La profunda crisis política y el escenario de violencia en Bolivia imponen un trabajo de análisis de las condiciones y las responsabilidades. No alcanza con la denuncia del golpe institucional ni con la demanda imposible de un retorno a la situación anterior a las elecciones del 20 de octubre. Por otra parte, en el espacio del progresismo, los acontecimientos en Bolivia desencadenan reacciones y debates encrespados, a menudo dominados por alineamientos ideológicos automáticos que oscurecen o directamente impiden una deliberación más racional y fundada, no sólo sobre lo sucedido sino sobre las formas deseables de una salida de la crisis que no se limite a repetir el pasado.
De lo mucho que se ha escrito, La Mesa ha elegido el texto de Raúl Zibechi que se reproduce a continuación, incluido en un dossier publicado en el portal Sin Permiso. Raúl Zibechi es un escritor y periodista uruguayo, con una extensa experiencia en la izquierda latinoamericana. Desde hace años se ha dedicado a un trabajo de investigación y colaboración con los movimientos sociales latinoamericanos. Escribe habitualmente en el semanario Brecha de Montevideo.
Señor presidente, desde el fondo de nuestro corazón y con gran pesar te decimos: ¿dónde te perdiste? Porque no vives dentro de los preceptos ancestrales que dicen que debemos respetar el muyu (círculo): sólo una vez debemos gobernar. ¿Por qué has prostituido a nuestra Pachamama? ¿Por qué mandaste a quemar la Chiquitanía? ¿Por qué maltrataste a nuestros hermanos indígenas en Chaparina y en Tariquía?”, dice el manifiesto de la Nación Qhara Qhara, con el que un sector del movimiento indígena se incorporaba el pasado jueves 7 de noviembre a las protestas contra el fraude electoral en Bolivia.
El manifiesto es una de las piezas más duras contra Evo Morales, quizá porque proviene de las propias entrañas de la fuerza que lo llevó al poder: “Respeta nuestras culturas, ya no siembres más odio entre los hermanos del campo y de la ciudad, deja de dividir a los pueblos, ya vulneraste su libre determinación. Deja de enviar indígenas como carne de cañón para el respaldo de tus intereses y de los que te rodean, que ya no son los nuestros; deja de enviar matones a maltratar a nuestra gente; deja que vivamos en nuestra ley; deja de hablar en nombre de los indígenas, que ya perdiste tu identidad” (Fides, 7‑XI‑19).
El contraste entre lo que ocurre ahora y lo sucedido en octubre de 2003, durante la primera guerra del gas, es notable. En aquella ocasión todos los movimientos sociales se enfrentaron al gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada y pagaron un precio de más de sesenta muertos y cientos de heridos y mutilados. Pese a la brutal represión –el ejército ametralló a los manifestantes desde helicópteros–, la población consiguió doblegar al gobierno, que debió renunciar.
Pero en esta ocasión, luego de tres semanas de protestas opositoras y denuncias de fraude en las elecciones del 20 de octubre, en las que Morales se proclamó reelecto, había mucha rabia por el gobierno en gran parte de los dirigentes y las bases de las organizaciones sociales, que, al llegar la tarde del pasado domingo 10, se habían ido manifestando por la renuncia del presidente, como la Central Obrera Boliviana, la federación minera y organizaciones indígenas. Por eso, ese día la derecha más extremista pudo entrar a la casa de gobierno sin problemas y nadie salió de inmediato a la calle a defender a Morales cuando el ejército le sugirió que renunciara.
En estos casi catorce años en el gobierno hubo actuaciones del oficialista Movimiento al Socialismo (Mas) que los movimientos sociales no olvidaron. Entre 2002 y 2006 se formó el Pacto de Unidad entre las principales organizaciones campesinas e indígenas como sostén del gobierno de Morales: la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (Conamaq), la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente de Bolivia (Cidob), la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia Bartolina Sisa y las juntas vecinales de El Alto. A fines de 2011, la Cidob y el Conamaq decidieron abandonar el Pacto de Unidad, por considerar que “el Poder Ejecutivo ha parcializado la participación de las organizaciones indígenas, valorando más que todo a las organizaciones afines al Mas”, al tiempo que consideraban que ello afectaba “de forma directa a nuestros territorios, culturas y nuestros recursos naturales”.
En junio de 2012, la Cidob denunció “la intromisión del gobierno con el único propósito de manipular, dividir y afectar a las instancias orgánicas y representativas de los pueblos indígenas de Bolivia” (Cidob, 7‑VI‑12). Un grupo de disidentes de la Confederación apoyado por el gobierno desconoció a las autoridades y convocó una “comisión ampliada” para elegir nuevas autoridades.
En diciembre de 2013, disidentes de la Conamaq “afines al Mas” tomaron el local de la organización, y golpearon y expulsaron a quienes allí se encontraban con el apoyo de la policía, que permaneció resguardando la sede e impidió que las legítimas autoridades pudieran recuperarla (Servindi, 11‑XII‑13). El comunicado posterior del Conamaq aseguró que el ataque en su contra se dio para “aprobar todas las políticas contrarias al movimiento indígena originario y al pueblo boliviano, sin que nadie pueda decir nada”.
