Este ensayo de Gonzalo Aguilar, publicado por primera vez en el número 22 de la Revista Akademos  es una reflexión acerca de algunas películas venezolanas recientes que muestran relatos de un país cuya crisis parece imposible de explicar en los debates intelectuales latinoamericanos. Bien sea porque se trata de una realidad incómoda para la izquierda intelectual —inexistente para otros sectores que se supone dialogan con ella—, o porque no puede explicarse con categorías tradicionales, las representaciones que evidencian la violencia estatal y los conflictos de quienes viven en el país quedan suspendidos en una suerte de archivo de imágenes desquiciadas que no encuentran una lectura o una interpretación.

Y mientras no cambie la cultura política en América Latina, sugiere el autor,  sobre todo la de los intelectuales, esas imágenes seguirán siendo imágenes desquiciadas, es decir tremendamente cruentas pero sin posibilidad de encontrar un discurso que las integre en una lectura, en una serie o en una  interpretación de la historia. Imágenes sin lugar para hospedarse.

1. Fotos rebeldes
De espaldas a la cámara dos jóvenes arrojan piedras contra lo que parece ser una patrulla de policías. El fondo de la imagen no es del todo nítido. Los cuerpos que lanzan los proyectiles casi parecen danzar en una calle en la que se ven guijarros, cartuchos y los restos dispersos de una suerte de batalla campal. La foto fue tomada en Irlanda, en el año 1969, y sirvió para difundir la muestra Sublevaciones, curada por el crítico francés Georges Didi-Huberman y exhibida en Buenos Aires en 2017. Las imágenes seleccionadas —que modulaban diferentes formas de la revuelta social y política— se dividían en cinco sesiones: “Por elementos (desencadenados)”, “Por gestos (intensos)”, “Por palabras (exclamadas)”, “Por conflictos (encendidos)” y “Por deseos (indestructibles)”. La exposición realizada en el Museo de la Inmigración de Buenos Aires tuvo un gran éxito, y la palabra sublevación junto con las imágenes que la evocaban se multiplicaron por las redes: desde el Mayo del 68 francés, pasando por las Madres de Plaza de Mayo e incluyendo eventos actuales siempre agrupados alrededor del significante propuesto por Didi-Huberman. Las relaciones con el presente ponían de relieve una de las preocupaciones centrales del pensamiento del crítico francés: el anacronismo. Como decía Benjamin (1980), “no se trata de presentar las obras literarias [o las imágenes] en correlación con su tiempo, sino en el tiempo que las conoce, es decir el nuestro” (p. 284).

En esas imágenes que circularon por las redes con el hashtag# sublevaciones sorprende la ausencia de la Venezuela actual, sin duda el país que, por el carácter violento y extremo de las represiones, más se acerca al descomunal archivo que nos legó el siglo XX. Aunque el estado de agitación y descontento es general en casi toda América Latina, en ningún lugar alcanza la radicalidad y violencia estatal de la Venezuela de Nicolás Maduro. Un joven que literalmente se convierte en una antorcha (figura 1), otro que lanza piedras con una máscara antigases, o un joven que avanza desnudo con una Biblia en la mano para enfrentarse a los militares (figura 2) son imágenes virales que resultaron de las protestas venezolanas recientes y que sintetizan como ninguna otra el significante sublevación. Y sin embargo, nadie —ni siquiera por la apelación a la contemporaneidad que hace el crítico francés— pone las imágenes de Venezuela en esa serie. La explicación parece bastante sencilla: lo que sucede en Venezuela no se encuadra en una sublevación de izquierda o emancipatoria. Más bien, parece impugnar o poner en cuestión esta tradición. Son imágenes —podríamos decir— para las que la izquierda no tiene palabras, y la derecha nunca las tuvo. Y mientras no cambie la cultura política en América Latina, sobre todo la de los intelectuales, esas imágenes seguirán siendo imágenes desquiciadas, es decir tremendamente cruentas pero sin posibilidad de encontrar un discurso que las integre en una lectura, en una serie o en una interpretación de la historia. Imágenes sin lugar para hospedarse.

Figura 1. Venezuela en crisis. Ronaldo Schemidt, AFP

Si estas imágenes quedan al margen es porque todo el pensamiento y el sentimiento de la sublevación en América Latina están tan anclados en la izquierda, en el populismo y en sus tradiciones que no parece haber pensamiento de relevo. Nicaragua, el otro país que exhibió en estos últimos años imágenes de una dramaticidad similar a la de Venezuela, es un ejemplo clave, no solo porque allí tuvo lugar la última revolución latinoamericana (la Sandinista de 1979), sino porque su presidente actual fue el líder de esa revolución y, sintomáticamente, el barrio en el que se desató la matanza más violenta se llama nada más y nada menos que Carlos Marx. Sergio Ramírez (2018), a quien nadie puede denunciar como agente de la derecha o del imperialismo, escribió sobre su país: ´

con cada muerto, ese poder que es ya del pasado alza otra hilera en el muro que lo separa de la gente. Como los dos niños quemados vivos junto con sus padres y familiares dentro de su casa en el barrio Carlos Marx hace tan poco. Es un poder en tiempo pasado que sigue matando desde el pasado (párr. 6).

¿Cómo entender este out of joint? ¿De qué manera articular un discurso de relevo que tomando lo mejor de la tradición de las sublevaciones las pueda proyectar a las nuevas situaciones del presente que vivimos? ¿Pueden esas imágenes no volver al quicio, al gozne de una revolución que ya no tendrá lugar, sino a un nuevo sentido que enhebre subjetividades hoy aisladas?

