En esta columna José Joaquín Brunner analiza las razones que llevaron al triunfo de la opción por el rechazo en la votación por un nuevo texto de Constitución para Chile. El autor cuestiona las explicaciones fáciles o frívolas que se han dado para explicar el resultado adverso, exponiendo en cambio un análisis agudo de las razones que llevaron a que la mayoría de la población le diera la espalda a esta propuesta.

De acuerdo con la Real Academia de la Lengua, rechazar significa “forzar a algo o a alguien a que retroceda”, “contradecir lo que alguien expresa o no admitir lo que propone u ofrece”, o “denegar algo que se pide”.

¿Qué fue objeto de rechazo el domingo del 4-S?

La pregunta a la cual la ciudadanía debía responder era: “¿Aprueba usted el texto de Nueva Constitución propuesto por la Convención Constitucional?”. Propiamente, en términos del acto plebiscitario, se denegó lo pedido. En cuanto al texto, fue contradicho y no se admitió lo ofrecido. Por último, políticamente, se desautorizó a la Convención Constitucional. Y se forzó al Gobierno, y a su coalición estructurante, Apruebo Dignidad (AD), a dar por superada la Convención, y a allanar el camino para una segunda oportunidad constitucional, aparte de tener que revisar su propuesta y estrategia gubernamentales.

¿Qué hacer ahora?

Ante todo, AD y el gobierno necesitan dejar atrás las explicaciones fáciles o frívolas para excusar su pérdida, por lo demás autoinfligida, tales como: la derrota del Rechazo fue producida por fake news, una propaganda millonaria, el temor inducido, un engaño sistemático, los medios de comunicación,  la conspiración de las encuestas, la manipulación de los instintos conservadores de la población, el ocultamiento de los rostros del Rechazo, el manual de Steve Banon, la ignorancia del electorado, su masoquismo, alienación, desconocimiento de sus propios intereses, etc.

Más bien, habrá que reconocer que el Rechazo fue dirigido al conjunto de factores que condujeron a este desenlace.

Primero, al proceso convencional desde el día mismo de su instalación (episodio iconoclasta);  los frondosos reglamentos moralizantes adoptados; el clima hiperbólico que rodeó al organismo; su (in)comunicación y nula sensibilidad hacia la gente envuelta en su cotidianidad (normalidad); la forma errática de comportarse de varios de sus miembros (y no solo Rojas Vade); la hostilidad (casi ritual) hacia los símbolos propios de la comunidad nacional; el rechazo sectario (incluso funas) hacia las opiniones disidentes y la sistemática exclusión de las corrientes de derecha; el extremismo autoproclamado de un número importante de iniciativas de norma (aunque fuesen rechazadas); la mediocre conducción del organismo en su primera y segunda etapa; la falta de liderazgos sustantivos y articuladores, mientras brillaban aquellos otros más propensos al espectáculo, los disfraces y la agitación discursiva.

En seguida, el resultado alcanzado. Es decir, el texto finalmente concebido y propuesto y la forma como fue comunicado, sus vocerías y la campaña comunicacional en torno a sus contenidos. Un documento a todas luces desproporcionado, con más de 400 artículos, escrito en el lenguaje neo constitucional de las izquierdas identitarias latinoamericanas, abultado e inorgánico, con partes esenciales débiles —como la organización del Estado y la relación entre sus poderes—, sin el necesario balance, lleno de ambigüedades y disposiciones vagas, y que confunde Estado social y democrático de derecho con un catálogo de más de 50 derechos fundamentales cuya inviabilidad práctica terminó generando más rechazo que aprobación.

Así mirado, el texto aparece como una Constitución extrema; una fantasía proclamada como carta base (la mejor del mundo, llegó a decirse), con más derechos individuales y colectivos, humanos y de la naturaleza, que casi cualquiera otra, con un costo fuera del alcance incluso de los países más ricos. Por tanto, en vez de aparecer como una utopía entusiasmante, aparece como un ofrecimiento poco serio a la luz de la experiencia cotidiana de la gente.

Más al fondo, el país ha rechazado —a lo largo de todas sus regiones sin excepción y de más de un 90% de las comunas— un texto que, en vez de expresar acuerdos transversales, resume un espíritu refundacional y maximalista. Esto es, la creencia de que una sociedad —cada vez más compleja y diferenciada, con mayor pluralismo y serios problemas de integración y crecimiento como la nuestra— podría ser reinventada y recreada a partir de un papel (en blanco). Así, esta Constitución apareció de pronto, a los ojos de muchos, como un tigre de papel; algo que aparenta una promesa revolucionaria pero que, en realidad, es inofensivo.

En un nivel todavía más elemental, situado en una capa ideológica profunda, el Rechazo representa la reprobación de un diagnóstico del país y de una estrategia de cambio formulada a partir de aquel. Consistente en suponer que la población chilena, 99% de ella frente a un 1% de super privilegiados, pueblo contra elite, aspira a lo máximo, la gran ruptura, porque no tiene nada que perder.

