A la luz de la revuelta popular del 11 de julio en La Habana y en otras ciudades del interior de la isla de Cuba, el ensayista Armando Chaguaceda reflexiona en torno a las resistencias que amplios sectores de nuestras sociedades despliegan para negarse a reconocer aquello que ocurre frente a sus ojos. Él reconoce y analiza en su texto tres velos o barreras epistémicas que podrían sintetizarse bajo la idea de limitación fáctica, epistémica y volitiva, concluyendo que no querer saber sobre lo que hoy sucede en Cuba revive los peores lastres, epistémicos y cívicos de la izquierda global, una actitud que contribuye a retrasar la comprensión y solución del problema que hoy enfrenta la sociedad cubana
En entornos autoritarios, tres barreras se interponen ante el acceso social al conocimiento. Aquí las denominaremos —identificándolas con actitudes concretas—: poder ver, saber ver y querer ver. Antecedidas por la negación (no poder, no saber, no querer) que enfatiza el carácter restrictivo del proceso.
La primera limitación, fáctica, la llamaremos: no poder ver. Sucede cuando son inexistentes —o muy limitadas— las formas de acceder a cualquier información no avalada por la autoridad. La Cuba predigital era un terreno dominado, en lo fundamental, por la imposibilidad de poder ver. Para la inmensa mayoría de la población —no perteneciente a la élite— no había oportunidad de acceder, en tiempo real o diferido, a un conocimiento distinto al del Noticiero Nacional de la Televisión Cubana, el Granma o sus clones. Se erigía una muralla ante hechos y opiniones ajenas a los expuestos por la narrativa oficial.
Hacia afuera, la incapacidad de ver operaba también, de cierta manera. Conocer lo que sucedía dentro se veía limitado —aunque de modo diferente a la población nativa— por el restringido acceso a la prensa extranjera y el control estatal sobre los académicos foráneos. También por la dificultad de estos últimos —criaturas de sociedades abiertas— para comprender los mecanismos de socialización y control políticos y los cambios psicosociales de la población de la Isla. La expansión del turismo, si bien eliminó el cierre masivo al extranjero —típico de países del bloque soviético— no bastó para eliminar la mitología y representaciones estereotipadas de la realidad cubana.
Pero la expansión del Internet en los últimos años, aún con sus dificultades de costo y distribución demográfica y espacial, sí redujo esa imposibilidad fáctica, antes prácticamente uniforme e imbatible. Ahora, incluso, sectores populares empobrecidos han accedido a fuentes de entretenimiento e información, más o menos rigurosos, distintos a los oficiales. Cada persona con un smartphone y datos móviles se ha convertido en un potencial productor, emisor y receptor de mensajes diversos.
La segunda barrera, epistémica, la denominaremos: no saber ver. Sucede cuando, aun en posesión de manera formal del acceso a la información, los marcos de referencia o la impericia técnica —frutos de la socialización, identidad e instrucción personales— afectan el acceso a esos canales y temas alternativos que están disponibles.
Hoy subsiste en Cuba cierto velo epistémico para no saber ver. Los sectores envejecidos, políticamente adoctrinados y leales al discurso oficial —los hombres masa de la población cubana—, tienen dificultades reales para saber ver. Aunque pueden acceder a fuentes alternativas, consumen, por lo regular, las noticias de la prensa oficial. Su marco de comprensión de la realidad les hace, a priori, desconfiar y rechazar los datos y valores distintos. Se trata de un fenómeno que podemos observar también en otros contextos autoritarios, como la Rusia de Putin. Es paradójico que los desconocimientos, estereotipos y prejuicios subsistentes en un pequeño segmento del exilio (también envejecido y elitista) sumerjan a sus miembros en otra forma de no saber ver la realidad posrevolucionaria cubana, a partir de una lectura ideologizada bajo cánones de hace medio siglo. El marxismo-leninismo y el anticomunismo vulgar como velos para la comprensión de una Cuba dinámica y plural.