Salto al vacío
El miércoles 13 se produjo una situación inédita, un vuelco tan importante como lo había sido la renuncia de Morales tres días antes. Jeanine Áñez fue ungida presidenta en un parlamento sin cuórum, ya que los diputados del Mas, la mayoría absoluta, no pudieron ingresar al recinto, como tampoco pudo hacerlo la senadora masista Adriana Salvatierra. Presidenta del senado, Salvatierra había renunciado públicamente a ese cargo, aunque no a su banca, el mismo día que lo hicieron Evo Morales y el vicepresidente Álvaro García Linera. Aunque intentaron ingresar al recinto parlamentario, ella y los diputados de su bancada fueron impedidos de hacerlo por la fuerza pública.
Áñez, por su parte, era la vicepresidenta segunda de la Cámara alta y pudo llegar a la presidencia de la República porque los demás en la línea de sucesión, masistas ellos, renunciaron también, como forma de la política del gobierno de denunciar un golpe. La actual presidenta es miembro de la alianza opositora Unidad Demócrata y una aliada incondicional de las elites racistas del departamento de Santa Cruz. De este modo, tres días después de la renuncia de Evo se consumó un verdadero golpe, aunque, en realidad, unos y otros colaboraron en que se llegara a esta situación.
La cronología de este vuelco arranca con las elecciones del 20 de octubre, pero, sobre todo, con la interrupción del conteo de votos y su reanudación, 24 horas después, con datos que contradicen los difundidos hasta el día anterior. Una situación que dio lugar a las sospechas, por repetir una dinámica de fraude demasiado evidente y tradicional en nuestra América Latina como para ser ignorada. Ahí comenzó una protesta que fue creciendo lentamente hasta el viernes 8 de noviembre, protagonizada, en gran medida, por los grupos cívicos, sectores de clase media con gran implantación en las grandes ciudades del oriente del país.
Al parecer, el gobierno de Morales subestimó la magnitud de las protestas, ya que mantenía una alianza con el Comité Cívico de Santa Cruz, luego de haberlo derrotado en su intento secesionista de 2008. Las cosas parecían mantenerse en un cauce favorable para el Mas, que tenía buenas relaciones con la Organización de los Estados Americanos (en particular, con su secretario general, Luis Almagro), al punto de que el candidato opositor Carlos Mesa rechazó la auditoría pactada entre esa organización y el gobierno.
La situación cambió bruscamente el viernes 8 al extenderse un motín policial iniciado en Santa Cruz y La Paz. En las redes sociales circularon versiones según las cuales los policías fueron “comprados” con dinero de una empresa localizada en Santa Cruz. Lo cierto es que el motín policial fue un punto de inflexión, cuyo origen y cuyas circunstancias será necesario investigar. El gobierno no podía contar con la policía, pero tampoco podía enviar a las fuerzas armadas contra los manifestantes, lo que hubiera creado una situación insostenible en sus propias bases. Peor aun, no podía contar con organizaciones populares fuertes que lo defendieran, porque estas habían sido purgadas y muchos de sus dirigentes, apartados y condenados, algunos al ostracismo, otros, encarcelados. En este punto, presidente y vice decidieron arriesgar. Llegado el domingo, ensayaron una jugada que consistió en salir de La Paz, saturada de barricadas y protestas, con la intención de retornar en mejores condiciones.
La derecha siguió operando, probablemente, y como es habitual en estos casos, con el apoyo de la embajada de Estados Unidos. Tomó la delantera un personaje siniestro, el empresario cruceño Luis Fernando Camacho. Con un discurso radical y ultracatólico, de claro contenido racista y colonial, Camacho se erigió en representante de las clases medias blancas del oriente y las elites terratenientes de la región más rica del país. Convocó un cabildo para desconocer los resultados de las elecciones y, con su discurso incendiario, desbordó tanto a los “cívicos” cruceños, que convivían sin mayores problemas con el Mas, como a Mesa, a quien desplazó en pocos días como referente de la oposición. Se trata de un oportunista ultra que, tras la quema de whipalas protagonizada por los suyos, debió pedir perdón, en una muestra del escaso margen que tienen los más conservadores en la Bolivia actual.
La guerra y las mujeres
Si la oligarquía cruceña mostró su extremismo de la mano de Camacho, el oficialismo no se quedó atrás. El ministro de la Presidencia de Bolivia, Juan Ramón Quintana, declaró a Sputnik, días antes de la debacle del gobierno, que “Bolivia se va a convertir en un gran campo de batalla, un Vietnam moderno” (30‑X‑19).
Quintana, uno de los más altos cargos del gobierno de Evo, mostró su alejamiento de la realidad al decir: “Aquí hay una acumulación política de los movimientos sociales que están dispuestos a pelear”. Y propuso una estrategia consistente en “una batalla campal frente a la virulencia mentirosa de los medios”, que, en su opinión, son parte de “una guerra de dimensiones muy complejas, desconocidas, que nos va a exigir muchísimo agudizar el pensamiento y la estrategia de autodefensa”.
Las mujeres fueron el sector que con mayor claridad y transparencia se empeñó en desarmar los dispositivos guerreros. En La Paz, el colectivo Mujeres Creando convocó un Parlamento de Mujeres (al que asistió un puñado de varones), en el que se esforzaron por construir “voces colectivas” que desafiaran la polarización en curso. En esos momentos, en la ciudad de El Alto miles de jóvenes gritaban: “Ahora sí, guerra civil”, flameando la whipala.
Muchas mujeres mostraron una doble indignación: contra el fraude de Morales y contra la derecha racista. En general, predominó una defensa de los avances en la última década y media, no todos atribuibles al Mas, sino al hecho de que ganó terreno la potencia creativa de los movimientos, que las autoridades nunca pudieron ignorar.
Se destacó la intervención de la socióloga e historiadora Silvia Rivera Cusicanqui: “Yo no creo en las dos hipótesis que se han manejado. El triunfalismo de que con la caída de Evo hemos recuperado la democracia me parece un exceso, un análisis que se está saliendo de foco (…). La segunda hipótesis equivocada, que me parece a mí sumamente peligrosa, es la del golpe de Estado, que simplemente quiere legitimar, enterito, con paquete y todo, envuelto en celofanes, a todo el gobierno de Evo Morales en sus momentos de degradación mayor. Toda esa degradación, legitimarla con la idea del golpe de Estado es criminal y, por lo tanto, debe pensarse cómo ha empezado esa degradación” (Desinformémonos, 13‑XI‑19).
En la misma orientación, la vocera de Mujeres Creando, María Galindo, escribió en su columna en Página Siete: “El sentimiento de abandono y orfandad que deja ver el despegar a Evo Morales rumbo a México se siente en las calles. La gente me llama a la radio y rompe en llanto sin poder hablar; su sentimiento de debilidad y abandono hace que de la memoria se les borren, por arte del dolor, las violencias y las arbitrariedades del caudillo, y que la gente lo añore como padre protector y benefactor” (13‑XI‑19).
Un futuro incierto
Fracasado el plan de Morales‑García Linera de retornar como “pacificadores”, se abre la caja de las sorpresas. La iniciativa la tiene la ultraderecha, racista y fascista, que cuenta con enormes recursos materiales y mediáticos para encaramarse en el poder, aunque no tiene la legitimidad para mantenerlo.
La memoria larga, concepto de Rivera Cusicanqui, nos enseña que las elites racistas pueden permanecer en el poder a sangre y fuego durante largo tiempo, aunque no tengan apoyo social, porque tienen medios para hacerlo. Sin embargo, la memoria corta, complemento de la anterior, apunta a algo diferente, por lo menos desde 2000 en Bolivia: la potencia de las y los de abajo impide que los regímenes racistas y patriarcales gocen de estabilidad y durabilidad. Porque las mujeres y los pueblos originarios ya no se dejan, como lo enseñan estos días las calles de Santiago y Quito, testigos de una alianza de nuevo tipo (de hecho y en los hechos) que se plasma en que la bandera mapuche ondea en manos blancas y que las mujeres abrieron una grieta en Ecuador en el fragor del combate.
La salida a la tremenda situación que vive Bolivia pueden ser las elecciones generales, que el gobierno que usurpa Áñez debe convocar de forma inmediata. Como apunta la socióloga Raquel Gutiérrez Aguilar, la alternativa es “elecciones generales o guerra civil”. Si hablan las urnas, es muy probable que el próximo presidente sea Carlos Mesa, pero que el Mas conserve una importante bancada y siga siendo, tal vez, el partido más votado.
Más temprano que tarde, la alianza de diversidades que algún día representó el Mas volverá al Palacio Quemado, porque es la mayoría social y cultural del país andino. Sería deseable que no fuera la repetición, necesariamente degradada, del Mas actual, porque el paso del tiempo termina pudriendo las aguas estancadas. Para que eso no suceda, una nueva cultura política debe arraigar en los dirigentes y los cuadros de los movimientos y las organizaciones. Una cultura capaz de beber en las tradiciones andinas de rotación de cargos y complementariedad entre géneros, edades y, ahora también, visiones del mundo. Una cultura que se deje permear por el radical rechazo al patriarcado de las feministas, que están deconstruyendo caudillismos y organizaciones jerárquicas. Bolivia puede aportarnos, como pocas regiones en nuestra América, las contribuciones de ambas vertientes. Sin ellas, será imposible tejer, comunitariamente, un tapiz emancipador capaz de superar las opresiones que nos atraviesan.
Brecha, 15 de noviembre 2019
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