El aniversario de la sanción de la Constitución Nacional, hace 170 años, ofrece a Hilda Sabato la oportunidad de volver sobre ese momento fundacional para indagar en las enseñanzas de la historia y pensar nuestra mediocre actualidad política. En aquellos tiempos de incertidumbre y conflicto surgían las condiciones de liderazgo, la voluntad política y la creatividad que sentaban las bases de un proyecto constitucional innovador y perdurable.
La Constitución Nacional ha cumplido 170 años. Redactada, promulgada y jurada en 1853, fue modificada varias veces pero sin cambios de fondo en los principios ni en la estructura institucional de la república. Así, ha resultado una de las constituciones vigentes más longevas del mundo.
Debido a ese éxito en el largo plazo, solemos pasar por alto el momento en que se forjó y el esfuerzo de construcción política que implicó, con su cuota de incertidumbre y conflicto, así como el carácter experimental e innovador del propio texto constitucional. En tiempos en que la política aparece muy desprestigiada en la opinión pública, pues se la considera alejada de los problemas del país, ajena a las tribulaciones del pueblo y sobre todo, encerrada en sí misma, vale la pena volver a ese momento trascendente, en que la acción política fue decisiva para dar forma a la República Argentina.
El proyecto de dar una constitución a estos territorios nació con la independencia, pero los intentos iniciales fracasaron y para mediados del siglo XIX ese paso, que se consideraba una deuda pendiente, no tenía visos de saldarse. Para entonces, la Argentina se había organizado como una confederación de provincias relativamente autónomas, entre las cuales Buenos Aires, liderada por Juan Manuel de Rosas, llegó a predominar sobre el conjunto.
Desde su posición de poder, Rosas se oponía al dictado de una constitución, por lo que esa posibilidad quedó bloqueada hasta su caída. A ella no fue ajena la cuestión constitucional, que alimentó el levantamiento en su contra liderado por uno de sus principales lugartenientes, el gobernador de Entre Ríos.
El 1º de mayo de 1851, Justo José de Urquiza anunciaba su rebeldía a través de un pronunciamiento de dos puntos: en el primero, comunicaba que el pueblo entrerriano resumía las facultades inherentes a su soberanía territorial, antes delegadas en la persona del gobernador de Buenos Aires. Y en el segundo manifestaba que Entre Ríos quedaba en actitud de entenderse directamente con el resto del mundo, hasta tanto que, “congregada la asamblea nacional de las demás provincias hermanas, sea definitivamente constituida la República”.
Una idea en el aire
Esta frase resumía su voluntad constitucional y demuestra que el tema ya “estaba en el aire”. Pero de allí a su concreción se abría un espacio de pura indeterminación: no solo dependía de un triunfo militar que no estaba garantizado, sino que aun en ese caso, lo que vendría después sería, cuanto menos, incierto.
Solo la provincia de Corrientes se había sumado al pronunciamiento, mientras las demás habían reafirmado su lealtad a Rosas. Y si bien la derrota final de Buenos Aires el 3 de febrero de 1852 en la batalla de Caseros operó como incentivo para que sus gobernadores cambiaran de opinión, nada aseguraba su lealtad hacia el vencedor.
El alineamiento con Urquiza fue unánime en la letra, pero en la práctica resultó mucho menos contundente. En las postrimerías de Caseros nadie podía anticipar cómo seguiría la historia.
Consciente de la relativa debilidad de su poder a escala nacional, Urquiza no perdió tiempo y, con la ventaja que le daba el triunfo militar, puso en juego su capacidad de acción política con dos medidas que tomó de inmediato. Por una parte, comisionó a Bernardo de Irigoyen, hombre de Buenos Aires, de familia federal y exfuncionario rosista, para recorrer el país y reclutar adhesiones, llevando como única arma una carta credencial de su mandante.
Por otra parte, contando con las provincias que ya dominaba –Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires– y eran, a su vez, las firmantes del Pacto Federal de 1831, reunió a sus representantes en el cuartel de Palermo.
Allí, suscribieron un protocolo que recuperaba los principios de aquel pacto, donde se había previsto la convocatoria a un congreso general todavía pendiente. Así, Urquiza legitimaba sus actos ya no en la fuerza de las armas sino en la tradición del federalismo. El 6 de abril se le confirió el manejo de los asuntos exteriores de la Confederación hasta tanto se reuniera la asamblea constituyente.
A diferencia de Rosas, que nunca había querido convocarla, Urquiza se movió inmediatamente en esa dirección. Estaba convencido de la necesidad de dar a la Confederación una organización institucional, como también lo estaban la mayoría de los dirigentes políticos que pronto acompañaron su proyecto.
A solo dos días de firmarse el protocolo de Palermo, Urquiza invitó a los gobernadores a concurrir a una “Convención Nacional” a realizarse en San Nicolás de los Arroyos, para que “propendieran todos de acuerdo a la organización de la República”.
Esa velocidad en la toma de decisiones resultó crucial para asegurar un primer paso en dirección de la organización institucional. Hubo respuesta favorable de la mayoría de las provincias, que mandaron representantes a San Nicolás, y si bien la negociación no fue fácil, el proyecto definitivo se aprobó por unanimidad.
