La antropóloga francesa E. Anstett analiza las museografías de las violencias en masa en el cotejo de diferentes museos de Europa y el mundo. Subraya la importancia de la mirada externa, la historiográfica y la arqueológica, a la par de la mirada nativa, de los testigos directos, y echa luz sobre los problemas y dilemas que afronta la concepción de espacios consagrados a la memoria de grandes crímenes.

Durante la segunda mitad del siglo XX hemos asistido al despliegue de un verdadero frenesí patrimonial. Sin embargo, debe reconocerse, algunos hechos históricos se resisten o escapan al frenesí. Cabe entonces preguntarse: ¿por qué? ¿Por qué las condiciones de esclavitud a que fueron sometidos los seres humanos, el secuestro y la tortura organizada de miles de individuos, y hasta los homicidios en gran escala no suscitaron en todas partes y de manera sistemática un frenesí museístico equivalente al tratamiento de las guerras, por ejemplo? Para intentar responder a esta pregunta, pasaré a observar algunos museos que han elegido decir algo sobre la violencia extrema: museos del Holocausto o del Gulag, museo de la ocupación o museos de la memoria de la Guerra Civil en España. ¿Cuáles son, en realidad, los objetivos y los desafíos propuestos por los espacios museísticos que tratan sobre la violencia extrema? Como hemos visto, los museos son ante todo espacios de formalización de la memoria colectiva y, al mismo tiempo, cumplen a mi juicio una doble función: sirven por un lado para expresar una experiencia social y, por el otro, para darle sentido.

 

Restituir una experiencia social

En primer lugar, esos museos ofician como espejo de la sociedad en tanto ofrecen un punto de vista del nativo sobre la experiencia del sufrimiento y muestran los sistemas de representación y valores desde la percepción y la vivencia internas. Con frecuencia los “eco-museos”[1] hacen hincapié en esos objetivos de restitución de una experiencia local (en su marco histórico, geográfico y social). En ese sentido, cabe subrayar que muchos de los museos que tratan de las violencias en masa y los genocidios son instituciones que optan por un enfoque local, poniendo de relieve un determinado lugar (una ciudad o región). Uno de sus principales objetivos es también narrar la historia de una comunidad particular. Para restituir la experiencia colectiva del sufrimiento se apela entonces preferentemente a dos recursos: las expresiones artísticas y los espacios virtuales.

«Shalekhet» (Hojas caídas), instalación de Menashe Kadishman, Museo Judío de Berlín

En la inmensa mayoría de esos museos se observa la restitución de la experiencia de la violencia extrema a través de las obras de arte. Esas obras (pinturas, dibujos, vitrales o esculturas muchas veces de dimensiones monumentales) exhiben el trabajo de los artistas sobrevivientes, así como también la producción de artistas famosos afectados por esa experiencia. Recordemos por ejemplo la impresionante escultura de madera y metal de Camilian Demetrescu, titulada «Homenaje a los prisioneros políticos», que se expone en el Museo Sighet, en Rumania o también la gran instalación del artista israelí Menashe Kadishman, titulada «Shalekhet» (las hojas muertas) que incluye varios miles de rostros recortados en placas de metal esparcidas en el piso de un corredor del Museo Judío de Berlín. La exposición de obras de arte o de artesanía no pretende nunca transformar el horror en un producto estético. La restitución de formas tenues de creación procura, al contrario, afirmar la dimensión salvadora de la práctica artística. Tal como lo señala la filósofa Christine Buci-Glucksmann, si bien «la obra no salva nada, salva de la nada» (Buci-Glucksman, 1992: 14).

