Invitada por la Sociedad Argentina de Análisis Político para brindar la conferencia inaugural de su XIII° Congreso de Ciencia Política, el 2 de agosto de 2017 Claudia Hilb propuso una reflexión sobre la responsabilidad que supone pensar nuestros acontecimientos políticos. A partir del análisis de una serie de sucesos recientes relativos al pasado de violencia política en Argentina, la autora se propone examinar las dificultades actuales para establecer una escena común de debate sobre ese pasado.

 

Ante todo, querría agradecer a las autoridades de la SAAP, en particular a Martín D’Alessandro, por invitarme a pronunciar hoy esta conferencia de apertura, y a Sebastián Barros por su presentación. La invitación, por supuesto, me honra personalmente, y además, honra la disciplina, o si uds. quieren, la práctica de pensamiento que he tratado de hacer mía –esto es, la teoría política o más ajustadamente, la interrogación teórico-política de los fenómenos políticos.

Foto: gentileza SAAP.

Querría comenzar mi intervención reflexionando sobre el modo en que entiendo esa práctica de pensamiento. Muchas veces entendemos por teoría política o pensamiento político algo así como una historia de las ideas políticas. Pero tal como yo la comprendo, asimilar la teoría política o el pensamiento político a la historia de las ideas políticas sería lo mismo que asimilar la investigación en física a la historia del desarrollo de la física. Dicho de otro modo, entiendo por mi parte que quienes ponemos el centro de nuestro interés intelectual en el pensamiento político, o en la teoría política, lo haremos de la mejor manera si comprendemos lo que hacemos como una práctica de pensamiento, y su sentido, como el de contribuir con esta práctica a la elucidación de los fenómenos políticos, con la ayuda, por supuesto, de la tradición del pensamiento político.

Este modo de aproximarse a la tarea supone por lo menos dos cosas: supone, en primer lugar, que no operemos sobre los fenómenos políticos tomándolos como simples casos que han de entrar, con mayor o menor forcejeo, en las categorías de la teoría que les aplicamos. Pero supone también, casi diría inversamente, que nos rehusemos a tomar al hecho político simplemente como algo que se da en sí mismo ante nuestros ojos y que se explica en sí mismo sin exigir reflexión, como si pudiéramos prescindir, frente a él, de interrogar el modo en que cada hecho, cada vez, se imbrica en un mundo de significaciones, mundo al que contribuye a su vez a dar sentido. Y supone, además, en uno y otro caso, que estemos atentos a no utilizar la reflexión teórico-política como un instrumento maleable destinado a adaptar aquello que aparece a nuestras convicciones, sino que estemos dispuestos a mantenernos a la escucha del acontecimiento.

Entonces, querría que mi presentación pudiera ser fiel a lo que acabo de decir, y que pudiera de alguna manera poner en escena esa práctica de pensamiento. Para eso, tomando el título del congreso, “La política en entredicho”, he elegido concentrarme en un entredicho que no cesa de atravesar nuestra vida en común para intentar reflexionar sobre las dificultades a las que nos exponen, aún hoy, más de treinta años después, las tensiones –los entredichos, si uds. prefieren- entre nuestras intuiciones morales, nuestras opciones políticas y nuestra relación a la ley –estoy pensando, lo habrán comprendido, en los entredichos y tensiones que rodean nuestra mirada sobre el pasado reciente, y sobre las políticas de juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad de la Dictadura militar. Querría interrogarme sobre el modo en que se ha dificultado, en los últimos tiempos, el debate en su derredor, y sobre todo, reflexionar alrededor de lo que entiendo es una degradación de los términos del debate. Creo en efecto que si no ha sido fácil en los últimos años poder erigir una escena para ese debate que pudiera sustraerse a las apropiaciones partisanas, la situación actual, desde el cambio de gobierno, ha hecho las cosas aún más difíciles. Querría entonces detenerme un instante sobre los motivos por los que creo que la dificultad se ha incrementado, para abocarme luego a una rápida lectura de algunos hitos de lo que entiendo es esa degradación del debate, y concluir por fin con algunas reflexiones, o más bien con algunas preguntas que creo que sería bueno reponer.

Antes de eso, dos palabras solamente respecto de la persistencia de este entredicho: algunos podrían preguntarse por qué, pasados 34 años desde el fin de la dictadura, el tema sigue siendo tan álgido para nosotros, a tal punto que yo considero apropiado centrar mi conferencia en él. Diré, demasiado rápidamente, que por un lado si miramos alrededor nuestro vemos que estos son temas que no cierran nunca, o por lo menos, no en vida de la generación de sus víctimas, o la de sus hijos. Pero diré también que creo que mi generación, la generación de los actores –víctimas y victimarios de nuestra tragedia- tiene una responsabilidad en no haber sabido cerrarlo mejor. Ya sea por una voluntad de mantenerlo abierto de manera explícita y creciente, ya sea por una voluntad de no asumir la responsabilidad o de querer cerrarlo por encima de heridas que supuran, hemos legado a las generaciones siguientes nuestra dificultad de lidiar con ese pasado de manera tal de que comenzara a ser eso, nuestro pasado.

