En La serpiente que se muerde la cola, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez traza una genealogía de las dictaduras en América latina sirviéndose para ello de la serie textual elaborada por algunos escritores de nuestro continente en cuyas obras quedaron plasmadas, de manera magistral, las vidas de los tiranos latinoamericanos. Su reflexión analiza el modo en que los liderazgos de izquierda y los proyectos emancipatorios impulsados por ideales progresistas terminaron emulando en la práctica aquello que en el pasado fue patrimonio y rasgo distintivo de nuestras derechas más criminales en el poder.

Los dictadores que conocimos en el pasado de América Latina llamaban al asombro por su desmesura, y por todo lo que tuvieron de personajes de drama y de ópera bufa; quedaron en retratos hablados que van desde Tirano Banderas, de Valle Inclán, a Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia.

El tirano que ordena clausurar su país para aislarlo del mundo está en Yo, el Supremo, de Roa Bastos. El doctor Francia convierte el poder en la razón única de su existencia, y de él solo es capaz de apartarlo la muerte; reencarna en el caudillo solitario, encerrado en su propio laberinto de soledad, en El otoño del patriarca, de García Márquez.
Los ideales se vuelven pretextos para las tiranías que arrastran los harapos ideológicos del siglo XIX y pueblan la primera mitad del siglo XX. Como Estrada Cabrera, el dictador de El señor presidente, de Asturias, arquetipo de los presidentes de las repúblicas bananeras, tal como fueron bautizadas por O. Henry en De coles y reyes.

Presidentes para siempre que mueren en su cama, o son derrocados por golpes de Estado, sustituto de las urnas electorales. Y los depuestos huyen con las maletas llenas de dólares en compañía de sus amantes, cantantes de ópera, o de vodevil. La república de Anchuria, de O. Henry es Honduras, pero llegará a ser el símil de todas las repúblicas del Caribe.

La siguiente oleada de dictadores, los que salen de sus cuarteles para asaltar el poder en uniforme de fatiga, se ampara en la doctrina de seguridad nacional de Kissinger. Son los que buscan salvar a la patria del comunismo, igual que sus antecesores, criaturas de los hermanos Dulles; pero ahora se trata de gorilas orgánicos.
No hay novelas sobre Videla, Bordaberry, Pinochet, sino más bien sobre las consecuencias de sus reinados siniestros, miles de desaparecidos lanzados al mar desde aviones, o enterrados en cementerios clandestinos. Son figuras atroces, pero no despiertan la imaginación. Piezas maestras de una maquinaria sin nombre, que mata lista en mano.

La segunda mitad del siglo se abre con una nueva mitología, la de los revolucionarios triunfantes que bajan de las montañas. Pero esta mitología propone como nuevo sustento ideológico la implantación de un sistema en el que se prescinde de la democracia electoral. Ahora se busca la panacea del partido único.
El siglo XX se cierra con las revoluciones armadas de Cuba y Nicaragua, de una u otra manera devenidas en tiranías sin plazo, y que, cuando agotan su discurso redentor, recurren a la represión bajo el disfraz de que el pueblo organizado se defiende a sí mismo cuando castiga a palos y a balazos toda disidencia. Las opiniones contrarias al poder se vuelven traición.

Y en este molde de romanticismo ya mortecino, se fabrica el socialismo del siglo XXI en Venezuela. No parte del triunfo de una revolución armada, sino del viejo golpe de Estado, al que se le da un tinte redentor, y es la demagogia la que conquista el voto popular, bajo el mismo discurso redentor. El viejo populismo que conocimos en las figuras de Getulio Vargas y Juan Domingo Perón se encarna en la figura de Hugo Chávez.

En la medida en que el aura romántica de los guerrilleros heroicos devenidos en caudillos se disipa, y la historia empieza a reconocerlos solo como tiranos, porque ya no se distingue entre dictaduras de izquierda o de derecha, el doctor Francia empieza a parecerse a Fidel Castro, y Ortega se convierte en el símil de Videla. Ya están novelados desde antes, o no son novelables.

Chávez pasa a ser en la memoria un mago de feria ofreciendo aguas de colores, él y su sucesor, que es su caricatura: pero más que por su figura de “comandante eterno”, los novelistas venezolanos son atraídos por la cauda de miseria y ruinas que deja tras de sí su proyecto, un país devastado como tras una guerra que nunca se libró, más que contra los ciudadanos indefensos, víctimas de la demagogia.
Y la serpiente no deja de morderse la cola.

[Publicado en EL TIEMPO el 21 de julio 2021]

Artista: Jorge Pantoja Amengual