Judith Butler interviene en la discusión pública a propósito del ataque terrorista de Hamas. Elige ir más allá de la masacre para hablar sobre la violencia presente y pasada; y sobre la historia y el lenguaje de esa violencia. Tratar de entenderla, dice, no implica relativizarla: “¿por qué a veces pensamos que preguntar si acaso estamos usando el lenguaje correcto o si tenemos una adecuada comprensión de la situación histórica sería un obstáculo a la firme condena moral? Se trata de interrogar lo que condenamos, y tratar de comprender aquello a lo que nos oponemos. Rechaza los pronunciamientos que, desde la izquierda, recurren a las evidencias de la violencia israelí para exonerar a Hamas de su responsabilidad por acciones que no tienen ni pueden tener una justificación moral o política. No necesito saber nada sobre Palestina o Hamas, dice, para saber que lo que han hecho está mal y condenarlo. Pero busca interrogar las condiciones y las formas que podrían liberar a esas sociedades de estas y otras violencias. Proyecta un futuro, una “aspiración normativa”, más allá de la condena. Por una parte, apuesta al conocimiento: la condena de actos moralmente atroces no relega ni resiente la capacidad de pensar, conocer y juzgar. Seguidamente, rescata a las víctimas, a todas las víctimas, en la aspiración de un trabajo de duelo que reconozca sin reservas, a todas las vidas perdidas en Israel al igual que las perdidas en Gaza.
Portada «La cathédrale engloutie III» de Raul Russo
Nota extraída de NUSO
Las cuestiones que más necesitan debate público, las que más urge debatir, son aquellas que es difícil debatir dentro de los marcos de los que hoy disponemos. Aunque deseemos ir directo al asunto en cuestión, chocamos con los límites de un marco que hace prácticamente imposible decir lo que tenemos que decir. Quiero hablar sobre la violencia, la violencia presente, la historia de la violencia y sus muchas formas. Pero si deseamos documentar la violencia, lo que significa entender los bombardeos y asesinatos masivos perpetrados en Israel por Hamás como parte de esa historia, podemos ser acusados de «relativizar» o «contextualizar». Hemos de condenar o aprobar, y eso es lógico, pero ¿es eso todo lo que éticamente se exige de nosotros? De hecho, yo condeno sin matices la violencia cometida por Hamás. Se trató de una masacre aterradora y repugnante. Esa fue mi primera reacción y esa reacción perdura. Pero también hay otras reacciones.
Casi de inmediato, la gente quiere saber de qué «lado» nos ubicamos, y claramente la única respuesta posible a tales asesinatos es la condena inequívoca. Pero ¿por qué a veces pensamos que preguntarnos si estamos utilizando el lenguaje adecuado o si entendemos bien la situación histórica se interpondría en el camino de una fuerte condena moral? ¿Es en verdad relativizar preguntarnos qué es con precisión lo que estamos condenando, cuál debería ser el alcance de esa condena, y cómo describir de la mejor manera la realidad política, o realidades, a las que nos oponemos? Sería extraño oponerse a algo sin entenderlo o describirlo correctamente. Sería particularmente extraño creer que la condena exige negarse a comprender, por temor a que el conocimiento pueda solo servir a una función de relativización y minar nuestra capacidad de juicio. ¿Y si fuera moralmente imperativo extender nuestra condena a crímenes tan atroces como los que los medios destacan reiteradamente? ¿Cuándo y dónde comienza y termina nuestra condena? ¿No necesitamos acaso una evaluación crítica e informada de la situación que acompañe la condena moral y política, sin temor a que estar informados nos convierta, a la vista de otros, en seres inmorales cómplices de crímenes horrendos?
