Una corrección política admonitoria e implacable, asentada en una pretensión de moralidad exhaustiva y vigilante, aparece como la llave de censura, de clausura del debate y la reflexión en un tiempo -el nuestro- en el que reina la democracia. Este es, descrito muy sintéticamente, el tema de la intervención de Rubén Chababo en la mesa sobre Libertad de expresión en la Feria del Libro de Rosario el 8 de junio de 2019, y que aquí reproducimos.

La larga sombra de una nueva noche avanza sobre nosotros. Y como si nadie quisiera verla, la oscuridad que ella proyecta nos va volviendo hacia el interior de nosotros mismos. Temerosos, cautelosos, como si cada sílaba o cada palabra enunciada pudiera comprometernos y condenarnos al exilio. Sí, una nueva noche victoriana se cierne sobre nosotros y produce desconcierto, algo parecido a una nueva cruzada decidida a llevarse consigo todos los sudarios del mundo para enterrarlos lejos, para que no podamos verlos. Y enmudecemos, y callamos, y aceptamos que así sea, porque quebrar el mandato de lo políticamente correcto nunca ha sido sencillo, y porque tiene sus costos, y porque enfrentarse al dictamen moral del tiempo en que se vive siempre, absolutamente siempre, conlleva un riesgo.

Mientras escribo estas breves líneas vuelve a mi memoria la imagen de Pier Paolo Passolini, arrojado como un desecho en las arenas de la playa de Ostia, celebrada su muerte por propios y extraños, condenado por haber cruzado una línea, la del amor, la del deseo y no haberlo callado. ¿Quién se atrevería hoy a levantar su cuerpo vulnerado en esa playa  sin ser acusado de estar celebrando la pederastía? ¿Lo haría yo, correría ese riesgo? ¿Sería capaz de decir, dejen tranquilo a ese cuerpo, su cuerpo y el cuerpo de su obra, y estar dispuesto a asumir el costo de esa defensa inmoral?

La larga sombra de una nueva noche se deposita sobre nosotros y amenaza arrasarlo todo. Estábamos acostumbrados a lidiar con el poder del Estado, de la Iglesia, con la censura impuesta por los dictadores. Podíamos reconocer fácilmente a nuestros censores y contra ellos batirnos en duelo, como lo hizo Ana Ajmátova, como lo hizo Virgilio Piñera o Giordano Bruno quemado en la hoguera. Pero esta noche nueva es diferente, y quienes se han decidido a desplegarla sobre nosotros, han cambiado el rostro. Ya no es solo en nombre de la Revolución o de las Sagradas Escrituras que elevan su advertencia, sino también desde un furibundo progresismo frente al cual muchos han quedado rendidos. Y los censores ya no tienen nombres burocráticos, no, los censores  pueden ser nuestros colegas, nuestros amigos, aquellos que sentados a la mesa de los domingos, saben ejercitar gestos para incomodarnos o elevar su dedo índice cuando decimos algo considerado políticamente incorrecto, logrando transformar en un tris la escena gastronómica en un tribunal del Santo Oficio sin detenerse hasta ver nuestra lengua descuartizada sobre el mantel de la mesa para así celebrar el haber cazado una nueva pieza para mostrarla con orgullo en las cloacas de las redes sociales.  Allí nuestra foto, allí nuestro nombre, para que todos sepan a qué atenerse cuando nos cruzan por la calle.  En la Rumania de Caucescu, en el Paraguay de Stroessner o en la Cuba de los primeros años de la Revolución estos colegas,  estos intelectuales, estos activistas, estos nuevos cruzados de la moral, no hubieran tenido ningún problema en encontrar trabajo en algún ministerio.

Hace pocos meses atrás la Federación de Estudiantes Franceses exigió en Paris que se levante la obra Las suplicantes de Esquilo con el pretexto de que el maquillaje y las máscaras negras que usaban los actores eran una ofensa a la población de origen africana. No importaba que esas máscaras fueran fieles a la tradición del teatro clásico ni que el director de la obra fuera uno de los más fervientes africanistas europeos. Unos meses atrás, otra asociación pidió y logró que se retirara de circulación un libro en cuya portada se reproducía El origen del mundo de Courbet. Unos meses más tarde el escándalo estalló cuando un grupo feminista exigió levantar La bella durmiente porque fieles al guión el Príncipe no había pedido a la princesa su consentimiento antes de besarla, mientras de manera contemporánea, del otro lado del Atlántico,  se pedía que el Museo de Arte Moderno de Nueva York bajara su famoso cuadro La lección de guitarra de Balthus, eso mientras en la ciudad de Essen se levantaba, por presión de un grupo radicalizado, la muestra de las cámaras polaroids con las que el mismo Balthus había fotografiado sus modelos. Lo mismo sucedió en enero pasado en Berlín y Londres donde fueron retirados de los museos los cuadros de Egon Schiele, por ser considerados pornográficos, como ya había sido retirada una copia de La maja desnuda de la Universidad de Pensylvannia a pedido de un grupo de alumnas quienes  aducían sentirse incómodas por este gesto de obscena cosificación femenina llevado adelante hace dos siglos por Francisco de Goya y Lucientes.