Sea como fuere, ese pasado forma parte de manera ineludible de nuestro presente, y el espacio para su interrogación se ha convertido en más difícil de habitar para quienes creemos que debe ser objeto de interrogación y de debate antes que de apropiación partisana o de utilización interesada. O en todo caso, para quienes entendemos que nuestra responsabilidad, como intelectuales, es la de contribuir al sostenimiento de una escena plural de debate en la que sobre la base de un acuerdo insoslayable que tiene por nombre fundante el nunca más –o eso que Hugo Vezzetti, Roberto Gargarella y otros han nombrado como el Contrato social del Nunca Más-, puedan confluir voces y miradas que contribuyan, para decirlo en las palabras de Hannah Arendt, a comprender “qué sucedió, como sucedió, por qué pudo suceder”. Se ha vuelto más difícil, decía, porque no parece ser esa nuestra condición presente. Más bien asistimos en los últimos tiempos a una radicalización de las posturas de las voces que pueblan esa escena, que -si observamos la postura de quienes sostienen a rajatabla la política que se llevó adelante en los últimos diez o quince años- tiende a confinar crecientemente cualquier objeción a esa política a la connivencia con el gobierno actual, y de este con sectores pro-dictatoriales, o más sencillamente al campo del negacionismo. Una radicalización que sin embargo no es ajena, a su vez, al cambio de gobierno, al paso desde un gobierno en el cual una buena parte de su personal, y también de su militancia, se identificaba no solo con las víctimas de la dictadura sino también en buena medida con su proyecto de país, a un gobierno cuyo personal no está, en términos generales, atravesado en su cuerpo por aquella tragedia, y entre cuyos apoyos también se hallarán, sin dudas, sectores que tienden a inscribir la acción criminal de la dictadura en una suerte de “guerra sucia”, término afín al relato de los propios militares respecto de los años de plomo y que, como sabemos, fue utilizada sorprendentemente por el propio presidente para referirse al momento más negro de nuestro pasado. A un gobierno cuya distancia respecto del tema no parece ser producto de la maduración compartida de su resolución sino de una ajenidad que, convertida en política, parece no encontrar muchas más opciones que fluctuar entre el desinterés, la incomodidad y el oportunismo. Un cambio de signo del gobierno que además contribuye, por sí mismo, a que nuestro lugar se haya hecho más difícil de habitar, puesto que si algunas de nuestras críticas y diferencias más sustanciales con las políticas y las lecturas de nuestro pasado, hegemónicas durante la década pasada, pueden encontrar un eco en las posturas afirmadas por el gobierno actual o por las voces afines a éste, esta coincidencia de superficie se alza las más de las veces sobre una comprensión bien distinta en lo que hace no solo a nuestra vocación –que es la de propender a un debate plural sobre la escena compartida del Nunca más- sino también bien distinta en lo que hace al sustrato de nuestra posición, que no hace por su parte ninguna concesión a la barbarie dictatorial, ninguna concesión a la minimización de los crímenes ni al lenguaje de los dictadores, pero que llama a la vez a una revisión radical del proyecto setentista y a una asunción decidida del estado de derecho como marco de la conformación de una comunidad compartida.

No obstante, en ese espacio difícil de habitar, creo sin embargo que debemos afincarnos lejos de toda concesión a la corrección política, sin miedo a ser estigmatizados y sin miedo a ser utilizados, si queremos ser fieles a lo que entendemos es la responsabilidad del pensar, y a nuestra convicción respecto de lo público –y para ello, quienes nos reconocemos en la tradición del pensamiento político podemos inspirarnos y sostenernos en notables ejemplos de esta tradición como Hannah Arendt y su Eichmann en Jerusalem, o como Claude Lefort y Cornelius Castoriadis y la aventura extraordinaria de Socialismo o Barbarie, o más contemporáneamente como Judith Butler y sus Vidas precarias (pienso particularmente en su texto “La acusación de antisemitismo: Israel, los judíos y el riesgo de la crítica pública”). Es en esa tradición que me gustaría inscribirme, sin pretender en nada, por supuesto, medirme con estos autores que leo y admiro. En todo caso, vayamos ahora al meollo del asunto, y luego en la última parte de la presentación volveré sobre el modo en que esa tradición puede ayudarnos a pensar como habitar los espacios incómodos.

Entonces, ahora sí, en vistas de desplegar los elementos que, a mi entender, evidencian la radicalización de las posturas en los últimos meses, y sus efectos regresivos sobre las condiciones del debate, me centraré esencialmente en tres acontecimientos recientes: el primero, el discurso leído en nombre de los organismos de derechos humanos en la Plaza de Mayo, el 24 de marzo pasado. El segundo, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de fallar a favor del pedido de aplicación de la ley del 2×1 en el caso Muiña. El tercero, la ley votada en la provincia de Bs.As. según la cual todos los documentos oficiales deberán preceder la mención a los desaparecidos de la cifra de 30 mil, y referirse a la dictadura como dictadura cívico-militar.

