El texto  centra su mirada y su reflexión en torno al polémico tema de la reconciliación señalando que hasta el presente, y a casi cuatro décadas de recuperada la democracia en nuestro país, no ha existido un debate serio y sostenido en argumentaciones fundadas. Leyendo con atención el “caso sudafricano”, el texto de Lucas Martín revisa críticamente algunas de las razones que generalmente se enuncian para desechar la opción reconciliatoria para el caso argentino al cotejar, no solo dos escenas jurídicas y transicionales clave del siglo pasado, sino además poniendo de manifiesto las consecuencias para la búsqueda de la verdad  y la justicia que una y otra elección han tenido en las respectivas sociedades

“Nicolás Massot pidió llamar a la reconciliación respecto de los años 70”. Esta fue, palabras más, palabras menos, la noticia saliente que a comienzos de este año volvió a generar ruido público en torno del problema de las violaciones a los derechos humanos en los años setenta. El diputado de Cambiemos había declarado “Creo que con los años 70 hay que hacer como en Sudáfrica y llamar a la reconciliación” y que, para “superar ese capítulo con mayúscula”, hacía falta “no sólo memoria, justicia y verdad” sino “también perdón” (Perfil, 21/01/2018). Y aunque luego intentaría desdecirse o aclararse (Crónica, 30/01/2018), el tema de la “reconciliación” había ya ganado, una vez más, la escena pública.

Como en cada salida de conflictos o regímenes violentos, el tema de la reconciliación, la pacificación o la convivencia social, ha estado presente en nuestra transición hacia la democracia. En los últimos años, volvió a insinuarse espasmódicamente. Pese a ello, no ha habido, sobre el tema, hasta donde he podido comprobar, un debate franco, elaborado y sostenido durante cierto tiempo. Al contrario, los esfuerzos parecen orientados antes al anatema o el slogan, a la instrumentalización y la protección del tabú, y no hacia la reflexión polémica que un tema así ameritaría. Sin debatir ni argumentar, se ha dicho de todo al respecto: que la reconciliación sólo puede venir de la mano de la justicia penal, que ésta impide la reconciliación; que es necesario el perdón o la amnistía para reconciliarse, y todo lo contrario; que se trata de reconciliarse con la historia, con uno mismo, con la sociedad, entre víctimas, víctimas con victimarios.

Se trata, sin dudas de un tema espinoso, y cabría la pregunta de si conviene en este momento proponerlo para el debate, cuáles son los riesgos de ello y cuáles los réditos para una sociedad que todavía no logra reparar los daños causados durante la última dictadura. Esto último, la deuda en reparación, debería ser motivo suficiente para estimular alguna revisión crítica de lo hecho hasta ahora. Que el tema vuelva cada tanto también brinda razones para afrontar de una buena vez el debate. La sensibilidad que muchas veces se percibe ante la sola mención del vocablo reconciliación, en especial de parte de los organismos de derechos humanos, y la procedencia de quienes enarbolan el tema nos alertan sobre qué tipo de concepción de la reconciliación gana lugar allí donde no se ha dado un debate franco. Asimismo, la naturaleza tajante e inmediata a favor o en contra de la reconciliación tan pronto irrumpe el tema nos lleva a pensar que esas opiniones pueden deberse a los temores por las consecuencias y las conclusiones a los que ese debate pueda guiarnos.

Mi primer intención fue la de ofrecer algunos argumentos sin una conclusión necesaria, de manera que quedara abierto el debate. Pero, dadas las circunstancias descritas hasta aquí, y puesto que como consecuencia de ellas existen fundadas razones para presumir que los argumentos que presente serán tomados como confirmatorios de una u otra de las posiciones ya fijadas, volviendo así a clausurarse el debate, he preferido ofrecer el siguiente ejercicio: buscar críticamente cuál es el mejor argumento en contra de la propuesta de reconciliación, más particularmente, en contra de la reciente formulación de Massot, que evoca un caso que he podido estudiar, el de la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) de Sudáfrica en los años 90. Evaluaré entonces, uno a uno, a la luz de la experiencia sudafricana, los principales argumentos que han sido vertidos tras las declaraciones de Massot.