Figura 2. Manifestante. Protestas, Caracas (2017). Fernando Llano, AP

Hay por lo menos tres conceptos políticos que sería importante revisar para darle un hospedaje discursivo y visual a lo que sucede en las calles de Caracas y en toda Venezuela. Uno es el de la Patria Grande, que implica valorar la realidad continental en bloque. La derecha y la izquierda coinciden en este punto y lo hacen en su propio beneficio. La izquierda para proclamar que está en la avanzada de los derechos sociales, y la derecha para insistir en que defiende las libertades individuales contra la prepotencia del populismo. Pero ambas, por más que saquen provecho del malentendido, están equivocadas. En primer lugar, porque Nicolás Maduro no es lo mismo que Luiz Inácio Lula da Silva, como Evo Morales no es lo mismo que Cristina Kirchner ni Rafael Correa lo mismo que Michelle Bachelet o Pepe Mujica. No solo las estructuras sociales y estatales de estos países se ha diversificado enormemente en el fin de siglo, sino que no hay tema en el que no haya disidencias o diferencias de enfoque (más allá de la necesaria conveniencia de buscar acuerdos regionales en el mundo de la posglobalización). En segundo lugar, porque la oposición entre igualdad y libertad que supuestamente encarna este debate podía tener sentido en la Guerra Fría o en lo que Deleuze (1995) llamó, siguiendo a Foucault, sociedades disciplinarias (p. 150). Las sociedades disciplinarias ejercían el imperialismo y el autoritarismo para mantener la desigualdad y la censura para coartar la libertad. Pero esto está lejos de ser así en la actualidad: desde el punto de vista económico, la acumulación de capital de los Estados Nacionales es tan exorbitante (y el caso de Venezuela con el petróleo es uno de los ejemplos más evidentes) que el argumento del imperialismo termina siendo una coartada para no redistribuir la riqueza, un efecto de la mala administración o, lo que es peor, la construcción de red de corrupción para financiar un movimiento político simplemente para enriquecerse groseramente. Por otro lado, la circulación libre (por Internet) de las ideas no basta para promover la libertad, algo que hubiera sucedido en la sociedad moderna y disciplinaria. Hoy libertad e igualdad son parte de una misma opción y cualquier separación u oposición —como pretenden algunos que se autodenominan liberales— no hace más que frustrar ambas.

El segundo concepto que hay que cuestionar es el de pueblo. Otra realidad moderna que supo en su momento dignificar a grandes contingentes de ciudadanos excluidos y que estableció un diálogo, por momentos fructífero, por momentos dramático, entre las multitudes y el líder en plena época de la política de masas. El concepto de pueblo tenía la capacidad de dotar de hegemonía, subjetividad y voz a sectores que habían sido marginados, silenciados o perseguidos. Pero en la situación actual, ¿qué líder se puede atribuir la representación del pueblo? [1] ¿Qué colectivo tan amplio puede estar dotado de semejante uniformidad y continuidad en el tiempo?, y ¿ qué demanda podría ser tan transversal? Todo esto sin hablar de la lógica a menudo patriarcal y autoritaria que marcó las relaciones del líder con el pueblo (con conceptos en el límite de lo político, como lealtad) y que hoy se hace evidente en diversas luchas. Es más, el concepto de pueblo llegó a tener —en el nuevo siglo latinoamericano— un carácter represivo y manipulador sobre todo cuando un partido en el Estado se arroga su representación (convirtiendo automáticamente a los opositores en antipueblo). Muestra de ello es la descripción del twitter de Maduro (s/f): “Presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Hijo de Chávez. Construyendo junto al Pueblo una Patria de Futuro, porque juntos todo es posible”. La política necesita nuevas categorías o, en todo caso, rediseñar otras tradicionales como multitud o colectivos populares (el atributo de “popular” tiene hoy más pertinencia y poder que el sustantivo “pueblo”). El concepto de representación, tan importante en la teoría política moderna, entra en crisis, y si llega a haber ‘representaciones’ (ese es el sentido del voto democrático) son cada vez más lábiles y fluctuantes. En este contexto se advierte lo peligroso que puede ser arrogarse la representación del pueblo en un sentido sustancialista.

Finalmente, una tercera categoría a revisar es la de progresismo. Durante el siglo XX el progresismo era una opción poderosa porque prometía una sociedad emancipada. El problema no es que no haya logrado una sociedad emancipada (eso hasta puede ser una prueba de la nobleza de sus luchas en un mundo dominado por el capitalismo), sino que comenzó a justificar situaciones opresivas y restrictivas de los derechos. Cuba, en América Latina, es el ejemplo más evidente: si hay censura es por el bloqueo yanqui, si se persigue a los homosexuales no hay nada que decir, si existe un millón de exiliados deben ser todos gusanos. Hay que defender a Cuba y lo demás no importa nada. Este tipo de posturas terminó por desacreditar al progresismo como garante de la lucha por la emancipación. Si con Cuba podía haber una justificación relativa porque la Revolución había transformado la estructura social de la isla, con Venezuela semejante actitud se revela en toda su crueldad.

Pese a que estas categorías y las prácticas e ideas que generan están en crisis, lo cierto es que existe una gran dificultad para crear relatos alternativos. Los términos que han pretendido reemplazar a pueblo como gente o multitud se han mostrado poco operativos. Tal vez “popular”, que designa menos una sustancia que un atributo, haya tenido mejor fortuna, pero la realidad es que ha sido generalmente administrado por los dueños del pueblo. Esta falta de relatos alternativos se hace evidente en el debate intelectual, en el cine y aún en las marchas opositoras; indagar en sus avatares nos puede ayudar a vislumbrar mejor las posibilidades de un futuro.

2. Discursos: la construcción de un relato
¿Qué es lo que hace que la dictadura de Venezuela, con más de cinco millones de exiliados, refugiados y emigrados por la precariedad en que vivían (una cifra superada a nivel mundial solo por Siria), no haya desencadenado las protestas de la comunidad intelectual latinoamericana y manifestaciones a lo largo de todo el continente? ¿Cómo puede ser que en la ciudad de Buenos Aires, donde es habitual cruzarse con venezolanos que obviamente no están haciendo turismo sino que están exiliados, refugiados o emigrados y que son miles, no haya un consenso altisonante de lo que pasa en la república bolivariana?[2] ¿Por qué el gobierno de Maduro goza de inmunidad intelectual, aun cuando una investigación llevada a cabo por una ex-presidenta de izquierda, Michelle Bachelet, demostró que existen violaciones de derechos humanos, persecuciones a opositores y torturas?

