La balada de los muertos es el último libro de Sergio Bufano (Prometeo 2024). Un libro de poemas que dan voz a los muertos productos de la violencia y el crimen políticos de los largos años 70. Rubén Chababo ofrece en esta nota una reseña crítica que sitúa el libro en línea con otros del género y, a la vez, con la conocida vocación del poeta por la siempre difícil, incómoda e ingrata tarea de pensar el pasado contra los preceptos del olvido establecido. 

 

 

1.

En 1904, en la ciudad de Nueva York, Edgar Lee Masters, un desconocido abogado de Arkansas, dio a conocer su Antología del Spoon River, un fascinante volumen que reúne más de 240 epitafios imaginarios pertenecientes a tumbas de un cementerio de una localidad también imaginaria. Así como Faulkner creó años más tarde su Yoknapatawpha y Rulfo su distópica Comala, Lee Masters, en el doblez del siglo XX, se empeñó en la construcción de este universo de voces espectrales en el que los antiguos habitantes de esta aldea ficticia hablan, dicen, narran, de sus vidas, de sus destinos trágicos y felices. El proyecto de Masters, lo sabemos, hunde sus raíces en la tradición clásica, más precisamente en la célebre Antología Palatina, recopilación de epigramas y epitafios destinados a acompañar a los difuntos en su última morada, textos en los que abrevaron y se inspiraron tantos escritores y poetas a lo largo de la historia.

A pesar de que se trata de una colección de poemas, el propio Lee Masters confesó alguna vez que su escritura aspiraba menos al verso que a la prosa. Y no falló en su intento porque si bien cada uno de sus poemas es un poema en sí mismo, leídos en conjunto, la suma de cada texto diseña una “novela” aldeana, en la que sus “personajes” ocupan un lugar en una trama sutil atravesada por el espesor o la densidad que la vida le confiere a toda vida humana. El proyecto de Lee Masters es fabuloso desde donde se lo mire al lograr darle voz a los ausentes, “salvándolos” del implacable olvido al que todos los humanos, en mayor o menor medida, estamos condenados.

Dice Nabokov que “nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”, así, la obra de Lee Master puede ser vista como el intento por atrapar ese haz lumínico, en su instantaneidad, para entregarlo a nuestra mirada. El haz de luz, no otra cosa que la vida breve o extensa, feliz o desdichada de los habitantes de aquella colina, destella entonces frente a nuestra mirada gracias a una escritura que cumple la tarea de evitar su evaporación definitiva de la memoria de este mundo.

«Fantasía pompeyana» de Juan Pablo Renzi

Ciento veinte años más tarde, en Buenos Aires, Sergio Bufano se aplicó a una tarea, también poética, también narrativa, que consiste en darle voz a los muertos. A diferencia de lo que “sucede” en el Spoon River, en La balada de los muertos no hay cementerio imaginario, no hay tumba, no hay lápida, ni última morada material que aloje a los muertos, porque se trata, casi en su mayoría, del espectro de hombres y mujeres cuyas vidas, todas, fueron truncadas por la violencia política.  Cuerpos que no encontraron más que en los basurales, en esquinas desangeladas, en fosas comunes o en el mar, su último destino. Asesinados o desaparecidos, ajusticiados “por el enemigo” o en el acto mismo de “hacer justicia” y, en algunos casos, por mano de sus propios compañeros de lucha. O por error, o desatino, también por azar. Todos muertos en el vórtice de una batalla en la que su juventud se perdió, por propia decisión o les fue arrebatada. Vidas vueltas desecho y que a su vez, por la forma violenta en que dejaron este mundo, interrumpieron el sosiego de aquellos que, sin ser parte de ninguna batalla quedaron, durante años, esperando un funeral que nunca tuvo lugar: madres, padres, amigos, hermanos, hijos, ese extenso linaje afectivo que aún hoy sigue sin encontrar un lugar donde enunciar el debido Réquiem.

Si la Antología del Spoon River se afirma ficcionalmente sobre la tierra firme de un cementerio, La balada de los muertos, en cambio, no encuentra más “territorio” donde inscribir sus versos que la memoria, una memoria obligada a recrear, imaginar, a través de esas voces, el modo en que esos difuntos habitaron la vida y cómo vivieron el minuto anterior a que esas vidas fueran segadas. En esa constelación biográfica están los convencidos, los que se aferraron a las ideas o justificaron las batallas que los llevaron, finalmente, a la muerte –el sueño de la Revolución y del Hombre nuevo, la deseada redención de los desamparados, la lucha por la patria liberada, el cumplimiento del anhelado triunfo de los humillados, la concreción del Evangelio en la tierra– pero también quienes no se resignaron a esas consignas, los que se arrepintieron, los que dudaron, los que hubieran desistido si hubieran podido hacerlo. También los que traicionaron, los que enjuiciaron impiadosamente a sus propios compañeros, y los que aceptaron una opción por la violencia que implicó, sin remordimiento alguno, que algunos cayeran, al igual que caen marchitas y pisoteadas las florecillas al borde de un camino, si el ideal o la meta final lo justificaban.