La última barrera, no querer ver, ocurre cuando, aunque se tenga la posibilidad fáctica y epistémica para acceder a un conocimiento otro, nos negamos a ello. Aquí lo volitivo es el factor principal. Resulta dañino en círculos académicos y artísticos, cubanos y foráneos, dado el rol social de conciencia crítica tradicionalmente asignado a la condición intelectual. Algo que, por cierto, valdría la pena discutir en otro momento.
Es un hecho palpable. Aun cuando se tiene acceso a fuentes múltiples de información, se vive en entornos diferentes al insular y se trabaja en academias donde la libertad de investigación y expresión son asuntos comunes; existen personas que no desean procesar lo que sucede en Cuba. Tal vez porque, de hacerlo, ello les forzaría a evaluar la realidad y el discurso oficial cubanos con los mismos criterios con que juzgan otras realidades cercanas. A posicionarse de modo menos complaciente. A hablar de una manifestación (y represión) en La Habana como lo harían de sus homólogas de Bogotá o Lima. No con más o menor rigor, sino con el mismo.
Dicha ceguera, en tanto acto volitivo, conduce a establecer dobles raseros específicos para evaluar la situación de la Isla. Lo que es legítimo para otros contextos —exigir información de manera autónoma, divulgar opinión no autorizada, criticar sin permiso a la autoridad y recibir protección por hacer todo lo anterior— se dispensa para Cuba. Se erige una supuesta excepcionalidad epistémica, que lleva a repetir ad nauseam que todo allí «es complejo». La Isla como excepcionalidad geopolítica. Su población como exotismo antropológico.
La actitud de no querer ver se pone en evidencia ante las inéditas protestas populares en Cuba, tanto para la izquierda latinoamericana como para los reformistas consentidos de la Isla, mimados por aquella. Unos y otros privilegian la condena al bloqueo por delante de cualquier defensa del derecho a manifestarse y del repudio a la violencia estatal. Evitan llamar por su nombre —represión, autoritarismo— a lo sucedido en la última semana. Maquillan la narrativa oficial: buscan con minuciosidad de arqueólogo cualquier retórica que hable de «paz», «diálogo» y «unidad» en los discursos de los dirigentes, como si esas palabras sustituyesen los actos violentos cometidos por el Estado que aquellos dirigen.
LOS TICS Y LA COYUNTURA
Se repiten ciertos tics dentro de la ceguera volitiva. Se combinan el uso de la mentira, la romantización, la causalidad espuria y la intelectualización. Pongamos algunos ejemplos en boga durante estas jornadas.
Se validan mentiras. Cuando la amenaza de invasión a Cuba —públicamente desestimada por el Gobierno y congresistas estadounidenses— solo existe en la vocería de exiliados sin poder político real, ¿Qué implica repetir, una y otra vez, semejante embuste? ¿Quién se beneficia con ello?
Las fake news no son solo mentiras rampantes. También se construyen al manipular verdades parciales, sacadas de tiempo y contexto. Es cierto que E.E .U.U ha invadido en el último siglo a países de Latinoamérica: Santo Domingo, Granada y Panamá. Es real que apoyaron la invasión de cubanos por Bahía de Cochinos. Es innegable que intervinieron en Irak para deponer una dictadura y con el pretexto de llevar la democracia.
Pero también es cierto que la URSS intervino en el este europeo durante toda la Guerra Fría. Que invadió Checoslovaquia en 1968 y Afganistán en 1979. Que dirigió, junto al Gobierno cubano, operaciones de influencia, inteligencia y derrocamiento de regímenes enemigos por todo el Tercer Mundo.
Sin embargo, todo ese historial cruzado de intervenciones en nombre del mundo libre y el internacionalismo proletario no explica los procesos de movilización social de los pueblos que habitan las esferas de influencia de ambas potencias. La rebelión de esas poblaciones obedeció a móviles propios. Mientras, la apelación a la subversión foránea ha sido un recurso común de regímenes autoritarios de cualquier signo ideológico para acallar el disenso. Desde Tlatelolco 68 a Beijing 89.
