Esta columna es una versión corregida de la que fue publicada en la Revista Letras Libres. Su autor, Armando Chaguaceda, analiza el estado de situación de la sociedad civil cubana luego del devastador paso del huracán Ian y de la consecuente represión a las protestas ciudadanas, las que recomenzaron a finales de setiembre pasado cuando miles de hombres y mujeres salieron a las calles a reclamar no solo por el restablecimiento de los servicios básicos sino además por libertad para sus vidas tuteladas.
Chaguaceda denuncia la constitución de un Estado mafioso al tiempo que apela, frente al drama humanitario, a reactivar los lazos de solidaridad internacional para con el pueblo cubano sin que esto deba ser visto como un apoyo a su dirigencia política.

Con las bayonetas, señor, se puede hacer cualquier cosa menos sentarse sobre ellas.
Charles-Maurice de Talleyrand

Un año después de las inéditas protestas del 11 y 12 de julio de 2021, los cubanos han vuelto a salir a las calles. Abrumados por la ausencia de electricidad y la consecuente parálisis de servicios (agua, gas) tras el paso del huracán Ian, miles de cubanos han protestado contra el gobierno en decenas de puntos de la capital y otras ciudades del país. Las consignan mezclaban reclamos por la gestión de los apagones, el desabastecimiento y, cada vez más, el grito de «libertad». Pese a la represión desatada -con paramilitares, en horas de la noche y al amparo de los cortes totales de internet- la gente ha salido, por cinco jornadas consecutivas, a decir “basta”. Los testimonios, de distinta índole, han logrado vencer la censura; podemos hoy consultarlos en medios de nivel profesional de [1], [2], [3], [4]

Las causas de las cosas

Esas protestas estallan contra el status quo imperante. En una isla regida por un orden autoritario en lo político, conservador en lo ideológico, explotador en lo económico y excluyente en lo social, declinante en su capacidad para ampliar la cooptación material (como en la China de Xi Jinping) y mantener el consenso político (que aún exhibe Vladimir Putin) abusa de la coacción, ejecutada por los órganos de seguridad estatal. Un orden que, en el cruce de sus distintas dimensiones y ante el horizonte de su accionar, podemos calficar esencialmente como reaccionario. Y, según la caracterización reciente de los politólogos húngaros Bálint Magyar y Bálint Madlovics, cómo mafioso. Término este último cuyo uso no obedece a ningún impulso emocional o afán sensacionalista, sino a una comprensión novedosa de las estructuras y propósitos del poder imperante en los regímenes poscomunistas.

En La Anatomía de los Regímenes Poscomunistas (Central European University Press, 2020), los autores hablan de los regímenes surgidos en los antiguos países del socialismo real después de la caída del muro de Berlín. Combinando las dimensiones políticas (el Estado neopatrimonializado), económicas (el Estado predador y sus poligarcas), sociológicas (el patronazgo y clanes de poder) y legales (las prácticas criminales de élites) aparece un Estado mafioso. El tránsito a este orden puede darse desde una burocracia que, sin abolir el partido único, se abre al capitalismo (China). También desde una democratización fallida (Rusia) donde las oligarquías van acabando con el incipiente pluralismo. La fusión de poder abusivo y capital inescrupuloso, sin contrapeso ciudadano ni Estado de Derecho, define la cualidad mafiosa del nuevo orden. Y es eso justamente -una élite y estructura mafiosa enquistadas en la institucionalidad política y el control socioeconómico de la nación- lo que mejor define al Poder vigente hoy en Cuba, con sus parientes cercanos, cada uno con sus particularidades históricas, de Nicaragua y Venezuela.