Algunas respuestas políticas son obvias: la absurda justificación de los medios en función de fines más nobles (pese a que los fines también son medios), la creencia de que los opositores a Maduro son grupos poderosos e intrínsecamente malvados que se merecen lo que les pasa (aun cuando cinco millones es una cifra que parece refutar este argumento), una tradición de izquierda proclive a defender sus tropelías para no beneficiar al enemigo o hacerle el juego a los Estados Unidos. El gobierno de Maduro —siguiendo lo planteado por Chávez— tuvo el acierto de ubicarse como líder continental en la lucha antiimperialista, lo que le permitió justificar políticas-económicas recesivas (justificadas o explicadas por el “bloqueo”) y convertir a todos los opositores en “agentes” del Imperio. El Stefanoni (2020), director de la revista Nueva Sociedad, analizó esta nueva instancia discursiva del antiimperialismo y señaló que “así, el antiimperialismo se desacopla de su dimensión emancipatoria para asumir una dimensión justificatoria –e incluso celebratoria–”. Y agregó: “el discurso antiimperialista latinoamericano tiene como contrapartida un débil interés por estudiar el imperio realmente existente, sus dinámicas políticas, sus (in)consistencias y sus intereses geoestratégicos concretos” (párr. 14). Si la lucha antiimperialista resulta un slogan efectivo con ciertos grupos pero pobre en resultados concretos, el opuesto “vamos hacia Venezuela” que se usa en sectores que se enfrentan al “populismo” tampoco parece ofrecer soluciones. Es otro slogan esgrimido como si se tratara del cuco o el hombre de la bolsa que tal vez sirva para darle miedo a los niños, pero que no colabora en la construcción de una imagen o discurso alternativo ni trabaja con las subjetividades existentes.

Frente a este vacío que genera la radicalización de posiciones que desembocan en la banalidad o el dogmatismo, uno esperaría que en el campo intelectual y académico la reflexión llevara a una construcción de nuevos modos de pensar lo político. Pero esto no ha sucedido. Es más, paradójicamente, ahí las dificultades son mayores pese a que debería tratarse de una comunidad más proclive al cuestionamiento, al intercambio de ideas y a la crítica del poder, termina imponiéndose la lealtad. Es más, el dogmatismo suele ser mayor entre los intelectuales que en otras áreas ya que generalmente viene acompañado de sagaces o enrevesados argumentos y sofisticadas teorías. En la importante Latin American Studies Association (LASA), que nuclea a latinoamericanistas de todo el mundo, la Sección Venezolana tuvo enormes dificultades para lograr que la Asociación se pronunciara en relación con los excesos cometidos por el gobierno venezolano contra la Asamblea Nacional y las marchas estudiantiles en 2017. Una vez que la comisión de investigadores precedida por Vicente Lecuna superó las trabas burocráticas y logró que el caso fuera votado por toda la membresía, la moción no obtuvo los votos requeridos.

En Argentina, Horacio González, una de las figuras más importantes del campo intelectual, justificó en diversas oportunidades al gobierno de Maduro. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, González formó a muchísimos investigadores y posee un gran prestigio. Fue director de la Biblioteca Nacional entre 2005 y 2015, dirige la revista El ojo mocho y fue uno de los líderes del grupo Carta abierta que reunió a los intelectuales nucleados alrededor del kirchnerismo. González ha manifestado sus posiciones sobre Venezuela en periódicos, revistas, redes, radio y hasta televisión, lo que muestra la importancia de su palabra. Antes de que saliera a luz el Informe Bachelet, Horacio González (2020) dijo que no le constaba que hubiera violaciones a los derechos humanos en Venezuela. Una vez que se publicó el informe, lo calificó de “sectario”. Aunque suele tener un estilo argumentativo más sofisticado y aggiornado que el militante de los sesenta, por momentos también se apoya en la larga tradición retórica de las venas abiertas: “la mano de los poderes que gruñen y destilan veneno desde sus guaridas –escribió–, son las mismas que están atacando con insistente cotidianeidad a Venezuela” (párr. 1). Es que, si bien las cosas cambiaron, ciertas palabras tocan fibras muy arraigadas en la sensibilidad política de los argentinos y, en última instancia, el esquema de la víctima débil atropellada por los poderes omnipotentes, sigue siendo muy eficaz.

Las vacilaciones del gobierno argentino actual en sus pronunciamientos sobre Venezuela produjeron disidencias internas entre quienes lo apoyan. Están los que creen que no hay que dejarle el discurso de los derechos humanos al enemigo (y por eso apoyaron el voto contra el gobierno venezolano en la ONU) y quienes consideran que el gobierno debe solidarizarse con Maduro por “valores esenciales” (en esta discusión, los derechos humanos, que podrían estar más allá de la postura partidaria, no deciden las posiciones, todo pasa por cuestiones tácticas y posicionamientos coyunturales). En un artículo publicado en el sitio La tecla, González (2020) atacó a Eduardo Aliverti, un conocido locutor radial de larga trayectoria en la militancia de izquierda y la defensa de los derechos humanos, porque defendió el voto argentino en la ONU y atacó a las “almas bellas” que “desde sus cómodos sillones” salieron a criticar al gobierno. Además de advertir que la cuestión es más “compleja” y “complicada” (típico ardid para evitar la condena de un hecho), la argumentación de este autor para minimizar el informe Bachelet y seguir apoyando a Venezuela radica en que “el concepto de derechos humanos no es una abstracción histórica. ¿Pensaríamos que es el mismo, desde Aristóteles hasta Chomsky, desde el Tirano de Siracusa hasta Trump?”(párr.1). Aunque ni Aristóteles ni el Tirano de Siracusa se hayan manifestado sobre el tema (los “derechos humanos” como categoría es relativamente reciente), el concepto es una abstracción y buena parte de su poder jurídico y político radica en su carácter universal y transhistórico[3] . Es justamente la crítica a su universalidad y abstracción (y en cierto modo su exterioridad en relación con la política), la que llevó a Foucault y a otros pensadores como Giorgio Agamben o Gilles Deleuze a cuestionar las aporías de la categoría, pero González no puede hacerlo porque justamente en Argentina los “derechos humanos” se han convertido en una categoría incuestionable y cristalizada[4]. Esto lo lleva a realizar insólitas piruetas en las que la testificación de una tortura por parte del Estado se convierte en sectaria y los derechos humanos se relativizan según su historicidad. Pero la contradicción es evidente: mientras en Argentina siguen siendo una categoría universal y transhistórica, en Venezuela la categoría es relativa e histórica (lo que se opone a su definición jurídico-política)[5].

