El 24 de marzo, fecha que cristaliza el vínculo entre la consigna de «memoria, verdad y justicia» y los derechos humanos, parece no escapar a los desafíos de la Historia (o de su historicidad). Desde la experiencia subjetiva y la memoria individual, puede percibirse un desacople ante lo que podía esperarse que fuera un zócalo permanente en torno a la universalidad de los derechos humanos. Federico Lorenz reflexiona, bajo una luz introspectiva, la debilidad de esa esperanza universalista a la sombra de la polarización política.

Comienzo a escribir estas líneas el 24 de marzo de 2021, fecha que desde el año 2006 es feriado nacional y se la marca como “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”. Por la pandemia no se han convocado marchas masivas, y veo el sol mientras me concentro en el trabajo. O intento concentrarme, porque la radio que escucho en este momento ha elegido recordar los 45 años del golpe militar con audios de la época, y es imposible que la memoria no viaje a aquellos tiempos oscuros que transité como niño. Arranco de esta manera porque hace unos cuantos años que el 24 de marzo, que para mí era un día de marcha y lucha, se transformó en una fecha mucho más introspectiva. Llevé algunas veces a la Plaza de mayo a mis hijos, a la ex ESMA, y luego empezaron a ir con sus compañeros, con otras convocatorias, consignas, dentro de otros colectivos. Desde mi pequeño lugar, celebro las masivas movilizaciones juveniles cada 24, pero cada vez las siento menos “mías”. Tal vez, entonces, esta distancia que siento tenga algo de generacional.

Puede ser, también, por su marca de origen. Yo no soy “afectado”, ni formo parte de los organismos, ni estoy encuadrado políticamente. Siempre fui “suelto” a las marchas, aunque siempre me encontré con muchos compañeros en la plaza. Esa colectividad implícita era lo mejor que para mí tenían esas marchas del 24.

Pero creo que prefiero la introspección, últimamente y antes de la pandemia, más que nada porque no me gusta la polarización que se ha generalizado en torno a la fecha y, por extensión, a algunos de los temas centrales a los que convoca(ba). No es que me moleste la polémica, todo lo contrario. Pero sí siento que la utilización que el kirchnerismo hizo en su última etapa de las memorias asociadas al 24 de marzo, y la reacción de sectores antidemocráticos ante esa apropiación, hiperbólicas ambas, dificultan aquello que más me preocupa por formación y vocación, que es pensar políticamente e invitar a la reflexión a mis estudiantes. Si “el 24” moviliza con otras consignas, también es cierto que la polarización parecería haber cerrado a cal y canto algunos temas, reforzando a las partes en su propia verdad.

“Memoria, verdad y justicia” son consignas del movimiento de derechos humanos elevadas al rango de políticas de estado y, en tanto tales, en un país como la Argentina, un Estado, ocupado por un gobierno, las sesga y las condena a ser fragmentarias y sesgadas. Y se abre el enorme problema político de lo que sucede cuando los organismos, referentes éticos, se sesgan también. En definitiva, lo que regresa es la politicidad de las memorias, pero el tono imperativo y absoluto de consignas transformadas en admoniciones no permite la esperable discusión.

«Fluir», Pablo Flaiszman (2018), barniz blando – aguatinta sobre papel, 50×65 cm (plancha: 30×40 cm).

Las fechas de memoria son sacralizadas, execradas, banalizadas, mercantilizadas, simplificadas, manipuladas, relegadas, utilizadas… La pregunta es ¿por qué el 24 de marzo debería escapar a esta suerte de ley? En todo caso, lo que no debería suceder es que no hiciéramos un alto para analizar por qué sucede todo eso con un aniversario y las representaciones que evoca, para ponderar sus consecuencias, reales y posibles. Lo que vuelve preocupante en particular los usos de esta fecha es que en el sentido común de millares de compatriotas “24 de marzo” es sinónimo de “derechos humanos”. Ese sincretismo es el que está en crisis, y es esa situación la que los sectores antidemocráticos utilizan para impugnar no una memoria particular sobre el pasado sino, precisamente, los derechos humanos. Más grave aún: la polarización es tal que aún las voces democráticas que cuestionan la apropiación de la fecha o el sesgo de la retórica sobre ella, y advierten sobre sus consecuencias, caen automáticamente en el lado de los “golpistas” o “antipopulares”. En un proceso de retroalimentación, al criticar la apropiación del tema por una fuerza política, se refuerza el sentido de propiedad sobre esta y, a la vez, se esencializan los derechos humanos confinándolos al “pasado reciente”. Porque los “derechos humanos”, también durante muchos años, fueron sinónimo de “terrorismo de Estado durante la dictadura militar”.

Quizás la extensión de esa noción a las violaciones a los derechos humanos en el presente sea probablemente una de las mayores deudas de la democracia argentina. Por supuesto que el paso del tiempo hace su obra; el recambio generacional tiene mucho que ver, precisamente, en evitar esa esencialización. Pero a la vez, durante varios años nos hemos formado y hemos formado precisamente con esa noción limitada, que confina el accionar de los organismos de derechos humanos a algunos temas sí, a otros no, por lo menos en la percepción de actores sociales ajenos a ellos.

No hemos podido escapar a esa marca de época.

Como desafío, asociar política y derechos humanos entonces implica entender que “los organismos” surgieron históricamente frente a desafíos y urgencias concretas: la desaparición forzada de personas, la apropiación de niños, la tortura. Esa es la marca de origen de organizaciones de la sociedad civil que enfrentaron el terror estatal. No todos ellos han reformulado o repensado sus prácticas y objetivos, ni es obligatorio que lo hagan. Lo que abre la puerta, entonces, a pensar en la historicidad de las instituciones, su visibilidad (pensarlas históricamente) y, en consecuencia, entender que otros organismos, probablemente, tomen la posta de nuevas luchas. En todo caso, eso dificulta consolidar la construcción de la idea que los derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos. En un contexto de retórica fácil, de fake news e instantaneísmo, semejante debilidad es preocupante. El repliegue sobre lo ya sabido, sobre una verdad que lo es porque básicamente coincide con lo que pienso, sobre lo que me genera empatía, sobre lo individual –por más colectivo que parezca- es una preocupante consecuencia que favorece el avance autoritario. En ocasiones, tal actitud, que rápidamente deriva en la intolerancia y es fascista, parece no ser parte solamente de lo que genéricamente se llama “derecha”. Eso es más preocupante aún.