Hay quienes en efecto usan la historia de la violencia israelí en la región para exonerar a Hamás, pero utilizan una forma corrompida de razonamiento moral para lograr su objetivo. Digámoslo con claridad, la violencia israelí contra los palestinos es abrumadora: bombardeos implacables, asesinatos de personas de todas las edades en sus hogares y en las calles, torturas en sus prisiones, técnicas de hambruna en Gaza y despojo de sus viviendas. Y esta violencia, en sus diversas formas, es empleada contra un pueblo sujeto a reglas de apartheid, bajo dominio colonial y carente de Estado. Sin embargo, cuando el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard emite una declaración en la que sostiene que «el régimen de apartheid es el único culpable» de los ataques mortales de Hamás contra objetivos israelíes, comete un error. Está mal atribuir la responsabilidad de ese modo, y nada debería exonerar a Hamás de la responsabilidad por los horrendos asesinatos que perpetró. Al mismo tiempo, el Comité y sus integrantes no merecen ser amenazados ni entrar en una lista negra. Sin duda, aciertan al apuntar hacia la historia de violencia en la región: «Desde tomas sistemáticas de tierras hasta incursiones aéreas cotidianas, desde detenciones arbitrarias hasta controles militares, desde la separación compulsiva de familias hasta asesinatos selectivos, los palestinos han sido forzados a vivir en un estado de muerte, tanto lenta como repentina».
Esta es una descripción precisa, y hay que decirlo, pero no significa que la violencia de Hamás sea tan solo la violencia israelí con otro nombre. Es cierto que debemos comprender por qué grupos como Hamás ganaron fuerza a la luz de las promesas rotas de los acuerdos de Oslo y el «estado de muerte, tanto lenta como repentina» que describe la existencia de muchos palestinos bajo la ocupación, ya sea la vigilancia constante y la amenaza de detención administrativa sin debido proceso, o la intensidad cada vez mayor del asedio que priva a los gazatíes de medicinas, alimento y agua. Sin embargo, no obtenemos una justificación moral o política de las acciones de Hamás mediante la referencia a su historia. Si se nos pide entender la violencia palestina como continuación de la violencia israelí, como nos pide hacerlo el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard, entonces hay una única fuente de culpabilidad moral, e incluso los palestinos no son dueños de sus propios actos violentos.
No es ese un modo de reconocer la autonomía de la acción palestina. La necesidad de separar una comprensión de la violencia generalizada e implacable del Estado israelí de cualquier justificación de la violencia es crucial si queremos considerar qué otras formas existen de sacarse de encima el dominio colonial, detener el arresto arbitrario y la tortura en las prisiones israelíes y poner fin al sitio de Gaza, donde el agua y la comida son racionados por el Estado nación que controla sus fronteras. En otras palabras, la cuestión de qué mundo es aún posible para todos los habitantes de la región depende de los modos de terminar con el dominio colonial. Hamás tiene una respuesta aterradora y horrenda a esa pregunta, pero hay muchas otras. Sin embargo, si se nos prohíbe referirnos a «la ocupación» (lo cual es parte de la Denkverbot [prohibición de pensamiento] alemana contemporánea), si ni siquiera podemos plantear el debate sobre si el dominio militar de Israel en la región es apartheid racial o colonialismo, entonces no hay esperanzas de que comprendamos el pasado, el presente o el futuro. Mucha gente que mira la carnicería a través de los medios se siente desesperanzada. Pero una razón de su desesperanza es precisamente que la ven a través de los medios, viviendo en el mundo sensacionalista y efímero de la indignación moral desesperanzada. Una moral política diferente requiere de tiempo, un modo paciente y valeroso de aprender y nombrar, a fin de que podamos acompañar la condena moral de una visión moral.