Los museos recurren además, y cada vez con mayor frecuencia, a los espacios virtuales que se apoyan en una dimensión predominantemente visual, ligada a la vez a espacios sonoros (obras literarias, testimonios autobiográficos, cultura musical también, por cuanto la reclusión, así como el trabajo forzado, siempre y en todas partes, han dado lugar a la creación de repertorios musicales específicos). Así, la creación de un museo virtual del Gulag, a escala de todo el territorio de la ex URSS, a partir de un proyecto ambicioso titulado Virtual Gulag Museum. Necropolis of the Gulag, elaborado por la oficina en San Petersburgo de la organización Memorial, al igual que la creación del museo virtual de la ocupación en Letonia o la del Museo virtual de la Memoria Republicana de Madrid, hacen pensar incluso que la virtualidad es en muchos casos –en especial, en el contexto post-soviético– la única vía posible para restituir la experiencia de la violencia extrema. Es legítimo preguntarse si esos espacios virtuales no se han convertido progresivamente en sustitutos o soluciones de último recurso para una museografía que en muchos aspectos resulta imposible.

 

Ofrecer una lectura / dar sentido

Los museos que tratan sobre la violencia extrema responden a un segundo objetivo, porque permiten también una lectura analítica (de naturaleza histórica, sociológica, geográfica o económica) de las instituciones mortíferas que describen. En tal sentido, las instituciones culturales recuperan también un punto de vista del extranjero –de naturaleza eminentemente analítica y política– elaborado fuera de la experiencia íntima de la violencia, que podría apoyarse en análisis comparativos y de ese modo matizar o aportar un cierto relativismo a la presentación de hechos, datos u opiniones considerados como ciertos o confirmados por el gran público.

Estos son los enfoques generalmente adoptados por las instituciones museísticas que procuran recapitular un tema a escala de (y con destino a) todo un país. Ahora bien: por sorprendente que sea, no puede menos que confirmarse la ausencia persistente de un museo nacional o estatal específicamente dedicado a los crímenes en masa perpetrados por (y en) el país, tanto en Rusia (el Gulag), como en Francia (la esclavitud y la trata negrera), en España (la guerra civil) o en Polonia (el Holocausto).

Sin embargo, los conocimientos históricos y las habilidades museográficas no faltan; lo que parece faltar es más bien la restitución de la experiencia colectiva de la violencia en un contexto libre de pasiones. Y justamente, una vez más lo que se trata de recuperar es la experiencia social y el consenso político. Hasta ahora, la cultura material producida por la violencia extrema sirve por lo general para el discurso periférico, desfasado de su tema, de suerte que los objetos son convocados para hablar de cosas diferentes de la experiencia colectiva de la violencia: sirven para hablar de identidad comunitaria, de historia local o de acontecimientos emblemáticos.

 

Problemas estructurales

A diferencia de la restitución monumental, basada en la imaginación y la libertad de un solo artista, la restitución museográfica de los crímenes en masa sigue presentando complejidades estructurales. Más allá de las cuestiones estrictamente morales, ligadas a la exhibición del sufrimiento y al voyerismo de toda exhibición, a la que se opone por contraste la dimensión negacionista de su disimulación, la complejidad de una restitución de la experiencia del avasallamiento, la tortura o la ejecución en/por el museo está ligada a varios elementos. El primero es la desaparición: de las víctimas, pero también de las huellas materiales de su infortunio, o de los propios lugares donde fueron explotados y recluidos, como ya lo hemos subrayado. Señalemos, al pasar, que esa misma falta de pruebas, esa misma ausencia de huellas, es lo que abre el camino del negacionismo, que llevará a algunos a afirmar que las cámaras de gas, el plan Cóndor o la operación Zanahoria nunca existieron. En el museo, esa falta recurrente de huellas promueve muchas veces la escenificación, un trabajo de reconstitución y a veces de «re-creación» de lo que ha quedado, para que el gran público pueda ver y comprender las violencias padecidas.

En el caso general del tratamiento museográfico de la violencia, al tratar de paliar esa falta, esa carencia estructural de artefactos, se suscitan problemas éticos y prácticos muy particulares. Esos problemas se vinculan, por ejemplo, con la fabricación y el uso de «objetos falsos» (madera falsa, puerta falsa, rieles falsos, falsas torres de vigilancia) que podrían asimilarse a una práctica falsificadora de la memoria, e incluso de la historia. Todo ello podría perjudicar a las víctimas y sus descendientes, por el carácter tal vez paródico o caricaturesco que pueden revestir algunas de esas escenografías.