En realidad, lo que debemos considerar sectario es el pensamiento de González, de allí que uno se pregunta si se puede ser selectivo a la hora de juzgar la tortura cometida por el Estado. Las palabras de Walsh (2010) [1977] son pertinentes aquí en su búsqueda de comprensión ante cualquier caso de tortura y violación de los derechos humanos:

Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido. (cursivas mías) (p. 9)

La posición expresada por los miembros de LASA o por un intelectual de la importancia de González expresan algo muy profundo: una cultura política que se basa más en las posiciones ideológicas o partidarias que en los hechos, más en promesas mesiánicas que en la apertura al presente y que, en definitiva, considera que la crítica es un instrumento para defender posiciones propias y no para criticar al poder. Esa cultura política que tiene sus orígenes en los discursos de los años sesenta todavía mantiene una gran solidez y su retórica sigue siendo la más eficaz y conmovedora. No parece, de todos modos, comprensible que se use, sea desde el Estado, sea desde el campo intelectual, para justificar los actos en los que se machaca la sustancia humana.

3. Imágenes: subjetividades dispersas
¿Cómo construir imágenes en una sociedad en ruina? ¿Hasta qué punto esas imágenes pueden apuntar a una esperanza o a un horizonte de cambio? El cine latinoamericano político tiene una larga tradición que combina imágenes interpeladoras, puestas en escena colectivas y montajes de agitación que todavía hoy están presentes, sobre todo en los documentales. Algunas películas venezolanas recientes pueden leerse como una respuesta a esta tradición y una lectura a contrapelo con el fin no de construir un relato alternativo, sino de investigar en las vidas dañadas y precarizadas que deja el chavismo. Por eso, algunas películas recientes —pienso sobre todo en La soledad (2016) y La fortaleza (2020) de Jorge Thielen Armand— mezclan documental y ficción como si se tratara de patentizar las ruinas y, a partir de ellas, construir un relato ficcional que dote a esas vidas dañadas de un futuro. Sin embargo, ese futuro todavía no se vislumbra: se trata de un cine de vacíos e interrogantes que está lejos de las certezas que presentaba el cine político del Grupo Liberación de Argentina, el de Miguel Littín en Chile o el del boliviano Jorge Sanjinés.

Una escena de Pelo malo (2013) de Mariana Rondón expone de un modo fugaz y sutil esta relación con las creencias populares, la construcción de subjetividades y la mirada documental. La cámara enfoca un auto en las calles de Caracas y detrás se ve un mural de La última cena chavista en la que, en una imitación del cuadro de Leonardo da Vinci, se ve a Jesús rodeado por Marx, Mao, Fidel Castro, Bolívar, Chávez, Sandino y el Cacique Guaicaipuro, entre otros personajes emblemáticos de la lucha revolucionaria. La protagonista Marta (Samantha Castillo) entra en el plano y la imagen del mural queda fuera de foco (figura 3). Ese es el paisaje urbano en el que una Marta en soledad debe reconstruir su vida. La escena podría ser puesta en relación con el personaje burgués Sergio, de Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Alea, cuando camina solo por el Malecón mientras las olas golpean y lanzan sus espumas por los aires. Pero si Gutiérrez Alea toma distancia de ese hombre solo que no comprende las fuerzas revolucionarias (que tienen la persistencia y la eternidad de las olas), Rondón intenta comprender esa soledad y reflexionar sobre la distancia existente entre La última cena (una reinterpretación religiosa que interpela al ‘pueblo’) y esa mujer que deambula por las calles, no tiene trabajo y no sabe muy bien cómo criar a sus dos hijos. La discrepancia entre el mural y su persona es tan radical como la que existe entre los chavistas que se quieren cortar el pelo para ayudar al líder a superar el cáncer mientras que su hijo Junior (Samuel Lange Zambrano) quiere alisarse el suyo para presentarse como cantante en un concurso (figura 4). El final agudiza este conflicto y lo lleva al límite aunque, paradójicamente, con la complicidad involuntaria de la protagonista que obliga a su hijo a cortarse el pelo, no por la enfermedad de Chávez sino por miedo a que se vuelva un marica. Pese a la incompatibilidad entre Marta y La última cena (su entrada en plano implica el fuera de foco del mural), su subjetividad está atravesada por un autoritarismo y una violencia a la que no puede sustraerse y que está incorporada (el modo en que los cuerpos son atravesados por el poder es uno de los temas de Pelo malo).

Figura 3. Marta y el mural de «La última cena chavista»

La última escena es un travelling en un colegio en el que se canta la canción de la creencia por excelencia de un país (el himno nacional) y se muestra a los niños cantando “Gloria al Bravo Pueblo”. Solo uno de ellos se queda con la boca cerrada y no canta: Junior, que ahora tiene la cabeza casi totalmente rapada (Figura 5). Es como si su hijo hubiese sido incrustado en La última cena pero como sirviente mudo o esclavo: no hay lugar para él en el pueblo porque no responde al modelo de masculinidad que emana del poder (y que encuentra un agente inesperado en la madre)[6] . No hay una voz todavía que pueda oponerse al poder.

Figura 4. Junior tratando de alisarse el cabello

En Pelo malo la masculinidad y la presión que se ejercen sobre la familia y sobre la intimidad es una manera de trabajar con los efectos de un modelo que, en otras áreas, produce caudillismo, autoritarismo y represión. La mirada oblicua hace al film mucho más efectivo como ocurrió de hecho por las reacciones que tuvo en Venezuela. La última cena chavista (todos hombres dicho sea de paso) nunca se apodera del plano, pero es imposible pensar la película sin tenerla en cuenta.