Antes de comenzar, recordemos muy breve y esquemáticamente en qué consistió la “solución sudafricana”, en particular los aspectos que parecen evocados cada vez que se la menciona por aquí. En 1993 la Constitución provisoria de una Sudáfrica en transición hacia la democracia ordenó, entre otras cosas y con el objetivo de superar los conflictos del pasado y lograr la reconstrucción y la reconciliación de la sociedad, otorgar amnistías a quienes hubieran cometido crímenes con fines políticos. La CVR rechazó la idea de conceder amnistías generales y abstractas. En cambio, propuso amnistías individuales bajo condiciones severas: sólo sería otorgada la amnistía a quien la solicitara y contara la verdad completa (con nombres y detalles) sobre el crimen cometido. La amnistía, de comprobarse que la verdad era completa y de considerarse que sus motivaciones habían sido políticas, era otorgada respecto del hecho particular y no de la persona que, de haber cometidos otros crímenes, debería también contarlos en su verdad completa para poder ser amnistiado en cada caso. De manera que, de no respetarse las condiciones (que la verdad fuera completa, que el crimen hubiese sido político), el victimario purgaría su pena de acuerdo a la ley común. Esta “solución” tenía un principio: poner en el centro a las víctimas, esto es, que ellas pudiera relatar su sufrimientos (y lo hicieron en primer lugar), que se les ofreciera la verdad sobre el destino de sus seres queridos y supieran quiénes fueron los responsables directos. Se inventó así  la noción de justicia reparadora donde el fin es, en primer lugar, ofrecer la verdad que necesitan las víctimas, y sólo después el del castigo que los perpetradores merecen. Entendieron así que para reparar el daño el foco debía ser puesto en las víctimas y no en los victimarios; que el principal esfuerzo y la mayor exposición –con sus riesgos- debía correr por cuenta de los perpetradores.

Con estos elementos a mano, analicemos ahora cuatro de los principales argumentos esgrimidos en respuesta a los dichos de Massot.

Ilustración: “Mise en scène”, óleo sobre tela de Juan Pablo Renzi (1980)

Los militares argentinos han dado muestra de su voluntad de no aportar verdad y de no arrepentirse. En este punto podría marcarse cuánto de acuerdo debería registrarse entre promotores y críticos de la solución sudafricana. En efecto, si se ha de promover otra opción que la actual para lograr que los militares hablen es porque se sobreentiende que hasta ahora no han hablado y que, por añadidura, tienen algo que ofrecer –que nos interesa– porque lo han retaceado hasta el momento. No han hablado en los juicios (salvo excepcionalmente), por tanto, no sería ilógico considerar una variante institucional en la que se esperaría hallar una mayor predisposición de su parte para colaborar con la verdad.  Se dirá, como ha sido dicho ya reiteradamente, que dada la experiencia que hemos tenido hasta ahora, es poco probable que hablen sea cual fuere la propuesta que se les hiciera. Como evidencia de esta aseveración se presenta la casi nula disposición a aportar verdad en tiempos de impunidad. Este argumento no hace mella a la opción sudafricana por la reconciliación. Por un lado, allí, como se sabe, no hubo impunidad como la que  hubo en Argentina entre 1987 o 1991 y 1995. Lo que hubo fue una amenaza de juicio y castigo a quienes no contaran la verdad. Algo así nunca se dio en la Argentina. Y pese a que en Sudáfrica no se sostuvo en el tiempo la efectivización de la amenaza judicial (pues no se iniciaron nuevos juicios luego del trabajo de la CVR, algo de lo que aquí, dado el desarrollo de los juicios, estaríamos a salvo), la solución sudafricana tenía la misma respuesta que la Argentina para quienes no aportaban verdad. De manera que el argumento de que los militares no han dado muestras de romper el “pacto de silencio” estaría contemplado en una eventual modificación de la política actual por otra que contemple la experiencia sudafricana: si hablan, habrá un aporte en verdad (sabremos acaso dónde están los restos de miles de desaparecidos, los nietos faltantes conocerán su identidad); si no hablan, nada cambiaría, los juicios proseguirían y, con ellos, los castigos. Nada cambia para quienes no quieren hablar, pero cabría una esperanza en términos de verdad. Por supuesto, de funcionar la “opción sudafricana”, ello implicaría dar a cambio la libertad sobre cada crimen confesado, sobre cada verdad completa acerca de un crimen cometido por razones políticas. Pero aquí el tema es otro, a saber, si estamos dispuestos a ofrecer la libertad a quienes digan la verdad, a quienes respondan: ¿dónde están los desaparecidos, qué sucedió con ellos, dónde están sus restos? ¿dónde están los nietos?