Esa élite predadora ha revelado, durante los dos años, sus prioridades de acumulación de capital a través del empleo de los recursos financieros nacionales con resultados sociales claramente antipopulares. Según los propios datos oficiales (ofrecidos por la Oficina Nacional de Estadística e Información cubana) en Cuba se ha priorizado sostenidamente la inversión en hoteles de lujo, por encima de la producción de alimentos, salud, educación y seguridad sociales.[1] En 2020, en plena pandemia, el gasto en servicios inmobiliarios -dentro del presupuesto- fue 45 veces mayor que el dedicado (0.9%) a la salud. De ahí que la visible fragilidad de los servicios y la consecuente desprotección social creciente de la población cubana no sean principalmente resultado de embargos o ciclones sino del tipo de decisiones políticas que caracteriza a una casta autoritaria y voraz…hasta un día

De habitantes a ciudadanos

Tal situación -y sus consecuencias- explica la naturaleza de las actuales manifestaciones, las que no son solo protestas para pedir “cosas” al gobernante, sino para exigir derechos a un poder insensible. En primer lugar, ese derecho a tener derechos que se sintetiza en gritos cómo “váyanse”, “no les creemos” y, de nuevo, “libertad”, resonantes en las calles cubanas. Gritos que no solo piden que el funcionario haga mejor su tarea, sino que cuestionan la existencia misma de un poder sin contrapesos institucionales, fiscalización ciudadana ni alternativas políticas, que desaprovecha el capital humano de sus mejores cuadros técnicos, intelectuales y ciudadanos. Un poder solipsista y soberbio que, aunque si lo quisiera, aparece estructuralmente condicionado para reproducir la mediocridad administrativa y la abulia burocrática. En México, aún sin haber padecido su forma totalitaria, conocemos bien semejante plaga.

Semejante evolución de la historia reciente de Cuba va modificando, poco a poco, una realidad que describíamos hace algún tiempo [1] cómo la confrontación de dos minorías políticas. La oficialista -con el control de los recursos de poder y legitimidad declinante- y la opositora- incapaz de sumar a su reclamo democrático al grueso de la población, abrumada por la subsistencia cotidiana. Y es en esta población donde, advertíamos entonces, se gestaba una masa crítica. Un reclamo con el potencial de vincular el reconocimiento de la responsabilidad de quienes mandan sobre la crisis nacional. Una toma de conciencia de que cada persona tiene la capacidad -agencia, dicen los sociólogos- y el deber de ser actores protagónicos de su destino. Una población que, ante la creciente represión y abandono estatales, va dejando de ser un habitante aislado para transformarse en comunidad ciudadana.

Por el momento esta ciudadanía es insuficiente para imponerse totalmente al poder, pero comienza a reconocer, verbalmente, su “derecho a protestar”, lo que no es, sin embargo, una súbita democratización del régimen, pues este sigue combinando la zanahoria y el garrote: es capaz de mostrarse dialogante -enviando funcionarios a tratar con los manifestantes- al tiempo que moviliza militares vestidos de civil para lanzarlos contra aquellas concentraciones que considera más peligrosas. Estrategia acompañada por los inéditos apagones totales de internet que limitan la posibilidad de protestas masivas extendidas por todo el país.

Así como cambia la estrategia represiva, cambia la escala y el repertorio de las protestas. La falta de internet es una limitación temporal – apagar ad infinitum el servicio tendría un alto impacto para las ya frágiles economía y administración- que no impedirá las protestas y formas de organización comunitarias, basadas en la comunicación en redes de confianza e interacción persona a persona. El bloqueo de calles, los cacerolazos, los plantones, todo eso parecía habitual en Latinoamérica, pero desterrado de Cuba. Y ha vuelto. Junto a la reapropiación de lemas otrora coreados en las convocatorias oficiales, pero que ahora sí adquieren su verdadero sentido, cómo el grito de “el pueblo, unido, jamás será vencido”.