Figura 5. Junior con la cabeza casi totalmente rapada

También La soledad y La fortaleza se centran en las relaciones familiares, el espacio privado y la intimidad para calibrar los efectos de la descomposición social. Es más, ambas películas pueden ser entendidas como un intento de reconstituir o reforzar los lazos afectivos (familiares y sociales) a través del cine. Y esto no solamente como narración ficcional sino en el punto en el que la ficción y el documental se tocan. La soledad comienza con una homemovie familiar en super-8; La fortaleza con una marcha popular en la que el protagonista —Jorge Thielen Hedderich, el padre del director— se encuentra perdido y con la camisa manchada de sangre, como si el protagonista se encontrara con el documental político y caminara en dirección contraria a él, maltrecho y herido (Figura 6). En las películas de Armand, como en la de Rondón, el pueblo tiene una presencia fantasmal, cuando aparece nunca presenta la organicidad que supuestamente le es propia. En La fortaleza una fila de personas espera (¿Qué cosa?) debajo de un mural gigante del rostro de Chávez y a partir de un noticia que circula entre quienes están allí, salen corriendo y se dispersan. El mural se queda sin “pueblo”.

La soledad comienza (y termina) con una home movie familiar con cierto tono idílico (pero en la que no es difícil entrever los conflictos de clase y raza) para después pasar a la historia de la casa familiar llamada justamente La soledad. El caserón, que alguna vez tuvo su momento de esplendor, está semi-abandonado, con las paredes descascaradas, casi en ruinas y la familia decide demolerla (perjudicando a los caseros que estaban viviendo allí) (Figura 7). El gran relato épico de la política no aparece por ningún lado. En todo caso, hay una épica pequeña, íntima, a contrapelo de los grandes relatos: en La fortaleza, el protagonista es el padre del director, de manera que su presencia en el film, el ponerse en manos de su hijo, invierte el curso habitual de la vida en el que los padres son los que guían. La figura paterna no tiene las respuestas y si bien ese es un tema que admite diversas lecturas en La fortaleza, en Pelo malo la figura paterna está ausente y en Érase una vez en Venezuela (2020) de Anabel Rodríguez Río las protagonistas son mujeres, lo que se corresponde con el papel activo que han asumido —sobre todo mujeres jóvenes— en las comunidades de los barrios o zonas pobres.

Figura 6. Roque maltrecho y herido

El lugar común “esto es monte y culebra” se repite en La fortaleza y en Érase una vez en Venezuela. Todas estas películas están obsesionadas por el espacio urbano y por encontrar en la modernidad que alguna vez hubo, el paso demoledor del tiempo y del abandono. Pelo malo investiga los circuitos y la afectividad de los bloques del “23 de enero”[7]; La soledad transcurre en un barrio acomodado de Caracas y la decadencia de la casa está lejos del refinamiento viscontiano; es, como en Pelo malo, el avance del monte y las culebras. Pero es Érase una vez en Venezuela la que hace, desde el urbanismo, una apuesta más radical: porque los palafitos que sostienen las casas acuáticas del poblado de Congo Mirador, en el Estado de Zulia, son una alegoría de Venezuela. Si el país tomó su nombre de Venecia, la desaparición inminente del pueblo exhibe la distancia entre la promesa (“una grandísima población que tenía sus casas edificadas en el mar como en Venecia, con mucho arte y maravillados de tal cosa” (Vespucio, 1986, p. 61) y la destrucción. La modernidad que muestra Érase una vez… exige una nueva teorización sobre la modernidad obsoleta que es el testimonio de lo que no pudo ser: una antena de televisión satelital funciona en un principio para conectar a Congo Mirador con el mundo, después se transforma en un cachivache en desuso y, por último, recoge las aguas de las lluvias que el techo de la escuela no contiene (Figura 8). Los celulares, los amplificadores de música, la ropa de marca, hasta los cochecitos de los niños evidencian un ensamblaje deficiente entre los aparatos tecnológicos actuales y las prácticas tradicionales, sea dar clases en una escuela o armar el clientelismo político. Son las ruinas del futuro que muestran las dificultades de aggiornar viejas prácticas sin antes someterlas a crítica y transformarlas.

Figura 7. La casa en ruinas de La Fortaleza

Con un ánimo etnográfico, el documental sigue la historia de dos personajes. Uno de ellos es la maestra Nathalie Sánchez, que trata de sostener la escuela en las condiciones más adversas y frente al ataque permanente de la otra protagonista, Tamara Villasmil, cacica que responde al poder chavista[8]. El caciquismo se vale de relaciones de poder informales, arbitrarias, afectivas y clientelistas. Sin darse cuenta de la exhibición de paternalismo y autoritarismo, los políticos de la zona se prestan a un documental que solo registra las tropelías inadvertidas de sus actos. La afectividad, que en un momento pareció prometer una nueva lógica política, se hunde en el clientelismo, el favoritismo y la anulación del disidente. Cuando Villasmil debe definir a su adversaria, la maestra dice: “no le brinda amor a nadie, por eso está sola”, arrojándola al lugar del odio y, por lo tanto, ya no solo de la imposibilidad política, sino humana de poder dar algo valioso (se trata, de todos modos y como lo muestra la película, de una maestra que trata de sostener la escuela frente a todas las adversidades).

Figura 8. Antena inservible de Congo Mirador

Los dos eslóganes que esgrime la cacica Villasmil tal vez nos digan algo sobre la relación entre clientelismo y mesianismo. Uno es “Chávez vive” y, como es habitual, funda la política a partir de un imposible deseado. El tema es que ese imposible deseado no propone un objetivo sino que lo erige en un superyo que vigila todas las acciones. Pero como ya no puede juzgar lo que sucede, quedan sus delegados en la tierra para hacer cumplir su palabra. La otra consigna tiene una historia mucho más importante y ya es de carácter continental: “Hasta la victoria siempre”. La frase se origina en la carta de despedida del Che y la lectura pública que hace Fidel Castro el 3 de octubre de 1965. En el manuscrito de la carta se lee: “Hasta la victoria Siempre, Patria o Muerte”. Pero Fidel lo lee de corrido: “Hasta la victoria siempre”, consigna que se convirtió en la frase más citada y recordada del revolucionario argentino.