El primero, entonces, el discurso leído en nombre de los organismos de DDHH  en la Plaza de Mayo el 24 de marzo pasado. Me interesa sobre todo destacar que ese discurso alinea en dos campos bien diferenciados a todos los actores de lo que ahora se ha renombrado la dictadura cívico-militar, y sobre todo revindica con todas las letras, creo que por primera vez tratándose de los organismos firmantes, a las organizaciones guerrilleras. Les recuerdo brevemente unas frases: el advenimiento de la dictadura era nombrado como “el Golpe de Estado genocida de Videla, Agosti, Massera, de los grupos económicos, la cúpula de la Iglesia, de la corporación judicial, la Embajada de Estados Unidos”, y a estos actores del Golpe se sumaba en el párrafo siguiente a “quienes organizaban la mentira (…) desde Clarín, La Nación, La Nueva Provincia o la Editorial Atlántida”. Acto seguido, se afirmaba que el Estado hizo desaparecer a 30 mil personas por su militancia –esto es, el número fuertemente simbólico de los 30 mil se veía calificado de 30 mil militantes- y se añadía: “En esta Plaza, recordamos las luchas en los ingenios azucareros, las Ligas Agrarias, el Cordobazo, el Rosariazo y las comisiones internas en las fábricas, el movimiento sindical, estudiantil y popular, la militancia en las organizaciones del Peronismo Revolucionario: UES, Montoneros, FAP, Sacerdotes por el Tercer Mundo y FAL; la tradición guevarista del PRT, Ejército Revolucionario del Pueblo; y las tradiciones socialistas y comunistas: Partido Comunista, Vanguardia Comunista, PCR y PST; y tantos espacios en los que miles de compañeras y compañeros lucharon por una Patria justa, libre y solidaria”. A esta delimitación del campo enemigo y del campo propio, se añadía en el primero al gobierno actual al afirmarse que “hoy, 41 años después del Golpe, han reinstalado un plan económico de exclusión”. Ningún argentino presente ignora, seguramente, que una de las consignas coreadas era “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Y por fin el discurso terminaba así: “a 41 años del Golpe, reafirmamos nuestro compromiso con el proyecto de país por el que lucharon los 30.000”. Hasta donde pude saber, ninguna voz del campo perteneciente a los organismos en cuyo nombre se pronunció ese discurso expresó públicamente su desacuerdo con el contenido del discurso, pronunciado en el acto de repudio a la dictadura militar que se supone convoca ampliamente a todos los sectores opuestos a los crímenes de la dictadura desde hace treinta años.

Con un timing a mi modo de ver muy poco feliz, pocos días después de ese discurso un agrupamiento de historiadores –el “Colectivo de historia reciente”- daba a conocer una declaración que –dado el contexto- no podía creo yo sino quedar asociada a aquella manifestación del 24 de marzo. Acompañado de varios centenares de firmas, muchas de ellas de colegas que tengo en alta estima, el colectivo afirmaba, entre otras cosas, que “el cuestionamiento de la cifra de 30.000 desaparecidos y la idea de que ese número es un mero ardid se articula con la afirmación por parte de funcionarios del gobierno en actividad acerca de la inexistencia de un plan sistemático represivo. Es decir, estas afirmaciones no buscan convocar a la investigación académica, sino que forman parte de una estrategia destinada a relativizar el crimen y normalizar aquella experiencia histórica”. Por más que uno pudiera –y es mi caso- avalar diversos párrafos de aquella declaración, el colectivo omitía pronunciarse acerca de aquellos que tildan de negacionista a cualquiera que intente investigar las condiciones en que se estableció ese número fuertemente simbólico, o a quienes establecen una distinción entre su carácter simbólico y su comprobación fáctica (recordemos que entre quienes han intervenido públicamente al respecto no encontramos solo las declaraciones inaceptablemente frívolas de Darío Lopérfido sobre el interés económico de la cifra, sino que encontramos voces que resultaría obsceno tildar de negacionistas, como las de Graciela Fernández Meijide o Hugo Vezzetti); esto es, el colectivo solo veía peligro para el debate y la investigación académica del lado de quienes fomentan la banalización del terrorismo estatal, por lo que la declaración terminaba favoreciendo, a su vez, la amalgama entre cualquier voz crítica de la versión oficial del pasado reciente, y la estrategia pro-dictatorial de relativización de la acción criminal de la dictadura.

Poco más de un mes más tarde, la Corte Suprema de Justicia, en un voto de tres contra dos, dictaminaba a favor de la aplicación de la ley del 2×1 en el caso Muiña (es decir, dictaminaba que correspondía aplicar una ley, vigente entre 1994 y 2001, por la que debía computarse como dos años de cumplimiento de pena, cada año –más allá de los dos primeros- que un condenado, en este caso Muiña, condenado por crímenes de lesa humanidad-, hubiera pasado en prisión preventiva sin condena, lo cual sentaba un precedente al que podrían a partir de entonces remitirse todos los condenados por crímenes de lesa humanidad). No entraré en el detalle de las discusiones técnicas respecto del fallo, no solo por falta de tiempo sino también porque esta mañana ha habido una mesa de gente que sabe mucho más que yo al respecto. Señalaré tan solo tres elementos que me parecen relevantes para lo que estoy intentando pensar. En primer lugar, ¿porqué tomó la Corte Suprema el caso, cuando podía desestimarlo, puesto que sabemos que no está obligada a tomarlos todos? ¿Por qué avanzó con un fallo con una mayoría estrecha en un caso del que podía haber pensado que podía crear una conmoción pública? Si bien tal vez no sepamos nunca cuáles fueron los pormenores de la decisión, yo me atrevo a imaginar que, en vistas de la tradición de algunos jueces firmantes, lo que estos buscaron fue dar una muestra del fin de cierto excepcionalismo en el tema DDHH que había caracterizado a la Corte precedente. Esto es, decidieron que si legalmente correspondía aplicar el 2×1, entonces simplemente debía aplicarse sin excepciones. No es necesario indagar demasiado en la trayectoria de los jueces para saber, por ejemplo, que Horacio Rosatti fue ministro de Néstor Kirchner, o que Carlos Rosenkrantz, quien perteneciera a los círculos de jóvenes juristas que colaboraron con Carlos Nino en ocasión del juicio a las juntas de 1985, se sitúa en una línea jurídica que exhibe un apego a rajatabla de la norma y los procedimientos, que además es crítica de la subsunción de la legislación nacional a los tribunales internacionales, y que se opone asimismo a que la invocación de una Justicia (sustantiva, con mayúscula) se imponga por sobre el apego estricto a la letra de la ley, lo que lo sitúa en oposición frontal precisamente a juristas como Lorenzetti –quien en su libro sobre los crímenes de lesa humanidad ha avalado la reapertura de los juicios en 2005 con el argumento de que debe elegirse la Justicia, con mayúscula, por encima de la seguridad jurídica.

