En este texto Ricardo Brodsky historiza el lugar que la “cuestión mapuche” ocupa en la hermana nación chilena, señalando el devenir zigzagueante de un conflicto que hunde sus raíces en el tiempo y que al día de hoy se manifiesta irresuelto. La emergencia de grupos radicalizados, la incapacidad del sistema político chileno para encontrar una solución consensuada a reclamos muchas veces legítimos, el llamado de una parte de la ciudadanía a poner coto a la violencia apelando a modalidades represivas son algunos elementos que diseñan un preocupante panorama social y político que suma complejidad a un ya dilemático y efervescente presente político transandino marcado a fuego por el violento estallido iniciado en 2019.
El nuestro es un país de terremotos, volcanes, sunamis, estallidos sociales y una falla sísmica que se remonta a los orígenes de la república: el conflicto del Estado con las comunidades mapuches.
De los azotes de la naturaleza hemos aprendido a prevenir con duras normas sobre edificación y a reaccionar con solidaridad; los estallidos sociales buscamos canalizarlos institucionalmente para dar origen a los cambios necesarios; pero la cuestión de los primeros pueblos choca cada día con nuevas frustraciones, provocando enormes conflictos y amenazando con derivar en una crisis de proporciones en la región de la Araucanía.
En el origen del problema está la ocupación del territorio mapuche (el wallmapu) tras la independencia de Chile y los conflictos de tierras a que dio origen.
Una historia de Resistencia
Los Mapuche habitaron el territorio actual de Chile desde el valle central hasta la isla de Chiloé, unos mil kilómetros a lo largo del país. Indicios arqueológicos de la presencia de población que podría denominarse mapuche se remontan a los años 500 y 600 AC. La primera frontera Norte del mundo mapuche se estableció en el rio Maule (unos 300 km al Sur de Santiago) resistiendo el avance incaico hacia el sur del continente. Con la llegada de los españoles, se marca una nueva fase extremadamente violenta de la resistencia mapuche, la que logra, hacia el siglo XVI, la expulsión de los invasores y el establecimiento de una autonomía territorial y política que se extenderá por espacio de 260 años. La imposibilidad de someterlos forzó a la Corona a relacionarse con el mundo mapuche por la vía de la negociación, dando origen a la política de los Parlamentos. Esto implicaba reconocer la existencia de un pueblo nación mapuche y consolidar una frontera al borde del río Biobío (unos 500 km al sur de Santiago). La paz abre un período de gran prosperidad para el mundo mapuche período en que florece el comercio y el arte mapuche y se fortalecen las relaciones con sus hermanos del otro lado de la cordillera.
Tras la independencia de Chile, el nuevo Estado no tendrá manera de ocuparse de lo que ocurre tras el río Biobío; se mantienen inalterables las fronteras y relaciones que había establecido el imperio español, las que se consolidaron a través del tratado de Tapihue de 1825. Sin embargo, a partir de 1860 se aprueban las leyes de ocupación de la Araucanía y se inicia la construcción de fuertes al Sur de la frontera. Los chilenos buscaban expandir el territorio hacia el Sur uniendo, a la vocación expansionista, una “civilizatoria” y evangelizadora conforme a la ideología imperante en la región en la época. La conversión del “territorio de indígenas” en “territorio de colonización” abre las puertas para la llegada de colonos europeos, aventureros y especuladores que comienzan a apropiarse de las tierras indígenas, que han sido declaradas propiedad del Estado. La resistencia mapuche es violenta y heroica, destacando especialmente la gran insurrección de 1881 en que se unen todos los lofts para atacar fuertes y ciudades, pero resulta impotente. Se consolida el período llamado La Reducción, que implicaba otorgar títulos de dominio en territorios acotados a un cacique mapuche (Títulos de Merced se denominaron), agrupando diversas comunidades y destruyendo así su organización política. Este proceso implicó no sólo la pérdida de su autonomía, también una marginalización y empobrecimiento generalizado de la población mapuche en el sur del país.
El siglo XX vio diversas perspectivas para el tratamiento de la cuestión mapuche siendo dominante los intentos por chilenizarlos a través de la educación y la religión católica y la destrucción de su relación comunitaria con la tierra y el agua. Sin embargo, hubo también diversos intentos por restituir tierras usurpadas y favorecer el desarrollo del pueblo mapuche, como el encabezado por el Frente Popular en 1938 o durante el período de Carlos Ibáñez en 1952. Con todo, hacia fines de los cincuenta, el 25% de las tierras asignadas por los Títulos de Merced, habían sido divididas quedando al margen del régimen jurídico de protección de las mismas. En las décadas del 70 y del 90 hubo políticas de reconocimiento de la deuda histórica y de devolución de parte de las tierras arrebatadas, esto último especialmente con la reforma agraria (132 mil hectáreas fueron entregadas a comunidades mapuches) y a partir de la dictación de la Ley Indígena de 1993 que ha permitido la devolución y regularización de aproximadamente un millón de hectáreas a las comunidades. El reconocimiento por parte de la nueva ley indígena de los Títulos de Merced como fuente legítima de propiedad de la tierra generó un conflicto de difícil resolución puesto que se superponía con los títulos de propiedad que sobre esas mismas tierras tienen agricultores y empresas, especialmente forestales.