Hay en esa frase una tensión evidente entre la preposición temporal hasta y el adverbio siempre como si la historicidad tuviera un fondo de eternidad y voluntad que supera todas las adversidades y el tiempo. Es la frase que ha planteado de modo más contundente la teleología en la que ha entrado la cultura política después de la Revolución Cubana. Congo Mirador continúa en esa lógica que, en aras de esa victoria, termina hundiendo al pueblo en las aguas del Río bravo.

A diferencia de Tamara, quien parece estar muy satisfecha hamacándose en la promesa utópica, la maestra Nathalie debe soportar las presiones de los delegados del Estado y ya no sabe muy bien a quién dirigirse. Con una mirada de registro etnográfico de las situaciones, Érase una vez en Venezuela sigue a Tamara en su encuentro con las autoridades y exhibe lo absurdo del clientelismo, no porque opine con un voice-over sino que ya la sola mirada exterior convierte a esas escenas en risibles. La relación con Nathalie en cambio es más íntima y no exenta de solidaridad ante la decadencia de Congo Mirador. La melancolía que provocan las cosas que están a punto de desaparecer atraviesa todo el film. Es como un naufragio y si bien el film no apoya explícitamente una lectura alegórica, no puede dejar de pensarse en el destino de Congo Mirador como el de Venezuela.

Las ruinas son la figura por excelencia de la meditación melancólica. Son las ruinas de la modernidad (como muestra Pelo malo) pero también de lo que ha venido después de que sus promesas se disiparon: son las ruinas del presente, de lo que se vuelve obsoleto aunque sea actual, aunque sea tecnología de punta, como muestra Érase una vez en Venezuela. Pero no son solo las ruinas materiales sino las ruinas ideológicas de las esperanzas que lideraron los comensales de la última cena y que han sido frustradas. Todavía no ha salido el ángel de los restos de la casa de La soledad¸ de las viviendas de Pelo malo o de los palafitos de Érase una vez en Venezuela

4. Pueblo y multitudes
Las imágenes de la oposición en las calles de Venezuela tienen algo de “show”, palabra que utilizó Maduro para referirse a Hans Wuerich, el joven que enfrentó desnudo a la Guardia Nacional. Llevando una Biblia en su mano y solo con un morral y zapatillas deportivas, Hans Wuerichse subió a los tanques para increpar a los policías, porque —según él— el demonio se había adueñado del país. Cada acto de protesta no tiene solamente el propósito de ir contra el régimen, sino que también busca el impacto mediático y la viralización. Una modelo de fitness, Caterina Ciarcelluti, arroja las piedras con una gran agilidad y exhibe una musculatura que llama la atención. Fue bautizada “La mujer maravilla” (Figura 9). Otros jóvenes, quizás la gran mayoría, utilizan máscaras antigases para resistir los gases lacrimógenos, evocando algo así como una guerra química o bacteriológica. La sublevación no solo se hace en las calles: no hay mayor piedra arrojada contra el poder que una imagen viral. Las máscaras antigases les quitan rostro (y por lo tanto identificación afectiva) a los manifestantes, pero sugieren el caos apocalíptico. La mujer fisiculturista introduce un tipo inesperado en el repertorio de las sublevaciones. El joven desnudo, Biblia en mano, es sin duda la imagen más eficaz porque pone de relieve la precariedad e indefensión de quienes luchan contra el chavismo. El joven violinista y aquel que toca el cuatro hacen un uso insurreccional de estilos o motivos nacionales que el Estado considera que debe administrar. Todos ellos hacen una performance y actúan para el ojo de la cámara. No es el asalto del Palacio de Invierno sino del mundo virtual de las redes sociales.

Figura 9. La mujer maravilla. Federico Parra, AFP/GETTY IMAGES

El régimen de la imagen política se ha modificado. En las manifestaciones del 68, los jóvenes marchaban y los directores de cine prestigiosos (Chris Marker, Jean-Luc Godard, Pino Solanas, Glauber Rocha) los filmaban. Tanto en la foto como en el film había un proceso, más o menos lento, que actuaba con posterioridad a las manifestaciones. El sentido se otorgaba en la mesa de montaje que, de alguna manera, intervenía más allá de la voluntad de los sujetos. La masa no se miraba ni se registraba a sí misma, y era consumida por los medios conservadores o los directores militantes o revolucionarios. Bejamin, en la década del 30, ya había detectado la dualidad entre autocontemplación y exhibición para la mirada del otro y advertía sobre el hecho de que estaba en tránsito de disolverse a futuro y lentamente. Considera al respecto que:

en los grandes desfiles festivos, las asambleas monstruosas, las organizaciones masivas del deporte y de la guerra, todos los cuales se ofrecen hoy a los aparatos de grabación, la masa se mira a sí misma en sus propios ojos […] Los movimientos de masas se presentan con mayor claridad a los aparatos de filmación que al ojo desnudo. La mejor manera de abarcar las concentraciones de centenares de miles de hombres es a vuelo de pájaro (2012, p. 196).