Estoy en contra de la violencia que ha infligido Hamás y no tengo una coartada que ofrecer. Cuando digo esto, dejo en claro una posición moral y política. No soy ambigua cuando reflexiono acerca de lo que esa condena presupone e implica. Todo aquel que se una a mí en esta condena podría preguntarse si la condena moral debería basarse en alguna comprensión de aquello a lo que nos oponemos. Podríamos decir: no, no necesito saber nada sobre Palestina o Hamás para saber que lo que hicieron está mal y condenarlo. Y si nos detenemos allí, confiando en las representaciones de los medios contemporáneos sin siquiera preguntarnos si son en verdad correctas y útiles, si permiten que las historias salgan a la luz, entonces aceptamos cierta ignorancia y confiamos en el marco que se nos presenta. A fin de cuentas, todos estamos ocupados y no todos podemos ser historiadores o sociólogos. Es una forma posible de pensar y vivir, y de hecho gente bien intencionada vive de ese modo. Pero ¿a qué costo?
¿Y si nuestra moralidad y nuestra política no terminaran en el acto de condena? ¿Y si insistiéramos en preguntarnos qué forma de vida liberaría a la región de una violencia como esta? ¿Y si, además de condenar los crímenes sin sentido, quisiéramos crear un futuro en el que este tipo de violencia no tenga lugar? Esa es una aspiración normativa que va más allá de la condena momentánea. Para alcanzarla, debemos conocer la historia, el crecimiento de Hamás como grupo militante en el clima de devastación que siguió a los acuerdos de Oslo para aquellos en Gaza a quienes jamás se les cumplieron las promesas de autogobierno; la formación de otros grupos de palestinos con otras tácticas y otros objetivos; y la historia del pueblo palestino y sus aspiraciones a la libertad y al derecho a la autodeterminación política, a la liberación del dominio colonial y de la violencia militar y carcelaria generalizada. Entonces podríamos ser parte de la lucha por una Palestina libre en la que Hamás sería disuelto o desbancado por grupos con aspiraciones no violentas de convivencia.
Para aquellos cuya posición moral se limita a la condena, comprender la situación no es el objetivo. Puede decirse que este tipo de indignación moral es tanto antiintelectual como presentista. Pero la indignación también podría conducir a una persona hacia los libros de historia, para descubrir cómo pudieron suceder hechos como estos y si las condiciones podrían cambiar de modo tal que un futuro de violencia no sea el único posible. No debería suceder que la «contextualización» se considere una actividad moralmente problemática, aun si hay formas de contextualización que pueden utilizarse para desplazar la culpa o exonerar.
¿Podemos distinguir entre estas dos formas de contextualización? El hecho de que algunos piensen que contextualizar la violencia horrenda desvía de la atención o, aún peor, la racionaliza, no significa que debamos rendirnos frente a la afirmación de que todas las formas de contextualización son moralmente relativizadoras de ese modo. Cuando el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard proclama que «el régimen de apartheid es el único culpable» de los ataques de Hamás, suscribe a una versión inaceptable de la responsabilidad moral. Para entender cómo llegó a producirse un hecho o cuál es su significado, debemos aprender algo de historia. Eso significa que tenemos que ampliar el foco más allá del atroz momento presente, sin negar su horror, al tiempo que nos negamos a que ese horror represente todo el horror que existe por representar y conocer y al que oponerse. Los medios contemporáneos, en su mayoría, no detallan los horrores que el pueblo palestino ha vivido por décadas bajo la forma de bombardeos, ataques arbitrarios, arrestos y asesinatos. Si los horrores de los últimos días asumen para los medios una importancia moral mayor que los horrores de los últimos 70 años, entonces la respuesta moral del momento amenaza con eclipsar una comprensión de las injusticias radicales sufridas por la Palestina ocupada y los palestinos desplazados por la fuerza, así como el desastre humanitario y las pérdidas de vidas que tienen lugar en este momento en Gaza.
Algunas personas, con razón, temen que cualquier contextualización de los actos violentos cometidos por Hamás se utilice para exonerar a esta organización, o que la contextualización desvíe la atención del horror de lo que hicieron. Pero ¿y si fuera el horror mismo lo que nos lleva a contextualizar? ¿Dónde comienza este horror, dónde termina? Cuando la prensa habla de una «guerra» entre Hamás e Israel, ofrece un marco para entender la situación. De hecho, es una respuesta de antemano. Si se considera que Gaza está bajo ocupación, o si se habla de ella como una «prisión a cielo abierto», entonces se expresa una interpretación diferente. Parece una descripción, pero el lenguaje restringe o facilita lo que podemos decir, cómo podemos describir y lo que se puede conocer.