No se trata de creer a Joe Biden, o incluso a los congresistas cubanoamericanos, los cuales han rechazado de manera pública —con presumible costo electoral para estos últimos— la posibilidad de una intervención en Cuba. Si alguien desconfía de la perfidia imperial tiene derecho a hacerlo. Pero atienda también a la realidad objetiva. La situación geopolítica de E.E. U.U (enfocado en la disputa con China), los cambios de orientación de su diplomacia (en pleno relanzamiento de los nexos con sus aliados europeos) y el foco puesto en la recuperación doméstica pospandémica señalan que no hay interés objetivo en empantanar al país en invasión alguna.
Cualquiera con un mínimo de conocimiento del nexo entre opinión experta/legimitidad política entenderá que repetir el fake news de la invasión inminente solo beneficia al Gobierno cubano. Mantiene vivo el debate sobre una falsa premisa y confunde más a quienes no pueden ver y no saben ver. No importa el formato (intelectual u opinático) y el medio (una revista o una red social) que les acojan. Tampoco las coordenadas (defender al Gobierno cubano o ganar rating en el exilio más radical) desde las cuales se proyecte esta fake news. Es simple: insistir en una invasión inexistente solo invisibiliza y legitima la represión vigente.
Junto a la mentira rampante viene la romantización del despotismo. Sucede al insistir —en foros y publicaciones diversos— en el uso de términos que mistifican la realidad cubana. Revolución, utopía, poder popular y democracia socialista, son varios de ellos. Mencionar la Revolución es aludir a un hecho sociohistórico superado por la propia realidad: no lo usemos más como sinónimo del régimen político, del modelo económico y del orden social vigentes. La utopía es lo más lejano a la prosaica realidad —de doble moral, escasez y temor— que viven los cubanos. Es ridículo hablar de poder popular cuando el pueblo, en su diversidad, solo es llamado a aclamar, aceptar y apoyar; pero es reprimido cuando disiente del Estado. Y el socialismo insular, si se va a hablar del tema, es el estatizado, burocrático y represivo modelo de matriz soviética.
Además, se intelectualiza demasiado cada suceso incómodo. Se ignoran las identidades, representaciones y acciones de las personas comunes. Les parece, por ejemplo, que «abajo el comunismo», repetido por una masa enardecida en varias protestas, es fruto de un adoctrinamiento teórico, en vez de expresión de rechazo espontáneo a una estructura de poder. Una estructura que ha invocado por décadas ese mismo término —comunismo— como ropaje ideológico de su organización y proceder. Los negros pobres de Santiago serían, para esa lectura cerebral, discípulos fervientes de Hayek y Mises, en vez de personas cabreadas con los Castro. Es curioso, esos intelectuales que hablan por el pueblo se niegan a considerar, siquiera, las condiciones de existencia y los significados detrás de ese grito popular. Menudo idealismo subjetivo en las antípodas del marxismo.
Por último, se abusa de una causalidad espuria que afecta la ponderación y preeminencia de los factores en juego. Se puede rechazar la influencia de elementos exógenos y geopolíticos —como el embargo— sin invisibilizar el peso estructural y doméstico del orden vigente en las protestas populares. Estas no repudian un sistema genérico, sino un aparato concreto que fusiona todo el poder político y económico en unas pocas manos y estructuras.
Ahora mismo, distintos liderazgos progresistas —Sanders, Ocasio-Cortez, Boric— junto a numerosos activistas y académicos expresan su comprensión y solidaridad con el derecho de los cubanos a manifestarse, expresarse e informarse. Y luego condenan las sanciones del Gobierno de E.E. U.U a Cuba. Algo entendible desde las coordenadas políticas progresistas; en especial aquellas surgidas desde fuera de Cuba, porque los cubanos de la Isla parecen asignar otra causalidad y responsabilidad al origen de sus penurias.