(Cabría una nota aparte acerca del sentido de las penas para el derecho y la distinción entre impunidad e impunición que suscitó la experiencia sudafricana; pero, para no extenderme aquí, señalaré apenas algo palmario en dicha experiencia: los victimarios que, al decir la verdad, reconocían su responsabilidad en los crímenes ante auditorios repletos de víctimas y familiares de víctimas, en cada ciudad o pueblo en los que las audiencias tenían lugar, difícilmente experimentaban un sentimiento de impunidad: aunque evitaban una condena judicial se exponían ante los ojos de los miembros de su propia comunidad).

La justicia penal produce verdad (por lo tanto no hay contradicción entre juicios penales y búsqueda de la verdad). La aseveración que contiene este argumento es sin dudas verdadera, pero incompleta. Habrá de convenirse a la vez que no es totalmente compatible con el diagnóstico del argumento anterior (los militares no hablan) ni con el anhelo implícito en el mismo (sería bueno que hablaran). Pero veamos primero por qué es incompleta y, luego, por qué los juicios y la búsqueda de la verdad no son tan complementarios como algunas veces se cree. ¿Por qué sostener que los juicios generan verdad es una afirmación incompleta? Por tres razones. En primer lugar, porque buena parte de la verdad que se ventila en los juicios tiene origen extra judicial: el trabajo de la CONADEP y de los organismos de derechos humanos sigue siendo una fuente esencial, y por cierto previa, a la sustanciación de juicios; las declaraciones (1995) y el libro autobiográfico (1997) del ex capitán Adolfo Scilingo en pleno período de “impunidad” han constituido una pieza esencial para el “megajuicio” de la ESMA; también, ha sido una ong, Abuelas de Plaza de Mayo, y llegadas a los 20, 30 y 40 años, las propias víctimas, quienes más han contribuido a la restitución de la identidad de los hijos apropiados por los dictadores. En segundo lugar, la verdad jurídica es una verdad muy particular, lo que la hace de por sí ajena a cualquier otro fin social que no sea el de probar la imputación de un hecho a una persona. Esto se observa, por ejemplo, en el tipo de relato que les es requerido, mediante preguntas, repreguntas, observaciones e interrupciones, a los testigos, la mayoría de ellos víctimas directas o indirectas. En contraste, la CVR distinguió cuatro tipos de verdad: forense (correspondiente a la verdad judicial o técnica), social (relativa al debate social del pasado entre el mayor número posible de puntos de vista), personal (aquella en la que importaba cómo cada quien había vivido el horror) y una verdad sanadora (orientada a reparar, hacia el futuro, y por lo tanto verdad reconocida y accesible). Y era el conjunto de esas verdades, la composición de una verdad plural, multifacética y comprehensiva, la que contribuiría a reparar el legado del crimen. En tercer lugar, si hay algo que los juicios parecen no haber producido en términos de verdad, eso es la verdad que pueden aportar los perpetradores, es decir, aquellos que tienen la garantía del derecho de no declarar (o de hacerlo en cualquier momento que crean oportuno durante el juicio), de no autoinculparse y (aunque es discutible, también es incontrolable e imposible de sanción) de mentir.

Esto nos lleva al segundo punto que quería abordar aquí, el de la compatibilidad o incompatibilidad entre la búsqueda de la verdad y la realización de juicios. Creo al respecto, en primer lugar, que haríamos mal en plantear la discusión de manera binaria a todo o nada: los juicios contribuyen a la verdad vs. la verdad es obturada por los juicios. Ya lo dijimos al comienzo de este parágrafo: es cierto, aunque parcialmente, que los juicios producen verdad. Creo que, en cambio, conviene plantear el debate en términos de las deudas pendientes o los puntos ciegos que persisten en ciertas respuestas a los crímenes de lesa humanidad (ya se trate de juicios o de intercambios de verdad por libertad, como en Sudáfrica). Puesto en otros términos: apreciar las cosas que están bien, pero no dejar de ver aquello que no estamos logrando conseguir en términos de verdad, justicia, reparación y memoria. En este sentido, si ponemos en la balanza, de un lado, todo lo positivo que puede significar el reinicio sin restricciones legales de los juicios y, del otro, todo lo que falta en verdad, no podemos menos que lamentarnos de la insoportable lentitud con que aparece cada nieto (casi nunca por obra de los juicios) y el igualmente insoportable dolor por la imposibilidad de cerrar una historia individual y hacer el duelo por no conocer el destino de un ser querido. Desde este punto de vista, no sería tan fácil hacer un balance en el que pueda afirmarse simplemente que verdad y justicia “se han complementado”. Si, por otra parte, dejamos de lado los aspectos más comprehensivos de la verdad y nos ceñimos puntualmente a su faceta de “información” faltante sobre las víctimas, sus destinos e identidades, entiendo que es legítima la pregunta de si acaso en algún punto la justicia no genera un impedimento antes que un estímulo para un avance mayor en lo que hace a verdades esenciales y urgentes. Por cierto, todo lo que falta es responsabilidad de los militares (lo que falta, digámoslo crudamente: las personas que faltan y la verdad sobre lo que les pasó, que también nos falta). Pero es también una responsabilidad del Estado, y de la sociedad en su conjunto, la de reflexionar sobre los mejores medios para reparar el daño y alcanzar la verdad, para que cada víctima o familiar conozca el destino sufrido por su ser querido y sepa dónde descansan sus restos, y para que cada ciudadano que fue privado de su identidad apenas nacido pueda recuperarla en verdad.

No queremos abrazarnos con los asesinos. Podemos presumir que nadie quiere eso, que ni las víctimas, ni quienes, sin serlo, hayan vivido bajo la dictadura, ni quienes hayan nacido ya en democracia deseamos algo así. Y tampoco, cabría suponer, los allegados de los victimarios. Nadie quiere convivir con un asesino, mucho menos abrazarlo (si los familiares de los represores los abrazan, cabe suponer que lo hacen por otras razones). Por otra parte, esa pretensión, la del abrazo, no existió en el proceso de verdad y reconciliación en Sudáfrica, y aunque hubo escenas de perdón y reconciliación personal, éstas fueron preservadas a puertas cerradas. Sudáfrica planteó la reconciliación como principio político para construir una nueva comunidad (la “Nación Arcoiris”) sobre los escombros de un régimen de segregación y de una guerra civil. Y asumió que la Comisión de Verdad y Reconciliación podría cimentar el camino hacia la reconciliación pero no lograrla, puesto que no era algo que pudiera “imponerse” (para retomar una expresión del Secretario de DDHH bonaerense Santiago Cantón) y llevaría tiempo y esfuerzos mayores. No hay una gobernabilidad de la reconciliación, pese a que es de orden político, como tampoco la hay del perdón, que es algo personal.

Cabría entonces hacerse preguntas de una gravedad menor. ¿Estamos dispuestos a hablar con los represores, con algunos de ellos? Dejemos de lado la idílica figura del diálogo. Pensemos que hay otras formas de intercambio (los juicios, por su parte, establecen una forma controversial de intercambio en la que la mejor parte –las mayores garantías- corresponden a los imputados, mientras que testigos, víctimas y querellantes afrontan todo el esfuerzo y la exposición –incluso la de ser castigados por falso testimonio, algo de lo cual los imputados quedan exentos). ¿Podemos entablar alguna otra forma de intercambio con los represores distinta de la actual? Es difícil saberlo de antemano, y toda propuesta conlleva riesgos. Pero conviene señalar que de hecho ha habido otras formas. Familiares de víctimas de la represión se han acercado a los victimarios a propio riesgo y sin protección alguna, o han expresado su deseo de hacerlo, en la búsqueda de la verdad (muy pocos casos han sido contados abiertamente, y hasta donde pude averiguar hubo ya en los inicios de la democracia intentos de acercamiento para tratar de conocer el paradero de los suyos). ¿Puede alguien desear que los militares no hablen? ¿Puede, quien anhele que rompan el silencio, contemplar otro tipo de intercambio que no sea el de los tribunales, escena aparentemente propicia para “no hablar”, y que no sea tampoco, por cierto, el de las escenas de ‘reconciliación’ o ‘concordia’ como las que se han visto hasta ahora, donde de lo que se trata es de hablar sin decir nada, hablar para olvidar, sin aportar verdad?

Es legalmente imposible ofrecer cualquier tipo de perdón/amnistía/impunidad. Este es el argumento más contundente de los que hemos visto hasta ahora, aunque no contempla el potencial creativo que existe en el derecho ni el eventual problema de la indecidibilidad ante el caso dilemático (es decir, el dilema de no tener por seguro a priori a qué antecedentes jurídicos referirse para decidir el fallo, y qué derecho se privilegiará, si el de la verdad para la víctima o el del castigo sin atenuantes para el victimario). El proceso de verdad y reconciliación sudafricano experimentó una limitación legal semejante pero de signo inverso: la Constitución (transitoria) de 1993 imponía, como resultado de los acuerdos para poner fin a la violencia y allanar el camino hacia un gobierno legítimo, el deber de otorgar amnistías. Esto generó rechazo y frustración. Fue fruto de la imaginación de los comisionados la idea de respetar el mandato de amnistiar pero, en cambio, imponerle condiciones (que fuera a cambio ofrecida una verdad completa). Del mismo modo, cabría suponer que, hasta tanto no se discuta o no se plantee una propuesta concreta, el término de reconciliación es simplemente una consigna y, la evocación del caso sudafricano –más allá del desconocimiento que reina sobre el mismo–, la simple alusión de un antecedente, así como en otros temas se alude a Nüremberg, que poco tiene de parecido con los juicios en curso en Argentina.

Pongámoslo en otros términos: sería difícil afirmar que, por el modo en que resolvió su salida del apartheid, la nueva democracia Sudafricana se puso fuera de la ley; o que los acuerdos de paz en Colombia, que contemplan reducciones de penas en ciertos casos, deberían  ser desafiados judicialmente sin atenuantes. Se trata de fines y de derechos irrenunciables los que están en juego (la verdad, la justicia, la convivencia democrática, la no repetición –el Nunca Más-, la memoria, la reparación, etc.), y al parecer no existe una decisión, una política, que sacie completamente cada uno de ellos.

Finalmente, no resulta tan fácil decir: aunque el victimario posea verdad, la verdad que usted necesita para conocer su identidad o la de los suyos, la verdad para hacer el duelo de su ser querido, no podemos ni obligarlo a hablar (porque vivimos en un Estado de derecho) ni dejar de castigarlo penalmente sin atenuantes (porque así lo dicta la jurisprudencia), de manera que tampoco podemos ofrecerle nada a cambio de su verdad; como tampoco resultaría fácil decir: usted querrá que el crimen no quede impune, que sufra cárcel común, pero también quiere que el imputado diga dónde está su nieto, y él posiblemente sólo esté dispuesto a hablar a cambio de una liberación en el peso de la pena, y nosotros hemos hecho prevalecer la verdad por sobre el castigo.

Realizado este recorrido por cuatro de los más reiterados argumentos a propósito de “reconciliarnos como Sudáfrica” y si mis argumentos son correctos, podremos convenir que ni el hecho de que los militares no hayan aportado mucha verdad al día de hoy, ni la negativa a abrazarse con asesinos y torturadores, ni la afirmación de que los juicios generan verdad ni tampoco la que sostiene que es legalmente impracticable una respuesta a la sudafricana, constituyen argumentos suficientes para inhabilitar un debate al respecto. Por cierto, la crítica de las críticas, por sí misma, no constituye un argumento a favor de seguir el camino sudafricano, cualquier cosa que ello pudiera significar. Y tal como suele ser evocado ese camino, también es cierto que aparece como cualquier cosa, es decir, sin reflexión ni argumento y, sobre todo, y esto en agudo contraste con Sudáfrica, sin liderazgos que asuman el riesgo de revisar lo que hacemos con nuestra herencia más dolorosa.

El tema, ya lo dijimos, es lo suficientemente delicado como para abrazar una posición y acumular argumentos por aproximación. Por supuesto, la expectativa de lograr verdades, como dije, necesarias y urgentes, es un buen argumento para cambiar algo de lo que se ha hecho hasta ahora, pero no indica en qué sentido convendría orientar dicho cambio. Un argumento contrario aunque parcial sería el que subraye que todo el esfuerzo ha corrido por el lado de las víctimas, los familiares y los defensores de los derechos humanos y que, por tanto, correspondería a los victimarios dar el primer paso, realizar el esfuerzo y correr los riesgos. Y un argumento definitivo, tal vez, sería el siguiente: simplemente no queremos otra cosa que el castigo a los culpables.