Robert Falk, «Paisaje de Crimea» (1915)

En la ciudad de Nueva York, los productores de Woody Allen acaban de retirar su apoyo financiero para la realización de su última película y  las principales editoras se niegan a publicar sus memorias. Desde Hollywood, allí donde cualquier comparación con  Sodoma y Gomorra quedaría empalidecida, el hipócrito star sistem celebró con aplausos estas decisiones mientras en sus casas de Beverly Hills seguían cometiendo adulterio, incesto o celebrando sus cumpleaños o aniversarios en fiestas cargadas de excesos, mientras explotan a sus sirvientes latinos, pero sin que se note demasiado, claro, porque mañana bien temprano deben salir frente a las cámaras de la televisión, como personas correctas que son, y asistir a la gala poniéndose la cinta del color que dicta el calendario políticamente correcto de ese mes,  para de ese modo agradar a la minoría a la que hay que agradar en este turno – ¿ con quién hay que ser correctos este año? ¿con los negros, con los homosexuales, con los indios, con los discapacitados, con las mujeres, con los judíos, con los que están haciendo quimioterapia, con los que padecen Asperger,  con los ecologistas, con los defensores de la ballena azul, con las lesbianas, con los refugiados sirios, con quién?- y luego sí, empezar a recitar su discurso, con gesto de bondad, – siempre con gesto de bondad- en el que confiesan ser parte de una sociedad plural, correcta, respetuosa de los valores,  y decir, y que esto quede claro, que Woody Allen es un ser repugnante al que conocen solo de vista, por favor, porque de otro modo,  lo saben,  no serán invitados a la próxima gala del Met.

Ya no alcanza con delatar a los vivos, también hay que hacerlo con los muertos. A fines del año pasado  la editorial Gallimard frenó la publicación de unos textos panfletarios de Celine, uno de los más grandes escritores de la lengua francesa del siglo XX. Celine, lo sabemos, era antisemita y racista, y no lo ocultaba, pero muchos pensábamos que ya ese debate había quedado clausurado, que todos seguiríamos leyéndolo  sin necesidad de invitarlo a compartir nuestra mesa. Pero no, no fue suficiente, ni siquiera publicando su obra con un estudio analítico previo. Al tiempo que Gallimard detenía la edición de Celine,  en Chile, otro grupo se movilizaba para impedir que el aeropuerto de Santiago lleve el nombre de Pablo Neruda. Unos pocos renglones de Confieso que he vivido, su autobiografía, escrita hace ya 40 años, en la que el autor del Canto General cuenta que en sus años de Cónsul en un país asiático había penetrado a una mujer dormida, sin su consentimiento, bastaron como motivo. En pocos segundos, el nombre de Neruda fue llevado a la plaza pública y allí ajusticiado en nombre del bien común.

Mientras esto ocurría en Chile,  en México y Buenos Aires la prensa anunciaba la salida de una edición femenina de El Principito de Saint-Exupéry, cuyas autoras, cansadas de tanto machismo, de tanta mirada sexista, se propusieron reescribirlo. La nueva versión contempla paridad de género y entre otras singularidades las autoras hicieron desaparecer la rosa que deslumbró a El Principito y en su lugar repusieron un clavel con espinas. En paralelo a este ímpetu democratizador, hay quienes ya reescriben otros clásicos con lenguaje inclusivo y no faltan quienes se han propuesto discutir la pertinencia de seguir editando Memoria de mis putas tristes y Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez, libros donde no falta la mirada condescendiente hacia las prostitutas y escenas de amor interdicto. Por su parte, y según este criterio, el cuento María dos praceres debería retirarse, o publicarse también con una advertencia. ¿Qué es eso de celebrar la alegría de una prostituta que descubre el amor en el ocaso de su vida cuando conoce a un joven catalán?