Ni la CIA ni el FSB explican el agravio social en estos tiempos de pandemia. De ser así, tendríamos que deslegitimar las protestas en Chile o Colombia y tratarlas como simples proyecciones de influencia de Caracas o La Habana; en vez de atender y acompañar los reclamos de sus poblaciones como causa principal de lo que allí sucede. La causalidad y responsabilidad tienen aquí un orden claro, que desnuda dónde —y con quién— se ubica cada posicionamiento.
LO QUE VIENE
Podríamos alegar, en defensa de la ceguera voluntaria, que esta es hija del miedo. Como diría Claude Lefort: «Evidentemente, el miedo suscita el renunciamiento a pensar. ¿Quién podría subestimar el efecto que tiene el miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando este se ha moderado, de un poder policiaco? Sin embargo, existe otro miedo que debe tomarse en cuenta: el de perder la seguridad psíquica que provee la pertenencia a un colectivo[1]». Fin de la cita.
Junto a ese miedo, como señala una colega, emerge una explotación del otro. Usufructo como intelectual la realidad de ese otro para sostener mi autoidentificación como sujeto perteneciente al bien. Para realizarme en cierta academia. Para ser aceptado en mi tribu. Renunciar a ese no querer saber es a la vez simple (un acto de voluntad) y costoso: implica realizar un nuevo diagnóstico sobre la situación y sobre uno mismo.
Semejante actitud es más lamentable si proviene de personas cultas, progresistas. Algunas cuestiones deberían quedarles claras. Invocar mentiras y romanticismos no elevará sus credenciales ante la burocracia cubana, una élite reaccionaria y pragmática no respeta pedigrí idealista alguno. Tampoco intelectualizar lo evidente y vender falsas causalidades les hará imprescindibles ante una población que hace mucho tiempo desconfía de la retórica revolucionaria. Y si de lo que se trata es de quedar bien con su propia mitología personal —la manida frase: «yo soy consecuente con…»—, que lo resuelvan con un psicoanalista. Pero que no le llamen ciencia social, pensamiento crítico y militancia por la justicia a la actitud de no querer saber.
Cuando en la sociedad cubana emerge un movimiento de acción y pensamiento liberadores, capaz de sacudir el letargo acumulado, ¿no es injusto persistir en semejante actitud negacionista? En especial aquellas élites intelectuales que hablan de manera constante por el pueblo cubano. Esos deberían, por elemental coherencia discursiva, repensar un poco su actitud. No para complacer al autor de estas líneas —a fin de cuenta, otro diletante alejado del drama concreto—, sino por respeto a quienes sí lo sufren en carne propia. Incluidos sus pares locales que testimonian la represión concreta, analizan objetivamente los hechos y apuestan, pese a todo, por una reforma progresista del orden vigente.
El no querer saber sobre lo sucedido en Cuba revive los peores lastres, epistémicos y cívicos, de la izquierda global[2]. Semejante actitud solo retrasa la comprensión y solución del problema. Quienes la repliquen serán aceptados, es probable, en las becas, cónclaves y publicaciones de las élites progresistas globales. Pero al coste de abandonar insolidariamente a quienes, dentro de la sociedad e intelectualidad cubanas, luchan por un cambio.
La adscripción izquierdista no es ninguna patente de superioridad intelectual o moral; tan solo una ubicación ideológica e identitaria dentro de un campo político plural. Cualquier hipotética posibilidad de un socialismo democrático pasa por la negación del despotismo vigente en la Isla. La construcción imaginada de ese futuro luminoso, supone el reconocimiento y denuncia de la cruda realidad actual. Nada de eso sucederá mientras quienes ondean las banderas de la liberación universal insistan en no querer saber lo que sucede en un pequeño rincón del Caribe.
[1] Lefort, C. (2007). Negarse a pensar el totalitarismo. Estudios Sociológicos, XXV,(74), mayo-agosto, 297-308. El Colegio de México.
[2] Hilb, C. (2010). ¡Silencio, Cuba! La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución Cubana. Edhasa, Buenos Aires.
[Publicado en el TOQUE el 21 de julio 2021]
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