En un país como Cuba la protesta social -aún en su más pequeña escala- y cualquier reclamo público al poder adquieren un gran valor. Representan un cambio en la subjetividad personal y colectiva, ante un régimen que pierde velozmente la legitimidad y el control de la narrativa. Tal situación ratifica una idea que expuse en redes sociales pocos días antes del inicio de las protestas, cuando señalé lo insensato, analítica y cívicamente hablando, de etiquetar al pueblo cubano -y a cualquier pueblo oprimido bajo un yugo autocrático- como una entidad homogénea y corrupta, culpable de su propia desgracia. Una postura que, amén de humanamente injusta, alimentaba la desesperanza.

Tales aseveraciones, provenientes de cierto exilio -algunos de cuyos miembros jamás fueron radicales mientras vivían en la isla- son negadas por el despertar ciudadano detrás de las actuales protestas. Protestas que desmienten la idealización -cómplice o ingenua- de buena parte de la academia y activismo latinoamericanos. Porque cuando la liberación de Cuba finalmente concluya, los cubanos no solo se habrán emancipado a sí mismos de un Estado mafioso, sino que también habrán herido de muerte a los totems ideológicos y morales de mucha otra gente, allende las fronteras insulares.

Un asunto humanitario

Hay una última consideración que no puede pasar por alto. La represión a las protestas recientes coincide con los intentos (filtrados a la prensa) del gobierno cubano de pedir ayuda material al «enemigo histórico”: los EEUU. Incluso se especula que La Habana trata de negociar, con la amenaza de un éxodo migratorio mayor al actual, para que Washington elimine todas las sanciones y vuelva al status quo de la era Obama. Frente a ello, en la actual coyuntura, algunos grupos del exilio y (en menor medida) de la oposición interna insisten en el reclamo de “no oxigenar a la dictadura”. Tal situación, que reproduce la lógica binaria de la polarización, perpetúa el rol de rehén tradicionalmente asignado por el poder cubano a su pueblo.

En medio de un desastre natural, que se suma a la crisis causada por el fracaso del modelo castrista, es posible ensayar una ruta alternativa que no ponga a la gente de la isla en un sandwich, entre la total eliminación de las sanciones pedidas por la élite o un refuerzo indiscriminado según un pedido del exilio. La concesión masiva, inmediata y auditable (según estándares de la Cooperación Internacional) de ayuda material a la población damnificada es imperativa. El tema del embargo sería materia de otra discusión.

La capacidad logística y financiera de EUA -y otros países vecinos- está a la orden. Entidades cómo la Cruz Roja o Cáritas, de reconocido prestigio, imparcialidad y experiencia, pueden apoyar a su entrega a los afectados. Las redes de activismo que, en plena pandemia se auto organizaron para hacer llegar medicinas a la isla, podrían ser involucradas en el proyecto a través de la distribución y fiscalización de la ayuda, fortaleciendo de paso el tejido social emergente.

Nada de eso significaría un refuerzo o legitimación adicionales a los que aún posee el Estado cubano, pero sí un modo concreto y humano, de atender la suerte de cientos de miles de personas. Corea del Norte, enemigo mortal de EEUU, recibió ayuda humanitaria en la hambruna de los años`90.  Iraq canjeó “petróleo por alimentos” tras la Guerra del Golfo. En ambos casos se logró salvar millones de vidas, sin derogar las sanciones que pesaban sobre ambas tiranías. En 2004, a meses de la ola represiva llamada Primavera Negra, el gobierno del republicano George W Bush autorizó la venta de alimentos y medicinas a Cuba, afectada tras el paso de otro ciclón. Hay, pues, antecedentes.

Sin ignorar las responsabilidades de la élite cubana en la crisis nacional ni abandonar los reclamos en pro de una transición democrática, lo humanitario adquiere ahora mismo un papel relevante. Poner en el centro, desde un enfoque de Derechos Humanos, la situación de los damnificados por el ciclón y de los apresados por las protestas, es un imperativo posible y deseable, alineando en el empeño a la mayor cantidad de actores internacionales posibles, en especial a una Europa y Latinoamérica demasiado indolentes ante la situación de la isla. La ciudadanía cubana, que ha echado a andar por sus propios pies, no puede ser abandonada a su suerte.