La complejidad del tratamiento museográfico de la violencia extrema deriva, en segundo lugar, de una pluralidad de temporalidades, es decir, de la dificultad de restituir hechos que remiten a la vez a acontecimientos (puntuales) y a procesos (históricos, a veces muy largos), como lo mencionamos anteriormente. Porque esos hechos dan lugar a diferentes lecturas (comunitarias o étnicas, políticas, religiosas, morales), en ocasiones totalmente contradictorias. Un tratamiento simultáneo de la sincronía del acontecimiento y de la diacronía del proceso histórico requiere entonces, por una parte, que se determine lo sucedido, tomando como base el trabajo de los historiadores para identificar sus causas y efectos, pero también, por otra parte, que se logre un consenso social sobre la naturaleza de los propios hechos. El tiempo del tratamiento museográfico siempre enfrenta dificultades cuando no es contemporáneo o al menos cercano al tiempo de las violencias, pues existe siempre el peligro de que surja (o resurja) la polémica y se reaviven las divergencias. También en este sentido, el discurso del museógrafo reviste una importancia fundamental, aunque deba desplegarse junto a una magra presencia de los objetos, o incluso paliar su ausencia.

 

Callejones museográficos sin salida

Es menester constatar que, frente a los retos importantes a los que se enfrenta la museografía de las violencias en masa, no todos los intentos de tratamiento de la cuestión han sido coronados por el éxito. Ya hoy pueden identificarse algunos callejones sin salida que corresponden a otros tantos proyectos que han probado (por los debates o las polémicas que suscitaron) la dificultad, cuando no la imposibilidad, de restituir, mediante un dispositivo museográfico, la experiencia de una adversidad colectiva.

Un primer límite es el uso de la alegoría y sus corolarios: la hipérbole y la metáfora. En muy numerosas escenografías museísticas se advierte ese tipo de enfoque. Dada la falta de pruebas y huellas, se cae fácilmente en la tentación de apelar al trabajo de los museógrafos o artistas plásticos, que recurren ante todo a la dimensión abstracta y simbólica del discurso, eludiendo los elementos figurativos o narrativos más fácilmente movilizados por otros soportes. Ese es el caso, por ejemplo, de la escenografía general del Museo Judío de Berlín, claramente marcado por las opciones del arquitecto Daniel Libeskind, que diseñó las estructuras del museo conforme a la definición de tres grandes ejes que simbolizan el destino de los judíos: el eje del exilio, el eje del Holocausto y el eje de la continuidad (véase el film introductorio que presenta la arquitectura global del Museo Judío de Berlín y sus exposiciones). De hecho, la museografía del Museo de Berlín fue objeto de una modificación orientada a una mayor contextualización en ocasión de la inauguración de la segunda parte del edificio en 2007, luego de la fría acogida del público y la lluvia de críticas de la que había sido objeto la versión inicial de Liebeskind (ver por ejemplo los artículo de Young aquí y de Peter Chametzky aquí.

El escollo de la puesta en escena de una «arquitectura del vacío» o una «estética del desvanecimiento», según los términos del antropólogo francés Jackie Assayag (Assayag, 2007: 9), radica entonces en eludir el tratamiento de las dimensiones propiamente geográficas, históricas o sociológicas de los hechos de violencia extrema, mediante un efecto directo de des-contextualización. El tratamiento mediante la alegoría contribuye sin duda a minimizar la parte de realidad, y de materialidad, de la violencia.

El filósofo Maurice Blanchot recuerda a este respecto que «hay un límite a partir del cual el ejercicio de un arte, sea cual fuere, se convierte en insulto al infortunio» (Blanchot, 1980: 132). Tratándose de las violencias colectivas, es difícil a veces captar y respetar esos límites. Esas obras o instalaciones realizan una abstracción de la violencia. Este abordaje por la abstracción prefiere proponer una lectura moral (a través del sentimiento o la emoción), que priva a la comprensión del crimen de una dimensión propiamente analítica. En la medida en que contribuye a un tratamiento metafórico del avasallamiento o la destrucción de seres humanos, el discurso alegórico favorece, en cierto modo, la denegación histórica.