Esta aseveración es un grave error sociológico más que político. ¿Por qué? Porque no se hace cargo de la enorme transformación experimentada por la sociedad chilena y la emergencia de diversos nuevos estratos y subjetividades producida por la integración a circuitos educacionales superiores, de consumo, de monetarización, de propiedad, de status, de circulación de signos y de formas de vida.

Cabría explorar, por lo mismo, si acaso en la votación plebiscitaria pudo ocurrir algo similar a lo observado en elecciones de otros países. Cual es, que la votación progresista se ve reducida cada vez más a grupos con  mayor educación, ingresos relativamente altos y de talante liberal-posmoderno en el plano cultural —desde el buenismo hasta el extremo del free for all, desde la defensa de las identidades disidentes hasta el Küme Mongen mapuche como paradigma civilizatorio, desde un feminismo radical hasta un ecologismo crítico-planetario—, quedando la mayoría del voto popular y de los segmentos con menos años de escolarización y menor inclinación al ethos posmoderno dentro del campo de atracción de las fuerzas opuestas al ‘cambio progresista’. Esto es, aquellas que defienden la pequeña propiedad, los valores tradicionales, la chilenidad, las tradiciones comunitarias, los emprendedores pyme y, en esta ocasión, el Rechazo.

El relativo desprecio que cierta (auto)conciencia de izquierdas siente, y apenas oculta, por esa muchedumbre supuestamente desclasada, ‘pobres diablos’ se decía antes, hoy ‘fachos pobres’, revela una pretensión de superioridad moral que, de múltiples  maneras, se expresa también en el lenguaje de la cancelación frente a aquella otra parte de las izquierdas que insiste en valorar el potencial reformista de aquellos nuevos estratos que buscan integrarse ‘desde abajo’ a los códigos y prácticas culturales de nuestro capitalismo (periférico) contemporáneo. Y que lo hacen, indefectiblemente, con fuertes malestares y tensiones que, dependiendo de las situaciones y circunstancias, pueden llevarlos ya bien a manifestarse por el Rechazo o el Apruebo, por Boric o por el ‘partido de la gente’, por la protesta en las calles o por la abstención electoral.

Como sea, el inverosímil relato que primó —consciente o inconscientemente— entre las vanguardias del Apruebo y que animó también al núcleo duro de la Convención Constitucional, el relato de que finalmente se avecinaba la revolución soñada e imaginada el 18-O de 2019 durante el estallido social, revela una distorsionada visión express de la historia. Es la idea de que las sociedades pueden ser cambiadas drásticamente por la fuerza de las palabras escritas en un solemne texto de papel, sin tener que pasar el sueño imaginado por el filtro de la historia y concretarlo contrariando las duras, opacas e infinitas resistencias de las infraestructuras del poder y la cultura.

Seguramente esta distorsionada visión contribuyó también, a lo largo del proceso que hemos venido describiendo, a provocar unas reacciones defensivas que se expresaron en la masiva opción por el Rechazo.

El relato octubrista o del octubrismo, surgido de entre los ecos del estallido, vuelve una y otra vez a plantear su estrategia de ruptura y despliegue de un poder popular alternativo. Estuvo tras el jaque a la gobernabilidad en los días de octubre de 2019 cuando movilizó la consigna de la renuncia presidencial y empujó una asamblea popular. Se restó del acuerdo del 15-N que inauguró el camino institucional hacia una nueva carta fundamental a través de la Convención Constitucional. Buscó desbordar a este organismo desde dentro (desconociendo su carácter de poder derivado y reglado) y rodearlo desde fuera (las masas en las calles). Articuló una visión constitucional de ‘guerra cultural’ contra los 30 años del ‘antiguo régimen’ y los 200 años de ‘república perversa’, visión que permeó el proceso constituyente y el texto rechazado el domingo.

Precisamente el PC había llamado a abordar el plebiscito como la “batalla de las batallas” (Comité Central del PC, 22 de mayo 2022). Y usó el relato octubrista como un recurso para disuadir el voto del Rechazo que, de ganar, dijo el Presidente de dicho partido, nos precipitaría “en un período de oscuridad, de tensiones, de no sé qué cosa”. O sea, rechazar conduciría a un nuevo estallido. Mas la historia no se repite dos veces.

Al contrario, ahora lo importante es cómo las direcciones políticas —el Presidente Boric y su gobierno (con flamante nuevo gabinete), las dos coaliciones oficiales, las diversas oposiciones, las jefaturas de ambas cámaras del Congreso y los comités parlamentarios, instancias expresivas de la sociedad civil, la esfera académica e intelectual y las redes activas de la polis— se hacen cargo de las consecuencias del Rechazo y reconocen y procesan las nuevas condiciones.

En suma, el significado inmediato del Rechazo es haber desencadenado una reordenación del cuadro político. Su efectividad, en cambio, será juzgada por la capacidad para impulsar el nuevo ciclo constituyente y colaborar con la gobernabilidad del país.

Los nuevos viejos restos (detalle), Julián Reboratti