En el mismo texto, Benjamin opone el “mago-pintor” al “cirujano-camarógrafo”. Sostiene que mientras el primero pone las manos sobre el cuerpo, el otro interviene en él (recordemos que Benjamin es contemporáneo de la aplicación del estetoscopio, el oftalmoscopio, el laringoscopio, los rayos X). El autor parece detectar un momento de transición en el caso  de los actos masivos. Todavía no existían ni el drone ni se había desarrollado la endoscopía con fibras ópticas, que permiten entrar en el cuerpo y filmarlo desde su interior. Tampoco existía la selfie que, al modo de una endoscopía figurada, descompone las multitudes desde adentro, en ilimitados momentos y desde perspectivas múltiples, incluyendo la presencia de aquel que toma la imagen (los nuevos modos de circulación de la imagen alientan también el narcisismo). Este es el umbral de la bioimagen contemporánea: la imagen no viene después sino que ya está incorporada. El manifestante ya no se entrega a la mesa de montaje sino que moldea su propia imagen y la pone a circular. La multitud produce sus imágenes desde adentro, las impone en su propio movimiento y con su propia puesta en escena. Algo similar sucede con los adeptos a Maduro que posan con el look del Che Guevara. Hasta hubo uno que fue llamado el “Che venezolano”, que en un principio apoyó a Chávez y después se opuso a Maduro[9]. En la archicitada frase de Marx al comienzo del 18 del Brumario se dice que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Sin embargo, Marx —a partir de una cita de Hegel— habla de hechos (Tatsachen) y de personas (Personen). Los hechos suponen cierto entramado histórico que actúa como fatalidad. No es lo que sucede con el Che venezolano que actúa como la persona que entra en el guardarropa de la historia y elige a conciencia su disfraz (¿hace falta recordar que persona en latín es máscara?). A diferencia entonces de lo que pasaba en el 68, ahora son los propios manifestantes los que se producen como imagen y buscan un objetivo político; cualquiera, de hecho, que cuente con una cámara o que actúe para los miles de dispositivos que lo rodean (Hans Wuerich, por ejemplo, estudió varios días antes de lanzarse desnudo a la calle). Se trata, como muy bien vio Maduro, de un show, pero de uno en el que de ninguna manera él mismo está afuera. Un show en el que el Estado ya no puede arrogarse la producción y circulación de las imágenes; en el que tampoco los directores de cine y los intelectuales disponen en su laboratorio para dotarlos de sentido y torcerlos si es necesario, y, en el que Estado, medios y personas compiten por ser los directores de escena.

Otra característica de estas imágenes es que las que más éxito tienen son las que muestran a mujeres u hombres solos. El estudiante (conocido como Tank Man o Unknown Rebel) que el 5 de junio de 1989 se opuso a un tanque en la Plaza de Tiananmén es un eslabón clave de esta serie. Acá de nuevo la tradición de izquierda se debilita frente a las posibles lecturas anarquistas o liberales de las fotos. No es que el colectivo deje de estar presente, pero la imagen evoca la heroicidad de los personajes en un mundo que consta de Estados ultrapertrechados para la vigilancia y la persecución y de corporaciones todopoderosas. Tank Man o La mujer maravilla son índices de un malestar que padecemos continuamente y al que parece difícil ponerle freno: el de nuestra precariedad frente al poder del “ogro filantrópico”, como lo llamó Octavio Paz.

La coreografía de las multitudes, que marcó todas las sublevaciones del siglo XX, entra en una dispersión mayor en el que todo intento de agrupación corre el riesgo de la arbitrariedad y el autoritarismo. Es muy difícil construir relatos con esas imágenes no porque no sean poderosas, sino porque estamos demasiado acostumbrados a los conceptos de homogeneidad y unidad como pueblo. Parece que para ciertos reflejos políticos, sobre todo en América Latina, se trata del pueblo o la nada. Por eso, buena parte de la lucha se basa en evitar ser arrojados a la nada, a esa zona en la que lo derechos humanos son parciales, sectarios o herramientas de una estrategia determinada.

Pero hay una dificultad mayor para incorporar estas fotos al legado de la rebelión que nos dejó el siglo XX: no admiten una teleología que haga que esas piedras que se arrojan tengan una dirección precisa. Quizás lo que más inquieta en el caso venezolano es que no aparece una salida clara, ni siquiera una dirección hacia la que irían los acontecimientos. Todo indica que la resolución será decepcionante y tibia, al menos si se la compara con el tenor de alto grado de las imágenes que circulan. Sin embargo, las imágenes son básicamente de mujeres y hombres que luchan contra algo que creen injusto y contra un gobierno al que consideran opresivo. Muchos debieron abandonar el país, otros están tratando de sacar a sus familias; las noticias que llegan son cada vez peores y la verdad es que los intelectuales latinoamericanos todavía no han puesto el tema sobre la mesa con la contundencia que merece. Las imágenes que vienen de las tierras de Simón Bolívar son como una cuña en el flujo de las imágenes con las que (casi) siempre nos hemos identificado.

5. Conclusiones
Comencé este artículo planteando que la tradición de izquierda no le ofrecía hospedaje a las imágenes de las sublevaciones multitudinarias que se producían y producen en Venezuela. Las imágenes de alguna manera quedaban huérfanas con una gran dificultad para construir una opción alternativa que a su vez no cayera —como efecto de la falta de hospedaje en las posiciones de izquierda— en su contraparte cómplice: la crispación de una derecha que nunca tuvo una apertura hacia la voz de los otros. En la circulación en las redes que tuvo la exposición de Didi-Huberman y en los discursos de algunos intelectuales puede observarse esta dificultad de integrar desde una posición de izquierda lo que sucede en Venezuela y eso la hace desembocar en varias paradojas, entre ellas la oposición entre la afirmación de la universalidad de los derechos humanos y la creencia —no siempre explicitada— de que hay algunas coyunturas en la que es necesario renunciar a esa universalidad.

Esta imposibilidad de un relato alternativo llevó al cine venezolano a replegarse sobre las vidas precarias y su subjetividad en un contexto de hostilidad y abandono. Me interesó confrontar el lenguaje de estas películas con un tipo de documental latinoamericano, basado en el entusiasmo de lo que fueron las luchas revolucionarias del pasado, y que no percibe lo que películas como Pelo malo, Érase una vez en Venezuela o La soledad ponen de relieve: la precariedad y la melancolías de unos personajes en un paisaje que se encuentra en ruinas. Asoman nuevas formas de expresión y eso se hace evidente en las redes sociales y en el modo en que los manifestantes se representan a sí mismos en las marchas políticas. Se trata de un aprendizaje sobre la bioimagen que tal vez anuncie nuevos modos de pensar los tiempos precarios en los que vivimos.