Un segundo límite radica, además, en la aporía de una museografía estrictamente pedagógica. En efecto, la reconstitución retrospectiva de los contextos (sociológicos, culturales, históricos) que generaron el advenimiento de violencias en gran escala, confiere a los hechos un carácter cuasi ineluctable, al establecer nexos en cierto modo necesarios entre causas y efectos, en especial con el uso de frisos cronológicos lineales que materializan una sucesión de causalidades. De manera paradójica, el enfoque pedagógico contribuye a atribuirles a los hechos de violencia una parte de justificación (se explican los hechos de tal modo que parecen encadenarse en forma inevitable). Más allá de la presentación de objetos y artefactos históricos, es preciso reconocer entonces el fracaso de los dispositivos basados en el postulado único de la empatía previa con las víctimas, ya que –justamente– esas instalaciones pueden siempre ser entendidas por los visitantes como un proceso de legitimación de las violencias cometidas.

El último escollo –aunque no el menor– es el problema del «kitsch concentrador», según la expresión utilizada por el escritor sobreviviente Ruth Klüger para referirse a los museos del Holocausto y cuestionar de manera radical los modos de representación de una institución exterminadora. Cada puesta en escena museográfica plantea a su manera la cuestión del foco y la distancia adecuados, porque existe un serio riesgo de transformar el infortunio en espectáculo, en tiempos en los cuales el cine, en particular, ha industrializado la representación del exterminio de modo que puede fácilmente convertir a la violencia en un simple objeto de consumo. En el museo, la necesidad de reconstituir –de utilizar la reproducción– choca entonces con este escollo del kitsch, fruto del desfase, la parodia o el exceso no intencionales. Por ejemplo, la reconstitución del acceso a los campos de concentración, a la entrada del Museo Nacional de Historia del Gulag[2], hecho con barreras de alambres de púas y mini-miradores (a la medida de los espacios disponibles). Esas escenografías fallidas, especies de «apocalipsis de la falsificación», según las palabras de la profesora de literatura Catherine Coquio, representan la contracara de la estética de la abstracción escenificada por las instalaciones y las obras artísticas, y son otros escollos entre los cuales deben esforzarse por navegar las representaciones museísticas de las violencias extremas.

 

¿Qué futuro cabe esperar para la museografía de la violencia extrema?

Desde ya resulta claro, vistos los obstáculos y las reticencias que deben sortear los diferentes dispositivos, que el discurso museográfico no puede elaborarse a menos que se conjuguen las voces de los historiadores y los testigos. El discurso académico aporta al museo una dimensión fáctica, analítica y objetiva: solo ella permite que el visitante comprenda la amplitud y la complejidad de las configuraciones masivamente mortíferas. Los testigos aportan, por su lado, una dimensión indispensable, subjetiva por cierto, pero que confiere también a esas instituciones culturales su parte de humanidad. Sin embargo, es evidente que ese entramado, aunque esencial, no es suficiente, porque también la «era del testigo» ha mostrado sus puntos muertos y sus límites.

A mi juicio, la arqueología está llamada a abrir nuevas perspectivas a la museografía en un futuro próximo, porque es la única ciencia en condiciones de restituir simultáneamente la materialidad de los hechos y su historicidad. La arqueología de lo contemporáneo tiene pues asegurado un gran porvenir, porque el objeto descubierto por los arqueólogos goza plenamente del estatus de actor social, de la capacidad de actuar (agency) y despertar reacciones, que le es propia, como lo señala el sociólogo Bruno Latour, así como de una capacidad para expresar la complejidad de las relaciones sociales de las que es producto. Es también el arqueólogo quien permitirá darle a las víctimas y a los ausentes un lugar, en especial gracias al (re)descubrimiento de las sepulturas y los espacios abandonados o escondidos, e iniciar así, quizá, un duelo colectivo diferido durante demasiado tiempo.

«Wall of Names», Kigali Memorial Genocide Center.