Nuevas Generaciones
El acceso a la educación superior de los jóvenes Mapuche ha visto florecer una nueva generación de liderazgos indígenas con fuerte identidad y con reivindicaciones que van más allá de las sociales o económicas, para adentrarse en la demanda de reconocimiento y autonomía política. En ese contexto, y ante la falta de reconocimiento constitucional y los vaivenes del proceso de restitución de tierras, se desarrolló en diversas comunidades movimientos de tomas de terrenos buscando presionar la adquisición de estos por parte del Estado. Paralelamente, y alimentándose del conflicto, se ha visto el surgimiento de agrupaciones armadas, las que desde fines de los años 90 arremeten con violencia contra policías, empresarios agrícolas, del turismo y forestales así como del transporte de la región, generando un complejo cuadro de violencia en el que, por una parte, el Estado se muestra impotente para controlar o canalizar, variando sus respuestas desde la aplicación de la ley antiterrorista hasta los diálogos y las comisiones, y por la otra, comienzan a conformarse grupos de autodefensa armada de agricultores y camioneros que amenazan con iniciar acciones de venganza.
Como suele ocurrir, la evolución del conflicto corrompe a los actores incorporando nuevas prácticas y motivaciones: surgen asociaciones de grupos radicalizados con el narcotráfico y el robo de madera para financiar actividades e infraestructura, escalando hacia la formación de células paramilitares dotadas de armamento de guerra, uniformes y medios logísticos. Por otro lado, crece el clamor por la militarización de la zona exigiendo la declaración del estado de sitio y la presencia activa del ejército. Este, por su parte, se resiste a llevar el peso del conflicto sabiendo que la violencia es sólo un síntoma de un problema político más de fondo y que su presencia sólo puede agravar la situación, cargando el coste político y judicial sobre sus miembros y la institución.
¿Poco y Tarde?
Desde los años 90, todos los gobiernos han ensayado distintas políticas para responder a los acuerdos de Nueva Imperial de 1989, en que Patricio Aylwin y la Concertación se comprometieron con el mundo mapuche. Y aunque hubo avances relevantes como la dictación de la ley Indígena que creó una institucionalidad ad hoc, un fondo de tierras y de aguas para restituir territorios disputados, o la ley del espacio marítimo costero de los pueblos originarios, o la promulgación del Convenio 169 de la OIT; lo cierto es que la situación de la Araucanía no ha hecho más que deteriorarse: insuficiente reconocimiento al pueblo mapuche, depreciación de los indicadores sociales y económicos y constante aumento de las víctimas de la violencia.
Para muchos, la cuestión de fondo es la restitución de tierras y el reconocimiento político de derechos del pueblo mapuche. Emblemático de la resistencia a aceptar un nuevo trato con los pueblos originarios, ha sido el rechazo constante por parte del Congreso a su reconocimiento constitucional como pueblo y la crítica permanente de políticos, empresarios y medios a la política de compras y devolución de tierras.
Por otra parte, la negativa a emprender un diálogo político verdadero por parte de los distintos gobiernos democráticos con los sectores más activos de la causa mapuche ha condicionado una creciente radicalización de los grupos e incluso de algunas comunidades. Es cierto que la mayoría de los Mapuche no comulgan con las acciones armadas, pero a pesar de ello, existe un vínculo de solidaridad con aquellos que se han radicalizado, ofreciendo a estos suficiente apoyo comunitario para establecer sus células en el seno de las comunidades.
La esperanza es que, tras el estallido social y el acuerdo de 2019 por una nueva Constitución, sea aceptada la creación de cupos reservados en la Convención Constituyente para representantes de los pueblos originarios, medida que permitirá, por primera vez en la historia republicana, que dichos pueblos participen con voz y voto en la creación del pacto social.
Las historias de autonomía y libertad del pueblo mapuche no son tan lejanas. Son las biografías de los abuelos de las actuales generaciones. Ciertamente, la mayor parte de los chilenos que habitan la Araucanía también han adquirido derechos legítimos otorgados por el Estado a sus abuelos. El Estado de Chile se verá obligado a reparar el daño producido por sus fallas políticas históricas a las víctimas mapuches y no mapuches, jóvenes asesinados en el curso de tomas de terreno o por abuso policial, agricultores que han visto destruidas sus viviendas y cosechas, empresarios del transporte que han sufrido la pérdida de sus maquinarias, policías y agricultores asesinados.
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