia el cual orientarse y en el cual orientarse.

Sentido en la doble acepción de la palabra: la dirección hacia la que nos dirigimos, y el significado de lo que hacemos. Vivir juntos, vivir con extraños con los que no compartimos ni los genes ni las creencias, es un esfuerzo inmenso. Merece la pena hacerlo cuando estamos dispuestos a cooperar con ellos en aras de un destino mejor, merece la pena si somos capaces de hacer algo diferente que dar testimonio del paso del tiempo: el futuro no es lo que llega, es lo que hacemos o dejamos de hacer. Pero carente de compromiso con el futuro, nuestra sociedad ha perdido el sentido: no sabe hacia dónde va, ni entiende para qué vivimos juntos.