Sea como fuere, el caso se tomó, y una vez tomado, la Corte decidió, por 3 votos a 2, hacer lugar al pedido del defensor de Muiña. Ante la posibilidad cierta de que esto condujera a la disminución del tiempo de cárcel de gran parte de los condenados por crímenes de lesa humanidad, la conmoción social que siguió fue inmensa. Y –este es el segundo elemento de este acontecimiento que quiero destacar- en los debates y manifestaciones de personalidades públicas, poco pareció importar –salvo pocas y honrosas excepciones- si la medida era conforme o no a derecho, o por lo menos debatible, o que jueces como Zaffaroni o Díaz Gravier o Garrigós de Rébori hubieran, en casos anteriores, decidido a favor del 2×1 en el mismo sentido que la mayoría de la Corte: la amalgama una vez más fue inmediata. Ni los fallos anteriores de jueces insospechables de connivencia con los militares presos, ni los fundamentos del fallo de Rosatti, muy claro en cuanto a su repudio a la dictadura, ni los antecedentes ni la postura histórica sobre el tema de Rosenkrantz, nada, repito, pareció importar: negacionismo, interés del gobierno de Macri por deshacer lo hecho, complicidad con la dictadura. Numerosas iniciativas surgidas de sectores que alentaban o se sumaban a la amalgama dictadura/ gobierno de Macri/ decisión de la Corte Suprema, varios de ellos de entidades académicas, propusieron, en las semanas que siguieron, una batería de sanciones de todo tipo para los jueces votantes, tales como retirarles premios obtenidos, expulsarlos de la universidad, entablarles juicio político y juicio penal, todo eso nuevamente sin detenerse por un instante a analizar ni los fundamentos jurídicos de la decisión, ni los debates jurídicos en los que se inscribía, ni las trayectorias personales de los jueces.

El tercer elemento relativo al 2×1 que creo preciso destacar es la movilización popular contundente que tuvo lugar entonces. Esa movilización dejó a la vista, creo yo, varias cosas. En primer lugar, que si fuera cierto que el objetivo de la mayoría de la Corte había sido el de modificar un rumbo en aras de restituir un mayor respeto a los procedimientos y de favorecer una cultura del derecho más exigente, el resultado inmediato había sido exactamente el contrario: la decisión de la Corte quedó inscripta en su sentido como una acción contraria a derecho, vehiculizada por los peores intereses, y conllevó el alto costo de una fuerte merma del prestigio para la institución. Lo cual, a mis ojos, debería poner en debate ciertamente no la complicidad de la mayoría de la Corte con la dictadura, ni su acción al servicio del gobierno de Mauricio Macri, pero sí las consideraciones respecto de la relación entre prudencia y ley –volveré sobre esto en la última parte.

La movilización popular también dejó a la vista la impactante sensibilidad del humor social con este tema, que parece dar muestras de una notable cristalización trans-generacional del legado del Nunca Más que creo que podemos saludar como un importante logro de nuestra difícil relación con el pasado. Pero al mismo tiempo, también dejó ver la facilidad con la cual, en ausencia de actores que propendan a un debate responsable, una situación política y jurídicamente compleja puede ser convertida en un conjunto de eslóganes demasiado sencillos, susceptibles de tildar de pro-dictatorial cualquier postura que nos disguste, o que disienta de las voces más estentóreas. Y dejó ver, asimismo, el oportunismo de voceros informados de todos los campos (con honrosas excepciones, por supuesto) quienes sabiendo perfectamente que la cosa no era tan sencilla, prefirieron o bien sumarse al coro de quienes denunciaban a los jueces firmantes (es el caso de Zaffaroni, quien como señalaba se había pronunciado a favor del 2×1 siendo juez de la Corte pocos años antes), o bien –como fue el caso de notorios funcionarios del gobierno primero, y de la mayoría gubernamental en su totalidad luego- prefirieron distanciarse de la decisión e impulsar en tiempo récord una ley del Congreso que impidiera su aplicación en casos de lesa humanidad –como si pudieran ignorar que sería una monstruosidad jurídica que esta nueva ley pudiera tener un efecto retroactivo. El silencio casi absoluto de otras voces del campo político e intelectual fue una manifestación más, a mi entender, de los estragos del empobrecimiento de la reflexión en el contexto presente. Volveré también sobre esto.

El tercer acto al que quiero hacer referencia es, por fin, la ley que en la Provincia de Buenos Aires fue impulsada por Darío Díaz Pérez, senador kirchnerista, votada el 23 de marzo y promulgada el 19 de mayo, y que dice así: “Incorpórase de manera permanente en las publicaciones, ediciones gráficas y/o audiovisuales y en los actos públicos de gobierno, de los tres poderes de la provincia de Buenos Aires, el término Dictadura Cívico-Militar, y el número de 30.000 junto a la expresión Desaparecidos, cada vez que se haga referencia al accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983.” En los fundamentos de la ley se afirma, como finalidad, impedir el negacionismo por parte de quienes ocupan funciones públicas (el término negacionismo aparece cuatro veces en una página y media) . No escapa a nadie que, con esos fundamentos, ha de entenderse que es negacionista no solo cualquier debate historiográfico sobre las víctimas de la dictadura –esto es, Graciela Fernández Meijide, nuevamente, sería negacionista-, sino también sería negacionista la calificación de esta como dictadura militar, y no cívico-militar. Es sabido que esta última calificación de cívico militar tomó cuerpo durante los últimos años, al calor de la política de ampliación de la culpabilización penal hacia sectores civiles –que solo podían ser objeto de persecución si se los podía incorporar en la calificación de criminales de lesa humanidad, para lo cual debían, de una manera u otra, quedar asociados a la política criminal del Régimen militar. La ley fue votada por unanimidad en el Senado, y por unanimidad menos uno en Diputados –un diputado de Cambiemos, historiador, y militante de la Coalición Cívica.

Bien, llegados hasta aquí y expuesta sucintamente la sucesión de estos acontecimientos recientes, ¿cuáles son las preguntas que nos plantean, o sobre las que creo que sería interesante detenernos a reflexionar? A fin de no extenderme demasiado, he condensado los interrogantes en tres puntos que inevitablemente no solo se solapan sino que no podré abordar con el detalle que creo que merecerían, pero que pueden indicar algo así como una dirección para la reflexión.

El primer punto refiere a la dificultad de establecer una escena común del interés público, o para retomar los términos que usé antes, a los estragos que causa la subordinación del debate sobre el pasado reciente a la disputa política actual. Tanto las expresiones del 24 de marzo, como diversas manifestaciones de funcionarios del gobierno actual, dan muestras de la erosión de los núcleos fundamentales de aquello que llamé nuestro contrato social del Nunca Más, y de la ausencia de preocupación por preservar ese legado común como piedra angular de la reconstrucción de una comunidad política democrática.

Así, como ya lo sugerí, observamos que los sectores afines a la política de derechos humanos del gobierno anterior no dudan en colocar toda desviación respecto de esa política en el campo del negacionismo y de la complicidad con la dictadura, y que simultáneamente redefinen los campos en términos que me atrevería a calificar de facciosos: por un lado están quienes apoyan ese discurso, que se sitúan acríticamente en continuidad con los 30 mil “que lucharon por un proyecto de país”, y por el otro los negacionistas, los defensores de la dictadura, y el gobierno de Mauricio Macri, que aparece para quienes así dividen las aguas como la expresión actual del proyecto dictatorial. En ese terreno, la declaración del colectivo de historiadores a la que hice referencia, al aceptar la divisoria así redefinida, contribuye a mi entender a impedir que en el campo de quienes condenan sin reparos la dictadura militar 1976-1983, esto es, de quienes se sitúan claramente en los marcos del contrato social del Nunca más, puedan expresarse otras voces que compitan con el discurso más exacerbado, que conforma un “nosotros” que parece incluir ahora, sin cuestionamientos, al accionar guerrillero en la década del setenta. Porque, ¿dónde pueden situarse las voces de quienes exigen justicia por las víctimas, pero no se identifican con el proyecto de país que muchas de ellas enarbolaban, o tienen reparos respecto de la política de derechos humanos del kirchnerismo pero no se identifican con el gobierno de Macri? Así, desde la oposición, se contribuye a una polarización que no puede sino minar las condiciones para una escena común de debate sostenida en un acuerdo fundamental –para mantenerme en el lenguaje de la teoría política, diría, sirviéndome de los términos de Michael Walzer en “Thick and thin”, que en la defensa exacerbada de una memoria gruesa común como única memoria legítima –la reivindicación setentista- se horadan las bases de esa memoria delgada –el Nunca Más-, sobre la cual puede construirse el disenso.

En cuanto a los sectores próximos al actual gobierno, como también ya lo he mencionado, han oscilado entre una llamativa indiferencia o frivolidad respecto del legado del pasado criminal, y una sobreactuación sorprendente manifestada en el voto de una ley sin efectos jurídicos valederos tras el 2×1, y en su adhesión a la ley propuesta por Díaz Pérez. La sobreactuación probablemente pueda explicarse en razón del déficit de legitimidad de su personal político para disociarse del lugar que la oposición más radicalizada le asigna, y que se alimenta de la ajenidad biográfica de la mayor parte del personal con el campo de las víctimas de la dictadura; pero el déficit de legitimidad se alimenta también de sus palabras y sus acciones: me he referido antes a la utilización del Presidente del sintagma “guerra sucia”, o a la frivolidad de Lopérfido, a lo que cabe agregar la desgraciada frase previa sobre el curro de los derechos humanos, o el proyecto rápidamente dejado de lado de convertir el 24 de marzo en un feriado trasladable, y otros episodios más, entre los cuales uno de los más graves me parece el mantenimiento en su cargo de Gómez Centurión tras declaraciones que, para un gobierno comprometido con la condena de la Dictadura militar, deberían ser inaceptables en boca de uno de sus funcionarios –aclaro, no estoy diciendo que había que juzgarlo penalmente, solo estoy diciendo que me resulta inaceptable que no se le haya exigido la renuncia, como me resultaría inaceptable que se mantuviera en su cargo a un funcionario que dijera que no le gustan los judíos o le dan asco los homosexuales. En todo caso, encontramos aquí una oscilación entre un desinterés por sostener la escena pública común del Nunca más, y un acomodamiento de oportunidad que –falto a la vez de interés genuino y de legitimidad- es incapaz de contribuir a debate alguno.

Por fin, como lo sugería antes, entiendo que también las circunstancias que rodearon la decisión del 2×1 de la Corte Suprema pueden ser puestas a cuenta de la ausencia de una escena pública del interés común y del empobrecimiento del debate público. Me atrevo a pensar que tanto esa decisión, como el modo en que se inscribió en el debate público, también manifiestan los estragos que la exacerbación de las disputas sobre la evaluación y el tratamiento jurídico del pasado reciente ejerce sobre nuestra capacidad de actuar con prudencia y de juzgar y tomar posición responsablemente, incluso allí –en nuestros magistrados, y en nuestros intelectuales- donde esta menos debería faltar.

El segundo punto que quiero destacar sería: ante este empobrecimiento de la escena pública, ¿cuál es el debate que queda ocluido y que creo importante reponer? Entiendo que si sustraemos los tres acontecimientos a los que me he referido a su apropiación partisana podemos encontrar, uno por uno, casi todos los tópicos de nuestro pasado reciente que vale la pena mantener abiertos a la interrogación.

-Respecto del acto del 24 de marzo, y del silencio que le siguió, creo que la interrogación debería llevarnos a reponer la necesidad de desligar, en el debate, la condena sin reservas de la barbarie dictatorial de la reivindicación de la violencia revolucionaria. Un tal debate supone que, junto a la condena sin concesiones de la dictadura, en la investigación del “cómo pudo suceder”, estemos dispuestos a asumir la reflexión sobre la violencia revolucionaria, sobre la concepción del poder de los grupos revolucionarios y sobre su contribución a la banalización de la legitimación de la violencia en relación con la política. Es una responsabilidad, sobre todo, de quienes  hemos participado de esas concepciones y creencias, legar a las generaciones más jóvenes los instrumentos con que pensar esa experiencia, por fuera de toda romantización heroica.

-Respecto del 2×1, un debate serio supondría a su vez que abordemos temas cruciales referidos a la relación entre la moral y la justicia, entre lo Justo absolutamente y las instituciones de la justicia, entre la posibilidad de tramitar acuerdos de refundación política a nivel de las comunidades nacionales y los principios sancionados por la legislación internacional, y acerca de la relación entre verdad, justicia y castigo en la salida de procesos traumáticos. Esto es, un tal debate debería en efecto, sobre la base de los diferentes precedentes políticos del Siglo XX y XXI, desde Nuremberg hasta los actuales procesos de paz en Colombia, y con la ayuda de la enorme bibliografía pluridisciplinar existente, poner en escena preguntas tales como las que enumero ahora esquemáticamente:

i) ¿Es posible, en la salida de procesos traumáticos de violencia política desde el Estado, afrontar jurídicamente estas salidas con las normas habituales? Dicho de otra manera, ¿podemos prescindir de apelar a la excepción en esas condiciones? Estas preguntas, como sabemos, atraviesan toda la reflexión desde Nuremberg hasta nuestros días –y no es mala idea releer Juicio al mal absoluto de  Carlos Nino.

ii) De esas preguntas se desprenden, claro está, muchas más: la primera, fundamental: si en situaciones excepcionales no podemos prescindir de apelar a la excepción, ¿cómo hemos de justificar la excepción? ¿son nuestras convicciones morales el asiento suficiente para esta justificación? Y si no deseamos apelar a las convicciones morales por considerar que se trata de un argumento apropiable por cualquier pretensión de superioridad moral, ¿podemos apelar a la legislación internacional, otorgando a esta una legitimidad que nos absolvería de interrogarnos sobre su propio fundamento?

iii) Lo cual abre a su vez a nuevas preguntas: si apelamos a la excepción como ineludible en los momentos de reconstitución de una comunidad política dañada por el mal extremo, ¿cuanta excepción y durante cuánto tiempo nos parece legítimo justificar? ¿Cuál es el momento en que la excepción deja de ser excepcional y se convierte en una forma arbitraria de hacer justicia? Esto es, ¿no debemos pensar si –una vez superado incluso un primer momento tal vez inevitable de excepcionalidad, que castigara la ausencia absoluta de la ley, o su inversión en ley criminal- la prolongación de la excepción, lejos de favorecer la justicia, no lesionaría aquello mismo que deseamos instituir, esto es, el respeto sin concesiones de la vigencia de la ley que permite la estabilización de una comunidad política unida por la aceptación de las condiciones del disenso?

iv) Y a su vez, si apelamos a la legislación internacional para enfrentar las salidas de procesos traumáticos, ¿no quedamos con ello atados a un tipo de obligación que impedirá toda negociación sin la cual muchos de esos procesos no pueden encontrar salida? Por mi parte, no tengo dudas de que, en muchas situaciones de vulneración de derechos, la apelación a las Cortes Internacionales ha permitido poner fin a esas vulneraciones. Pero entiendo sin embargo que, si tomáramos la legislación de esas cortes como principio que debería guiar por sí mismo las salidas de regímenes injustos o violentos, no habría sido posible ni la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica, ni el fin de la violencia en Irlanda, ni los acuerdos de paz en Colombia. ¿Qué hacer con esta tensión entre principios? ¿Puedo encontrar un modo de justificar mis apreciaciones encontradas que no sea la del simple acomodamiento a mis intuiciones?

Las preguntas anteriores nos llevan, entiendo, al meollo de nuestras reacciones frente al 2×1: hasta donde he podido indagar no parece claro para nadie que sea posible impugnar su legalidad en conformidad con la estricta aplicación de la justicia según las leyes argentinas. Si esto fuera así ¿debemos y podemos impugnarlo en nombre de una moral de la que nos consideramos depositarios? Y si bien tampoco parece que pueda impugnarse su legalidad respecto de las instancias internacionales, ¿deberíamos intentar impugnarlo en nombre de la subordinación a estas instancias? ¿O consideramos acaso que más de treinta años después de terminada la dictadura, el apego a la ley, aún allí donde deploramos su resultado, es un valor más importante de defender, o que la apelación a las instancias internacionales no puede ser el criterio decisivo de nuestras posturas? Nada de esto debería escapar a la interrogación.

Por mi parte, creo que a 34 años del fin de la dictadura apelar de manera continua a la excepción en nombre de la encarnación de una moralidad segura de sí misma no es lo mejor que podemos hacer por la consolidación de una comunidad política democrática. Tampoco me parece claro que la apelación a los organismos internacionales deba servir de alternativa para esa misma finalidad –creo más bien que deberían ser una instancia para garantizar la legalidad de un orden compartido, y no su adecuación moral. Considero, como lo he dicho muchas veces, que no hay salida perfecta para regímenes de terror, y que los modos en que lidiamos con nuestro pasado en vistas del futuro van dando forma a ese contrato de refundación y no repetición. Como probablemente haya surgido de lo que dije hasta aquí, considero que cabe discutir la decisión de la mayoría de la Corte en los términos de la prudencia: si no era necesario pronunciarse, de haberse previsto que la conmoción social tendría un resultado sobre el prestigio de la ley y sus instituciones contrario al que la decisión propendía, ¿no debieron los jueces esperar un momento más propicio, o un caso más aceptable, para dar las señales de respeto incondicional de la legalidad, o preparar las condiciones para que el resultado no fuera el que fue? Pero mi misma postura no puede ella misma sino ser un insumo para un debate, que considere la pertinencia o no de apelar a la prudencia como forma de completar la norma, o que –desde un positivismo sin fallas- la deseche con el argumento de que introduciría un elemento de arbitrariedad que la norma no debe poseer.

– Finalmente, en lo que hace a aquello que queda ocluido en la sanción de la ley que impone nombrar públicamente la Dictadura como cívico-militar, y a preceder la palabra desaparecidos de la cifra de 30 mil, entiendo que esta debería suscitar, entre quienes condenamos sin concesiones el terror de la dictadura y tenemos por vocación reflexionar sobre los sucesos políticos y sobre nuestro pasado reciente, una reacción sin ambigüedad. Que esa ley, que sanciona la adopción de determinados sentidos en disputa entre nosotros, como verdades de cuño público, pretenda legitimarse bajo el signo de la lucha contra el negacionismo es simplemente un modo de condenar toda interpretación de la dictadura que difiera de aquella consagrada por una manera de entender nuestro pasado, una manera, una vez más, hegemónica en los últimos años, y afín a la radicalización de las posturas a las que me vengo refiriendo. La oposición a esa ley debería fundamentarse en la reivindicación de debatir no solo acerca de las disputas por nombrar los hechos, sino particularmente, en este caso, en la disposición a debatir aquello que la imposición del sintagma “dictadura cívico militar” acarrea. Esto es, un tal debate debería invitarnos a interrogar el sentido, y las presunciones, de una forma de denominar la dictadura que conlleva ínsita una política de ampliación de la punibilidad a los sectores civiles. Una política de ampliación que, a mis ojos, vuelve a hacer gala de una gran suficiencia moral, en tanto tiende a borronear las fronteras entre cobardía y complicidad, entre culpabilidad moral y culpabilidad criminal, y con ello, a ignorar la amplia variedad de grises y de ambigüedades que cubrieron las actitudes de gran parte de la sociedad argentina durante la dictadura. Y que desde esa autosuficiencia moral, tiende a reforzar un relato simplificado del pasado en el que no solo el mal, sino también el bien, están exentos de ambigüedades o matices. Por fin, en lo que hace al número de desaparecidos sancionados por ley, un tal debate, en lugar de celebrar la victoria absurda en una disputa que así planteada encuentro dolorosa y lamentable, debería ayudarnos a reflexionar acerca de lo que Alejandro Katz ha identificado como la existencia de dos registros de verdad, una verdad simbólica y una verdad fáctica del orden de la investigación histórica, y debería llevarnos, una vez más, a considerar inaceptable la utilización del mote de negacionismo como forma de evitar todo debate.

Lo cual me lleva al tercer y último punto que quería tocar, que me lleva de regreso a Arendt y Butler, a Lefort y Castoriadis, y que sostiene la necesidad de no ceder a la presión, por supuesta corrección política, de quienes prefieren sustraer estos asuntos al debate público. Esto es, quiero terminar mi intervención defendiendo enfáticamente la necesidad de sostener ese debate, y rechazando no menos enfáticamente el entusiasmo presente por arrinconar en el campo del negacionismo todo cuestionamiento de la política hegemónica de tratamiento jurídico o del relato hegemónico del pasado reciente, con el argumento de que se hace el juego… a alguien, siempre. Quiero recordar que el argumento de “no hacer el juego a…” es el mismo argumento que buscó impedir, durante décadas, que las conciencias de izquierda se manifestaran ante los juicios de Moscú, ante el Gulag, el mismo argumento que llevó en suma a que buena parte de la izquierda convalidara, en todos los rincones del mundo, los regímenes totalitarios de la órbita soviética. Y el mismo argumento, también, que, en boca del presidente de Harvard, pretendía acallar a Judith Butler en su crítica de la política del Estado de Israel en el texto que antes cité, diciendo que esta crítica era antisemita si no en su intención, sí en sus efectos. Entiendo, como sostiene Butler en su respuesta, que el hecho, que no desconocemos, de que nuestra crítica corra el riesgo de ser escuchada como antisemita, o en nuestro caso, como negacionista, y pueda por lo tanto complacer a antisemitas o negacionistas, porque que los hay, los hay, no debería comprometernos con el silencio, sino que debería comprometernos con la tarea de intentar modificar las condiciones de recepción en que quedan inscriptas nuestras posturas. Y como Butler, creo que esa realidad innegable –que nuestros argumentos pueden complacer a quienes no querríamos complacer- lejos de llevarnos a silencio debe volvernos más capaces de ser escuchados como deseamos serlo, a rechazar las simplificaciones, a afinar nuestros argumentos. No seremos nosotros quienes sostengamos, en este sentido, que el debate público solo acepta argumentos empobrecidos -no seremos nosotros quienes, en nombre de la igualdad de todos, promovamos la necesidad de sostener argumentos abaratados para los muchos.

Para concluir: creo, como lo he dicho repetidamente, que las condiciones para el debate público sobre el pasado reciente y nuestro modo de tratarlo deben sostenerse sobre la escena compartida del Nunca más, fundadora de nuestra recuperación democrática –más allá de todos los problemas de nuestra democracia, que son muchos. Entiendo que quienes tenemos por profesión la actividad de reflexionar sobre los asuntos políticos tenemos en esto una responsabilidad particular, que se condensa en los tres puntos que he recorrido: nuestra responsabilidad por contribuir a una escena pública de debate y por sustraerla a su apropiación partisana. Nuestra responsabilidad por exhibir, en ella, las preguntas incómodas que la apropiación interesada prefiere dejar ocultas. Y por fin, nuestra responsabilidad de pensar con libertad, con rigor, con honestidad intelectual, sin dejarnos amedrentar por la estigmatización de quienes prefieren callar, –y vuelvo al principio de mi intervención- sin subsumir el esfuerzo de pensar bajo nuestras convicciones in-interrogadas o nuestros intereses facciosos, manteniéndonos abiertos al acontecimiento.

Entonces, para concluir, si bien puede parecer más cómodo no exponernos a quedar catalogados como antisemitas, como Butler, o como agentes voluntarios o involuntarios de la dictadura criminal que sufrimos entre 1976 y 1983; si bien es, como también lo dije, bastante más difícil intentar mantener el espacio abierto para objetar la versión progresista políticamente correcta de nuestro pasado cuando nos hallamos en presencia de un gobierno, como este, del cual podemos sospechar que si algún interés tiene en la crítica de aquella versión, este no coincide probablemente con el nuestro; si bien, observando el estado actual de empobrecimiento del debate público sobre el pasado reciente, pero no solo sobre él, tal vez las condiciones no sean las mejores, quiero cerrar de todos modos mi exposición invitándonos, a todos y todas, a que durante este encuentro seamos merecedores, en nuestras intervenciones, en nuestra escucha, en nuestros comentarios, como sin duda lo seremos, del legado de aquellas pensadoras y pensadores que han hecho, por convicción y por coraje, de la práctica de pensamiento un ejercicio de responsabilidad permanente, con el convencimiento de que, cuando de pensar se trata, la ética de la convicción es inseparablemente una ética de la responsabilidad.