El último reto al que aún deben hacer frente esos museos consiste en el lugar que debe darse a los restos humanos, a esos huesos o cráneos, «objetos singulares», propiamente materiales y sin embargo tan difíciles de pensar. Porque, aunque resulte paradójico, los cuerpos y restos humanos que se exhiben en museos de arte de todas partes del mundo (momias) y museos de ciencias o ciencias naturales (en los departamentos de anatomía y medicina), están sistemáticamente ausentes de los museos dedicados a las violencias en masa, salvo algunas excepciones notables, como la del Kigali Memorial Genocide Centre de Gisosi en Ruanda (en una de sus salas se exhiben varias vitrinas con series de cráneos y huesos largos) y la del Museo de la Segunda Guerra Mundial de Minsk (en sus antiguos locales, junto con la museografía del campo de concentración de Maly Trotsnets, se exponía una caja de plexiglás con varios kilos de cenizas humanas recogidas en el sitio mismo del campo en 1944[3]).

No puede menos que admitirse que el desastre, en su forma más material y radical –la destrucción de seres humanos– siempre es presentado por nuestros museos de manera elíptica, apelando a la lítote o a la metáfora. El lugar que allí ocupan los cuerpos, los huesos, los restos de los restos, es singularmente ínfima, incluso cuando queda distanciada por la fotografía (como en el Museo de las Víctimas del Genocidio en Vilna, Lituania, que muestra a lo largo de una de sus grandes escaleras, una inmensa fotografía de huesos humanos dispersos). Todo sucede como si aún nos costara calibrar en toda su medida lo que la violencia impone a una sociedad y nos resistiéramos a reconocer la dimensión ineluctablemente material de la destrucción que genera. Pero ya es tiempo, creo, de que aceptemos mirar esas osamentas en su absoluta desnudez[4].

 

* Este texto es producto de un trabajo de investigación que contó con el apoyo del Gilder Lehrman Center for the Study of Slavery, Resistance, and Abolition de la Universidad de Yale, donde fui recibida como investigadora residente en 2011. Deseo agradecer a todos sus integrantes, en especial a Melissa Mc Grath, Richard Huzzey y Richard Rabinowitz, por la cálida acogida que me brindaron.

Bibliografía citada

Assayag Jackie, « Le spectre des génocides », Gradhiva [En ligne], 5 | 2007, en línea desde el 15 de mayo de 2010, consultado el 09 de octubre de 2014. URL: http://gradhiva.revues.org/658

Banchot Maurice, L’écriture du désastre, París, Gallimard, 1980.

Buci-Glucksmann Christine, L’Enjeu du beau. París, Galilée, 1992

Coquio Catherine, « Envoyer les fantômes au musée?», Gradhiva [En ligne], 5 | 2007, en línea desde el 15 de mayo de 2010, consultado el 09 de octubre de 2014. URL: http://gradhiva.revues.org/735

Gessat-Anstett Élisabeth, « Résister à l’outrage », Gradhiva [En ligne], 5 | 2007, en línea desde el 15 de mayo de 2010, consultado el 09 de octubre de 2014. URL: http://gradhiva.revues.org/797

Klüger Ruth, Refus de témoigner. Une jeunesse, (trad. J. Etoré) París, Viviane Hamy, 1997 (Weiter leben. Göttingen, Wallstein Verlag, 1992).

 

[1]El concepto de eco-museo, creado por George-Henri Rivière y Hugues de Varine a principios de los años 1970 buscaba dar cuenta del nacimiento de un nuevo tipo de museos locales, basados en un enfoque holístico de la noción de patrimonio.

[2]Pese a su título, se trata de un museo municipal, regido por el Departamento de Cultura de la ciudad de Moscú. Véanse algunas imágenes de su aspecto exterior y de las torres de vigilancia en su sitio web: http://gmig.ru/o-muzee.

[3]Esta museografía estaba vigente hasta el cambio de sede del museo en mayo de 2014. Aún puede verse en el antiguo sitio web del museo: http://www.old.warmuseum.by/rooms/room_3

[4]Huesos desnudos, de Eric Domergue, publicado en 2012 por la editorial Colihue, Buenos Aires. El libro relata la historia de su hermano Yves Domergue y de su compañera Cristina Cialcet, asesinados en 1976 durante la dictadura militar argentina, cuyos restos fueron identificados en mayo de 2010 por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAE).