La Argentina está al borde de un abismo, con la fuerza política más votada prometiendo desmantelar los logros de derechos y pilares culturales y sociales. Esta promesa se ha manifestado a través de una performance desbocada de palabras, imágenes y gestos. La autora sugiere que este escenario es el resultado de tramas, algunas de larga data, otras coyunturales. Insta a asumir responsabilidades y revisar las prácticas de una cultura política agotada.

Que la Argentina no ha sido nunca un derroche de virtudes republicanas es indudable. Como también lo es que hoy, a 40 años de un pacto democrático que no obstante sus eventuales momentos de debilidad gustábamos imaginar como aceptablemente consolidado, nos encontramos al borde de un abismo de dimensiones tan inciertas como presumiblemente colosales.

En efecto, la fuerza política más votada y, alianza mediante, hoy en el gobierno, es aquella que promete arrasar no sólo con todo lo logrado en materia de derechos durante estos 40 años sino, también, con históricos pilares culturales y sociales de lo público, trabajosamente construidos a lo largo del siglo XX. Y resulta bastante elocuente que esa promesa, en la que se juega el destino colectivo de millones de personas, se haya desplegado en el espacio público a través de una performance desbocada de palabras, imágenes y gestos reunidos en increíble capricho, que van desde el esoterismo y la megalomanía hasta una reivindicación de la “lucha antisubversiva” que emula con notable lealtad y renovada vehemencia las voces más bárbaras de la represión, pasando por el más vulgar de los machismos, la homofobia, el desprecio de la ciencia y la cultura, la reivindicación del terraplanismo, la mercantilización de los cuerpos, y tantos otros etcéteras que presumo por todos conocidos. Completan el cuadro una violencia verbal, gestual y simbólica que oficia de soporte identitario de esta no tan nueva derecha y una desfachatada ignorancia [cuando no desprecio] respecto de las normas, las leyes, los valores y los códigos que definen los bordes y determinan el funcionamiento del sistema democrático. Paradójico y desolador escenario: hoy, a 40 años de aquel pacto democrático que, insisto, gustábamos imaginar como aceptablemente consolidado, nuestra única certeza es que nos encontramos ante un verdadero retroceso civilizatorio.

«Mujer acodada» de Raul Russo

“¿Cómo llegamos a esto?’ parece ser la pregunta rumiante que atormenta el sueño y la vigilia del progresismo “de bien” (si se me permite el para-citado), ante cuyos atónitos ojos se despliega hoy la evidencia de una derrota cultural que no puede pensarse, en rigor, sino como resultado de una concatenación de tramas de diversas dimensiones, algunas de larga data, otras, coyunturales.

Concedamos, en principio, que la crisis de las democracias liberales y el ascenso, aquí y allá, de las llamadas “nuevas derechas” son datos de contexto que no pueden estar ausentes de nuestras consideraciones; constituyen, por así decir, el telón de fondo epocal de nuestro drama; pero admitamos, a su vez, que el caldo de cultivo que nutrió a esta Hydra vernácula se conformó al calor de la política local de las últimas décadas.

Abundan los análisis que buscan explicar el voto a La Libertad Avanza (LLA) y, en conjunto, señalan un amplio abanico de causas y motivaciones. Se destacan, entre muchas otras, las frustraciones económicas y de expectativas de vida en general; un extendido y no tan vago hartazgo ante la corrupción y su necesaria red clientelar, y, claro está, un también extendido y polifónico antikirchnerismo/ antiperonismo que reconoce variadas matrices políticas, ideológicas y sensibles.

Quisiera dejar de lado —hoy y aquí— la responsabilidad que le cupo a distintas expresiones de la derecha anti kirchnerista en el triunfo electoral de LLA (que va desde la liviandad boba e irreflexiva del fogoneo mediático al apoyo finalmente no tan encubierto del macrismo). También, a aquella que le cupo a esa porción que intuyo no tan pequeña de los sectores ilustrados y progresistas cuyas razones y reflejos anti peronistas pudieron más que su postulado antifascismo. Responsabilidades dispares, sin duda, difíciles de pasar por alto, pero que, si eventualmente contribuyen a reconstruir el conteo final de votos, no alcanzan a explicar la conformación de este conglomerado [¿político? ¿social? ¿cultural?] que no obstante la heterogeneidad de su composición, no obstante la extravagancia del combo ideológico al que apela, no obstante la vaguedad —unas veces— y la incongruencia —otras— de sus postulados políticos, ha logrado capitalizar un extendido sentimiento de rechazo “a todo”.

Ese “todo” se articuló fundamentalmente con la figura de “la casta” —figura polisémica; significante vacío; efectiva en todo caso en su potencia interpelativa, que antes que definir un sistema real de “privilegios”, denota la percepción de un estar afuera: afuera del variado conjunto de actores que participan de las pujas y de los acuerdos políticos; afuera de los derechos, prebendas y beneficios que aquellas pujas y acuerdos parecen garantizar; afuera también, por qué no, del discurso celebratorio de un sistema democrático cuyas leyes y reglas de funcionamiento parecen siempre interponerse en los anhelos de progreso del “argentino de bien que sólo quiere trabajar”.

Que esa percepción se nutriera de razones económicas, no resulta sorprendente; admitamos que cuando más del 50 % de la población está por debajo de la línea de la pobreza; cuando más del 60% de los niños es pobre; cuando los cuerpos están sometidos al imperio de la necesidad, la noción de la ciudadanía se resquebraja, y el único futuro posible emerge atado a la promesa mesiánica.