La balada de los muertos puede ser leída como una obra autónoma, como un universo que no precisa de otras referencias o citas al pie para explicarse, sin embargo, el lector que reconoce la firma del autor de estos versos, no puede dejar de advertir que estos poemas son a su vez el eco de otros textos, también dolorosos, en los que el autor explicitó su voluntad, su decisión, de no hacer de esas muertes material para ningún ritual del consuelo, esas ceremonias en las que los asesinados y desaparecidos son elevados a la categoría de la santidad o el heroísmo.

En las páginas de la Revista Lucha Armada, por solo citar un antecedente, Sergio Bufano inició un trabajo arriesgadamente reflexivo aplicado a interpelar las mitologías revolucionarias que dominaron la escena de los años sesenta y setenta en nuestro país, un esfuerzo intelectual sostenido en no consentir que el justo y necesario recuerdo de los caídos fuera vaciado del tan escasamente discutido concepto de responsabilidad, como sucedió, entre otras intervenciones suyas, en junio de 2014, con su frustrada polémica con Osvaldo Bayer en torno al caso de la desaparición y posterior asesinato en El Vesubio de la militante revolucionaria de nacionalidad alemana Elizabeth Kasemann. Donde Bayer, leía una vida militante asociada al “pacifismo”, Sergio Bufano replicaba esa evocación con una memoria menos concesiva, más perturbadora, en otras palabras, más terrenal, menos heroica, al restituir complejidad y contradicción a una vida, como la de Kasemann, y como tantas otras de su generación, elevada en aquellos años al friso de la ejemplaridad: “Elizabeth no fue una terrorista, como la describió la dictadura, y me consta que su experiencia en el uso de las armas era muy escasa, casi nula. Pero era miembro de una organización armada, estaba prófuga y dispuesta a usar la violencia, aunque con los límites que impone la conciencia moral (…) No es necesario crear figuras bondadosas para demostrar la perversidad de la dictadura”, decía en esa columna que, como era previsible, no encontró respuesta por parte del autor de La Patagonia rebelde.

Es cierto, como señaló Raúl Carioli, editor de La balada, que el libro tiene la singularidad de desbordar el género poético porque invita a ser leído como un ensayo, como un esfuerzo reflexivo en torno a las consecuencias que para una generación tuvo la opción por la violencia armada, texto en el que la poesía puede ser vista como uno de los modos en que una idea, una argumentación, se expresa. O de otra manera, podríamos decir, los versos de La balada aspiran a la prosa o pueden ser leídos con la fuerza de una prosa sometida a una forma poética con la que Bufano decidió mediar entre el más allá y este presente en el que aún hay quienes se resisten a escuchar lo que no fue del todo dicho, lo que quedó tantas veces sepultado por la altisonancia de  los discursos ceremoniales, por la muda frialdad de los monumentos o el silencio significativo que invade a los sitios y museos creados para transmitir aquel pasado violento en los que tan a menudo se clausura la fuerza interpelativa de la memoria.

Al comenzar este proyecto Sergio Bufano se formuló una pregunta con la que seguramente habrá lidiado a lo largo de todo el proceso de escritura, y esa pregunta, necesaria, está inscripta en las páginas iniciales del libro como un modo de compartir la dimensión del riesgo que implicó hacerse cargo de ella: “¿Es legítimo adueñarse de las voz de quienes se evanescieron en el silencio de la estepa sin palabras, de los que no dejaron nada palpable que pueda guiarnos sobre sus imaginarias reflexiones del presente?¿Es posible darle la palabra a alguien que ya no existe, capturar su voz ausente sin violar una frontera moral, ética, peligrosamente imprudente?”. Acaso la respuesta a esa pregunta no sea unívoca, acaso haya quienes piensen que esas voces deben permanecer atrapadas en el silencio, dejando, en consecuencia, a los muertos, imperturbables, en la inquieta paz de sus sepulcros. No es la opción elegida por Bufano: estos epitafios, este hacer hablar a los muertos, este hacerles decir, más allá del límite inclemente que la muerte nos impone a todos una vez que instala su dominio, es su respuesta.

Una respuesta poética que, como en círculos concéntricos, instala a su vez otra pregunta: Y ahora que hemos escuchado estas voces, ¿qué debiéramos hacer con lo que ellas nos dicen?

Es en la fuerza desafiante de este interrogante donde La balada de los muertos logra provocar en nosotros, sus lectores, su poderosa y necesaria incomodidad.