En junio pasado, Claudio Lomnitz publicó en la revista Nexos esta breve reflexión sobre una fórmula repetida por el presidente de México, A. M. López Obrador, en discursos y declaraciones: “No somos iguales”. Con el propósito explícito de diferenciarse de quienes ocuparon el poder con anterioridad, la frase invierte la demanda de igualdad presumiblemente encarnada en el movimiento que encabeza AMLO. Lomnitz juega con esa paradoja para llamar la atención sobre ese gesto utilizado para legitimar al gobierno de quien se erige en el “menos igual que todos”, ajeno a toda crítica, y sobre la tendencia del régimen hacia el autoritarismo.

Uno de los fenómenos de la actualidad es el dicho, muy socorrido en nuestra esfera pública, de que “no somos iguales”. El presidente y sus seguidores lo afirman con frecuencia. En septiembre del año pasado, por ejemplo, cuando el INE citó a López Obrador a comparecer para aclarar posibles actos indebidos de promoción personalizada en la entrega de beneficios de sus programas sociales, el mandatario contestó que, aunque no tenía tiempo para comparecer, mandaría un escrito aclaratorio, pero no sin antes lanzar una advertencia: “Vámonos respetando, no somos iguales, que no me confundan, porque eso sí calienta”.

En julio de ese mismo año, AMLO declaró, respecto de la llamada Ley Bonilla, que en su gobierno no había influyentismo, que ahora el presidente ya no se mete en los asuntos de los gobiernos locales, como hacía antes, que ahora ya “no hay línea”, y por fin remató con su refrán: “Tranquilos y que no nos confundan, porque no somos iguales… No somos iguales, ¡zafo!”. Quizá el uso de ademán infantil (“¡zafo!”) sea una pista respecto de lo primario de su gesto: “No somos iguales, ¡zafo!”. Finalmente en su generación se estilaba, entre niños, que cuando alguien pronunciara las palabras “cuarenta y uno”, todos se deslindaran de la homosexualidad proclamando un sonoro “¡zafo!”.

Como sea, el refrán “no somos iguales” se ha vuelto un mantra morenista, que sirve incluso para pavonear eso que Freud llamó “el narcisimo de las pequeñas diferencias”. Así, John Ackerman le reclama a Genaro Lozano en un tuit que “no son iguales” porque uno escribe en Reforma y el otro lo hace en La Jornada, o porque uno sigue siendo académico y el otro no lo es, etcétera. Y mientras los críticos del gobierno lo acusan, precisamente, de “ser igual” a los anteriores…

Hay algo curioso en todo aquello. ¿Cómo interpretar que una revuelta contra el implacable clasismo de México haya hecho suya una fórmula tan señaladamente clasista como es el “no ser iguales”? Antes, llamar a alguien “¡igualado!” era un improperio que se pronunciaba de arriba hacia abajo. Hoy, la exigencia del “inferior” de ser respetado no se manifiesta tanto enarbolando una fórmula igualitaria (“respétame porque somos iguales”), sino que busca imponer una jerarquía invertida (“tú has vivido como si fueras superior, pero en realidad eres inferior así es que respétame ahora que llegué al poder, porque no somos iguales”). Ahora los morenos reclaman ser diferentes de los fifís. Y la revuelta democrática invierte así al clasismo y lo carnavaliza: “Ahora seré yo quien te lo diga a ti: ‘No somos iguales’”.

Aunque esta inversión clasista sea en algo justificable, importa reconocer que el “no somos iguales” se ha transformado también en un gesto legitimador del gobierno. Y es que en México hay una persona que se ha erigido en el menos igual que todos, o quizá en el primer desigual, que es el encargado de “barrer la escalera de arriba para abajo”. Como el presidente es el más diferente de todo lo que había antes, cualquier cosa que él haga se alza por encima de la crítica, precisamente por su supuesta inconmensurabilidad con el pasado. Nada de lo que haga el presidente tiene un punto de comparación con los anteriores, a no ser con Juárez o algún otro prócer muy cuidadosamente seleccionado.

La militarización de hoy no se puede comparar con la de los sexenios de Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, porque esos presidentes “no fueron iguales” al actual. Tampoco los megaproyectos turísticos como el Tren Maya pueden ser comparados con los anteriores, como la construcción de Cancún, por ejemplo, porque el gobierno de ahora “no es igual” a los de entonces. Ni la indolencia del gobierno durante los primeros meses de la pandemia puede ser objeto de reclamo, porque los males del sistema de salud venían de antes y este gobierno no es igual a ellos…

El hecho de que el “no soy igual” del presidente abone en su popularidad revela la importancia que tiene la política de la identificación en este gobierno. Se trata de un tema abordado por Freud en su librito sobre la psicología de las masas (1921), donde alegaba que el magnetismo del líder de masas recae en una política de identificación: el líder mueve a la masa porque hace lo que la masa quisiera hacer y no puede. Así, la popularidad del líder se fincaría, ante todo, en su capacidad de realizar para sí lo que los individuos que componen la masa desean para sí mismos. Convocara todos los ricos de México, servirles tamales con atole y obligarlos a comprar cachitos del avión presidencial, por ejemplo. Cosas de ese estilo.

Sólo que la política sustentada en la lógica de identificación entre el líder y la masa vira siempre hacia autoritarismo, porque los gestos y actos del líder se convierten en primer lugar en espectáculo, y el poder del Estado mismo se vuelve instrumento de las pulsaciones de un hombre. Por esto, el “no somos iguales” tendría que haber sido un momento colectivo y breve de negación, sucedido de inmediato por la afirmación robusta de precisamente lo contrario: el “somos iguales”, que es siempre el fundamento de la verdadera democracia.

[El autor es profesor de antropología de la Universidad de Columbia. Es autor de Nuestra América. Utopía y persistencia de una familia judíaLa nación desdibujada. México en trece ensayos y El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, entre otros libros.]

Sin título, de la serie «Vigilia», de Mónica Fessel.