Fijaba la convocatoria a un congreso constituyente en Santa Fe, integrado por dos diputados de cada provincia, y la designación de Urquiza como Director Provisorio de la Confederación Argentina.
El acuerdo que se firmó allí el 31 de mayo, a solo cuatro meses de Caseros, fue un acto de fuerte voluntad política por parte de quien aparecía entonces como el dirigente más poderoso del país, y encontró un terreno fértil entre las dirigencias locales que habían experimentado por décadas un sistema que teóricamente aseguraba la autonomía a sus provincias pero en la práctica las subordinaba al poder del más fuerte.
Pero ese eco favorable del pacto no alcanzó para asegurar la paz necesaria para dar el siguiente paso, el más importante: la convocatoria a un congreso para dictar una constitución. El panorama interior mostraba síntomas alarmantes de intranquilidad política, que Urquiza buscó aplacar, a través de negociaciones y presiones destinadas a asegurar la calma necesaria para avanzar en el proyecto de organización.
Así, fue logrando que, uno tras otro, los gobiernos provinciales adhirieran explícitamente al acuerdo firmado por sus enviados en San Nicolás. Pero hubo una excepción: la provincia de Buenos Aires, donde opositores y defensores del acuerdo se enfrentaron en los meses siguientes, y no obstante la intervención directa de Urquiza que recurrió a todos los medios posibles –incluyendo el despliegue militar– para asegurarse el apoyo porteño, triunfaron los rebeldes, la legislatura rechazó formalmente el acuerdo y, en setiembre de ese mismo año de 1852, la provincia quedó escindida del resto nacional. Fue el principio de casi una década de separación formal y de conflictos, tensiones y negociaciones entre el ahora Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina.
La situación sumaba complejidad e incertidumbre, pero Urquiza siguió adelante. El acuerdo de San Nicolás habilitó la convocatoria al constituyente y en los meses que siguieron las provincias fueron designando sus dos diputados respectivos. Los nombres surgieron de negociaciones entre las dirigencias provinciales y el entorno del Director Provisorio, e incluían una lista heterogénea de hombres de distintas generaciones y profesiones, luego corroborados en las urnas. En esos mismos meses, Buenos Aires profundizaba su rebeldía y otras provincias sufrían sus propias disputas internas.
Mientras tanto, Santa Fe recibió a los diputados electos y el congreso inauguró sus sesiones el 20 de noviembre, a solo 10 meses de Caseros. En diciembre se designó la Comisión de Negocios Constitucionales de cinco miembros, luego ampliada, encargada de redactar el proyecto. Aunque la tarea estaba prácticamente lista para marzo de 1853, intentos infructuosos por sumar a Buenos Aires demoraron la presentación hasta el mes siguiente.
A partir del 18 de abril las sesiones plenarias se hicieron todos los días, con el fin de concluir en la fecha sugerida por Urquiza, el 1 de mayo. Hubo pocos escollos en el debate. La mayoría finalmente votó el proyecto como estaba y por 14 votos contra 4 se aprobó el texto de la Constitución. Presentada a Urquiza, que por esos días estaba en San José de Flores, en plena zona de conflicto con los porteños, este la promulgó formalmente el 25 de mayo y dispuso la jura en la otra gran fecha patria, el 9 de julio.
La productividad de la política
Así, en un escenario completamente diferente del que ofrecían las disputas en Buenos Aires y otras provincias, se aprobó la Constitución Nacional, en un clima relativamente tranquilo y con una celeridad notable.
Un final feliz, por así decirlo, que no deja de sorprender, y que habla, sobre todo, de la productividad de la política, esto es, de la capacidad de los seres humanos para actuar y dar forma a lo nuevo. Nada de lo ocurrido puede explicarse sin tener en cuenta ese factor decisivo: la voluntad política y la decisión de actuar de quienes forzaron la realidad presente para ir un poco más allá en pos de un proyecto de transformación.
Y aquí cabe señalar en primer lugar a Urquiza, empeñado en institucionalizar la nación. Actuó con energía y habilidad, concentrando esfuerzos en ese objetivo y, montado sobre su figura de vencedor, aprovechó la coyuntura no para aplastar a los derrotados ni para alzarse con todo el poder, sino para convencer, presionar, negociar, forzar cuando fuera necesario, de manera de sumar aliados para la causa constitucional y desalentar o relegar a los reacios a ella.
De allí la relativa calma que imperó en el Congreso, pues no se llegó a esa instancia sino luego de una ardua labor de Urquiza y sus colaboradores para garantizar resultados. Una ingeniería política de alta escuela.
Al mismo tiempo, todo ello hubiera naufragado de no contar con el reducido grupo de quienes idearon y trabajaron en el diseño constitucional – Juan B. Alberdi desde afuera, José B. Gorostiaga y Juan María Gutiérrez, entre otros, en el seno del Congreso–; ellos concretaron lo que hasta entonces era apenas un ideal abstracto: una constitución.
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