Y si esta propuesta avanza, ¿qué haremos con los textos de Perlongher,  de Puig, de Pound, de Lautremont o  Lamboghini,  con las películas de Buñuel y Polansky? ¿Qué haremos con  Clarice Lispector que en Felicidad clandestina sugería la posibilidad de una atracción erótico- zoofílica entre una niña rubia y su perro setter? Alguien sabe si en nuestras bibliotecas públicas están todavía a disposición de los lectores los poemas de Kavaffis? Hay que avisar a las autoridades porque es inconcebible que una institución pública brinde cobijo a un poeta que celebraba el amor hacia los efebos en los suburbios de Atenas. ¿Qué haremos con los textos de Sarmiento en los que  el autor del Facundo convocaba a abonar la tierra derramando sangre gaucha o aquellos otros en los que asociaba a algunas comunidades extranjeras como lo más infecto de la tierra?  No cabe duda, si estuviera a su alcance, el dictamen de los nuevos cruzados de la moral y de lo políticamente correcto, los representantes de las comunidades estigmatizadas, exigirían retirar esas páginas de nuestro alcance, si es que ya no lo están pensando hacer reeditando frente a nuestros ojos un siniestro Farenheit en clave postmoderna.

La sombra de la oscura noche purista nos reenvía, como en la novela de Orwell, al encierro en clave totalitaria, para evitar ser descubiertos por el gran  panóptico que nos observa todo el tiempo, obligados a amordazar nuestra boca para que ella no diga la palabra incorrecta, para que no pronuncie el artículo indebido, para que no falte donde no debe faltar ni la e o la x correspondiente, para que nuestro pulso no narre aquella escena que pueda herir la sensibilidad de alguien que se sienta con derecho a llevarnos, con un solo click de su computadora, hasta el centro mismo de la  plaza pública, para allí ser ajusticiados, como se ajusticiaba en el pasado a los herejes y a las brujas. Digo a un solo clik porque ya no se necesita ni la policía secreta del Politburó ni resucitar al difunto senador McCarthy para que esto ocurra, porque la policía secreta ya está instalada en nuestras cabezas y el temor al escarnio público, habitando nuestras propias almas. Y eso es lo más terrible, y eso es lo más triste, y eso es lo más humillante.

Esta larga noche ha logrado  transformar la inteligencia en necedad y la necedad en una arremetida autoritaria que parece no tener límites. Nuestro recordado Tato, no Bores, sino el tristemente célebre censor de nuestra dictadura, ese que prohibió que viéramos Muerte en Venecia, La tregua o La naranja mecánica en su versión completa  no se hubiera atrevido a pedir tanto.

Lo cierto, y a la luz de esta evidencia, y como dice Catherine Millet, “somos muchos los que tenemos la impresión de que aquellos principios defendidos durante décadas por los movimientos liberales y emancipadores de nuestra sociedad han sido llevados al extremo hasta convertirse en sus contrarios, en boca de grupos que actúan como si nada hubiera ocurrido desde la abolición de la esclavitud o la proclamación del sufragio femenino”. Y por temor a quedar en el peor lugar de la impureza, callamos, consentimos, no damos el debate, es decir, aceptamos la censura de estos jueces que nadie ha elegido, y pedimos perdones públicos, avergonzados, ante el menor exabrupto proferido, y nos ovillamos en un estridente silencio que es a la vez sepultura y lápida de nuestra libertad de decir y de expresarnos. ¿Quién pone el límite en la literatura y en el pensamiento? ¿Quién es el autorizado, por quién, por qué estatuto a decidir qué debe decirse y qué callarse?

La larga sombra de una nueva noche está cayendo sobre nosotros. ¿Qué haremos cuando estas tinieblas terminen de posarse sobre nosotros. ¿Qué mundo, qué sociedad que merezca vivirse sobrevivirá a semejante mordaza? ¿Acaso el derecho a la dignidad de las comunidades y las identidades vulneradas a lo largo de la historia, su justa lucha y reclamo, debe hacerse a costa de restringir las libertades conquistadas?

El gran Daniel Molina recordaba en una columna de opinión, que hace ya 60 años, en 1955, Vladimir Nabokov publicó Lolita y que su aparición suscitó un escándalo descomunal. En nuestro país esa novela fue traducida por Enrique Pezzoni (quien debió firmar con pseudónimo para no ser procesado por inmoralidad). El texto fue editado por Victoria Ocampo, por entonces directora de la Revista Sur, quien afrontó -con la valentía que la caracterizaba- el juicio en el que se la acusó de hacer apología del estupro y de la pedofilia. ¿Se podría hoy editar una novela exactamente igual a la que escribió Nabokov hace 62 años? se preguntaba Molina. ¿Hay hoy en la Argentina alguna Victoria Ocampo que se anime a defenderlo?

Responder a esa pregunta, a esa simple pregunta, es, eso creo, uno de los grandes desafíos del campo cultural de nuestro tiempo.

 

(*) Transcripción de las palabras pronunciadas en la mesa sobre Libertad de expresión, organizada por el PEN club y  que tuvo lugar en la Feria del Libro de Rosario el 8 de junio de 2019. He condensado en esta breve presentación ideas de Javier Marías, Daniel Molina, Catherine Millet, entre otros intelectuales contemporáneos que intentan quebrar el cerco a la libertad de expresión.