Pero ha de señalarse, también, que ese universo de pobreza y marginalidad no se corresponde 100% con el voto libertario ni con el discurso antidemocrático que lo identificó. Si el hambre constituye la deuda terrible y por qué no imperdonable de la democracia, el carácter reactivo y transversal de aquel discurso —devenido en buena medida en sentido común— representa, ante todo, el fracaso del proyecto progresista (entendiendo al progresismo en sentido amplio), su derrota cultural, como ya se ha sido bautizada.

Como suele suceder, los tiempos de derrotas son también tiempos de balances; y en lo personal, sorprende la sorpresa con que buena parte del mapa político recibió el triunfo de LLA.  ¿Cómo y por qué no habría de alimentarse ese conglomerado reactivo ante una cultura política capturada, la más de las veces, por un espíritu cancelatorio siempre en pie de guerra? ¿Cómo y por qué no habría de crecer ese afuera ante la preminencia de una dirigencia política cuyo discurso público, abundante en chicanas y guiños de complicidad, pareció orientado siempre a congraciar y fortalecer los lazos de la propia tropa? ¿Cómo y por qué no habría de cultivarse ese reflejo “antipolítica” ante una hipertrofia estatal alimentada con el reparto de cargos públicos y redes clientelares “porque así se hace política”? ¿Cómo y por qué no habría de hacerlo ante una militancia ensimismada y disciplinada que fungió de comisario político en los más diversos espacios al tiempo que guardó silencio ante delitos y chanchullos varios o defendió lo indefendible en nombre “del Proyecto”? ¿Cómo y por qué no habrían de ganar terreno el supremacismo y el individualismo ante repetidas estrategias de protesta social ―cuya causa legítima no discuto en absoluto― que, en sentido exactamente opuesto a sus intenciones, lejos de animar lazos de solidaridad evidenciaron costos siempre horizontales?

También muy poco sorprendente pero más grave aún ―puesto que atañe al corazón constitutivo del pacto democrático― es el lugar que le cupo en ese conglomerado reactivo a la reivindicación de la represión y a la impugnación del universo vinculado a los derechos humanos.

Quisiera señalar, una vez más, los invaluables logros de las últimas décadas en materia de Memoria, Verdad y Justicia; y es necesario destacar que en ello, sin duda alguna, el kirchnerismo jugó un rol fundamental. Pero también quisiera señalar, una vez más, que esos logros —insisto, muy celebrables— no agotan el balance, puesto que su contracara ha sido la alianza y cooptación de las organizaciones de derechos humanos —cuyo valor político y fuerza simbólica radicaba, precisamente, en su autonomía—; la extensión de una concepción y una retórica intolerantes de la disidencia y la puesta en escena en el espacio público de un relato claramente consagratorio de la militancia revolucionaria y celoso guardián de lo que puede ser dicho y lo que debe ser callado. Relato, además, que se ofreció y ofició de núcleo identificatorio del kirchnerismo. Y sin mayores sorpresas, entonces, nos encontramos con que aquello acallado, (silencios sacros y tabúes que giran en torno a temas varios como la cifra de las personas detenidas-desaparecidas; la responsabilidad del peronismo y del propio Perón en el desencadenamiento de la masacre;  los “ajusticiamientos” o ejecuciones llevadas a cabo por las organizaciones revolucionarias armadas) no tan paradójicamente y contrariando las cautelas y apuestas militantes, devinieron en caballito de batalla de la cruzada antikirchnerista liderada por el macrismo primero, y de las voces más rancias de la LLA, inmediatamente después. ¿Cómo y por qué no habría de germinar allí un sentido común según el cual “los derechos humanos son para unos y no para otros”? ¿Cómo hubiera sido posible una apropiación del paradigma humanista que trascendiera el puro tejido epitelial de las conciencias cuando se impuso a fuerza de solemnidad y repetición un discurso que sólo podía convocar a los ya convencidos; cuando lejos de inscribirse en el espacio público se acallaron las pujas por el sentido del pasado barriendo lo no deseado debajo de la alfombra y estigmatizando a toda voz que osara evocarlo?

Las temáticas silenciadas no son caprichosas ni imaginarias, remiten a experiencias colectivas reales y en vano es vetar su enunciación en el espacio público: ya se sabe, lo reprimido retorna y, muchas veces, de la peor manera. De tramitar conflictos reales y simbólicos se trata, en definitiva, la política; el silenciamiento y la cancelación no son del orden de la hegemonía, como tampoco lo es el reflejo defensivo de atrincherarse detrás de la consigna. La sacralidad y el temor que impiden decir y los silencios que consecuentemente callamos dibujan vacíos semánticos; y hacia allí concurren las palabras y los sentidos de los otros. Y no puede decirse que faltaron voces de alarma, porque las hubo y no fueron pocas. Pero claro, sobre ellas también recayó ― ¡si lo sabré! ― esa mal disimulada mirada de sospecha que gravitó cual guardián el espacio de la memoria.

El pacto democrático que gustábamos imaginar como aceptablemente consolidado evidencia fracturas tales que constituyen un verdadero retroceso civilizatorio. Pero no se trata de un castigo divino ni es producto directo de las ondas expansivas de una contracultura reactiva de carácter global, aunque ese sea su telón de fondo.

Si hemos de resurgir de las cenizas, lo haremos sólo asumiendo nuestras responsabilidades sin autocomplacencias; revisando con irreverencia y sensatez las matrices, las nociones y las prácticas de una cultura política agotada ya en su capacidad de prometer futuro.

Texto publicado originalmente en el periódico socialista La Vanguardia, 27 de mayo de 2024.