[1] Ríos (2013) analiza cómo el mismo Hugo Chávez, en su proyecto hegemónico, se convirtió en el significante vacío a lo Laclau, proyecto que continuó Maduro, tal vez con menos carisma y con el desgaste inevitable de cualquier proyecto de perpetuarse en el poder.

[2] Se calcula que en la Argentina hay más de 100.000 venezolanos, número que creció entre 2015 y la actualidad. Los datos oficiales señalan 114.557 en enero de 2019, aunque es probable que la cantidad sea mayor. En 2018, los venezolanos lideraron el ranking de inmigrantes en la Argentina (argentina.org.ar, s.f.).

[3] En todo caso puede argumentarse como antecedente de los derechos humanos la diferencia que hace Aristóteles entre ley particular y ley común siendo esta última inmutable y universal y estando en la base del paradigma del derecho natural (Lafer, 1988).

[4] Para consultar las posiciones de Foucault frente a los derechos humanos cf. Raffin (2019).

[5] Por supuesto que los “derechos humanos” se han usado como excusa para agendas globales hegemónicas, pero no es el caso de Venezuela o solo lo es parcialmente, porque más allá de las denuncias de sus dirigentes, hay grandes contingentes de personas que reclaman por el cumplimiento de los derechos humanos en Venezuela. Es decir, que la petición de historicidad (fundamental para pensar los derechos humanos) no debe oscurecer o ignorar la relación entre universalidad de derechos y víctimas de la violencia estatal (agradezco a Rosenberg por sus observaciones y por los aportes de su libro [2016]).

[6] Carezco de información suficiente como para hacer un análisis contextual de Pelo malo. Recomiendo la lectura de Caula (2019) quien subraya el tratamiento no estereotipado que hace el film de los barrios pobres y la de Muñoz (2013), que comenta la polémica desatada por una declaraciones de la directora cuando la película obtuvo la Concha de Oro en el festival de San Sebastián. Para una lectura del film desde una perspectiva queer cf. Jarman (2019).

[7] Pelo malo transcurre en este espacio, llamado así porque el 23 de enero de 1958 tuvo lugar una revuelta cívico-militar motivada por el fin de la dictadura de Marco Pérez Jiménez. Los bloques, fueron creados durante el régimen del dictador entre 1955 y 1957 por los arquitectos Carlos Raúl Villanueva, José Hoffman y José Manuel Mijares, fundamentales en la modernización de la arquitectura y el urbanismo en Venezuela. A tono con lo más avanzado del modernismo de su tiempo, estas viviendas fueron la promesa de una modernidad que, como lo muestra la película, ahora está en ruinas. O sea que Pelo malo no solo apunta a la descomposición de los últimos años, sino a un proyecto de modernidad que no ha podido ser.

[8] Según Siera Núñez (2020), “los realizadores grabaron durante cinco años, a un ritmo de tres a cuatro visitas por año, en las cuales definieron varias tramas paralelas. Una de ellas fue la profundización de la polarización política durante la campaña electoral de las últimas elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015, en las que ganó la oposición al régimen de Nicolás Maduro” (párr. 8).

[9] Cf. Che Guevara venezolano: Ni siquiera votaría por Chávez (2018).

Referencias

  • Argentina.org.ve (s.f.) Estadísticas Migraciones.
  • Benjamin, W. (1980). Literaturgeschichte und Literaturwissenschaft. En W. B. Gesammelte Schriften, III, Kritiken und Rezensionen (pp. 283-290). Suhrkamp.
  • Benjamin, W. (2012) [1936]. La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. En Escritos franceses (pp. 165-198). Amorrortu.
  • Caula, S. (2019). Ni pienso ni existo. Una lectura moral de Pelo malo, de Mariana Rondón. Fuera de Campo, 3(3), 10-21.
  • Che Guevara venezolano: Ni siquiera votaría por Chávez. (2018, 19 de mayo).
    https://www.elnacional.com/venezuela/politica/che-guevara-venezolanosiquiera-votaria-por-chavez_235987/
  • Deleuze, G. (1995). Conversaciones. Pre-Textos.
  • Didi-Huberman, G. (Curador). (2017, 24 de febrero al 29 de julio de 2018). Sublevaciones [exhibición]. Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF)/ Jeu de Paume.
  • González, H. (2020, 6 de octubre). Un voto erróneo. La Tecla Eñe.
  • González, H. (2021, 9 de Febrero). Duras críticas del intelectual kirchnerista Horacio González al gobierno por su posición sobre Venezuela.
  • González, H. (2019,15 de mayo). Venezuela no es una dictadura y Maduro es víctima de un golpe de Estado. La Nación.
  • Gutiérrez Alea, T. (Director). (1968).Memorias del subdesarrollo [cinta cinematográfica]. Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos (ICAIC).
  • Jarman, R. (2019). Queering the Barrios: The Politics of Space and Sexuality in Mariana Rondón’s Film Pelo malo (2013). Bulletin of Latin American Research, 38(1), 158-180.
  • Lafer, C. (1988). La reconstrucción de los derechos humanos (Un diálogo con el pensamiento de Hannah Arendt). Fondo de Cultura Económica.
  • Maduro, N. [@NicolasMaduro (s.f.). Tweets [Perfil de Twitter]. https://twitter.com/NicolasMaduro
  • Muñoz, B. (2013, 10 de octubre). Pelo malo frente a la inquisición. PRODAVINCI.
    https://historico.prodavinci.com/2013/10/10/artes/pelo-malo-frente-a-lainquisicion-por-boris-munoz/
  • Raffin, M. (2019). Derechos del hombre/derechos humanos versus derechos de los gobernados: un análisis de la producción de derechos en el pensamiento de Michel Foucault. Dorsal. Revista de Estudios Foucaultianos, 7, 29-59.
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  • Walsh, Rodolfo (2010) [1977]. Carta abierta de un escritor a la junta militar, Rodolfo Walsh, 24 de marzo de 1977. Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación.

[Publicado en Revista Akademos. Nro. 1 y 2 enero-diciembre de 2020. Volumen coordinado por Rebeca Pineda Burgos y Juan Cristobal Castro]

[Imagen de Nota: Jorge Pantoja Amengual]