Sí, el lenguaje puede describir, pero obtiene el poder de hacerlo solo si se conforma a los límites impuestos a lo decible. Si se decide que no es necesario que sepamos cuántos niños y adolescentes palestinos fueron asesinados en Cisjordania y en Gaza durante este año o a lo largo de los años de ocupación, si esta información no es importante para conocer o valorar los ataques a Israel y los asesinatos de israelíes, entonces hemos decidido que no deseamos conocer la historia de violencia, duelo e indignación tal como es vivida por los palestinos. Solo deseamos conocer la historia de violencia, duelo e indignación tal como es vivida por los israelíes. Una amiga israelí, que se describe como «antisionista», escribe en la web que está aterrorizada por su familia y sus amigos, que ha perdido a personas cercanas. Y nuestros corazones deberían estar con ella, como lo está sin duda el mío. Es inequívocamente terrible. Y aun así, ¿no hay ningún momento en que su propia experiencia de horror y pérdida de sus amigos y familia se imagine como lo que un palestino podría sentir del otro lado, o lo que haya sentido tras años de bombardeo, cárcel y violencia militar? Soy también una persona judía que vive con el trauma transgeneracional luego de las atrocidades cometidas contra personas como yo. Pero también se cometieron atrocidades contra personas que no eran como yo. No tengo que identificarme con este rostro o con aquel nombre para nombrar la atrocidad que observo. O al menos me esfuerzo por que no sea así.
Al final, sin embargo, no se trata simplemente de una falta de empatía. Porque la empatía toma forma sobre todo dentro de un marco que permite que se produzca la identificación, o que haya una traducción entre la experiencia del otro y la mía. Y si el marco dominante considera que algunas vidas son más dignas de ser lloradas que otras, entonces se sigue que un conjunto de pérdidas es más horrendo que otro. La cuestión de qué vidas merecen ser lloradas es una parte fundamental de la cuestión de qué vidas merecen ser valoradas. Y aquí entra el racismo de un modo decisivo. Si los palestinos son «animales», como repite el ministro de Defensa israelí, y si los israelíes hoy representan al «pueblo judío», como repite Joe Biden (compactando a la diáspora judía en Israel, como exigen los reaccionarios), entonces las únicas personas en la escena dignas de ser lloradas, los únicos que se presentan como aptos para el duelo, son los israelíes, porque la escena de la «guerra» se ha montado ahora entre el pueblo judío y los animales que buscan matarlos. Seguramente no es la primera vez que un grupo de personas que buscan liberarse de los grilletes coloniales son representados como animales por el colonizador. ¿Son los israelíes «animales» cuando matan? Este modo racista de enmarcar la violencia contemporánea retoma la oposición colonial entre los «civilizados» y los «animales» que deben ser encaminados o destruidos para preservar la «civilización». Si adoptamos este marco al declarar nuestra oposición moral, nos vemos implicados en una forma de racismo que se extiende más allá del enunciado a la estructura de la vida cotidiana en Palestina. Y para la cual, sin duda, es necesaria una reparación radical.
Si pensamos que la condena moral deber ser un acto claro y puntual sin referencia a contexto o conocimiento alguno, entonces aceptamos inevitablemente los términos en que se efectúa esa condena, el escenario en que se orquestan las alternativas. En el contexto más reciente, aceptar esos términos significa retomar formas de racismo colonial que son parte del problema estructural que debe resolverse, de la injusticia pertinaz que debe superarse. Así, no podemos darnos el lujo de desviar la mirada de la historia de injusticia en nombre de la certeza moral, porque eso implica el riesgo de cometer más injusticias, y en algún punto nuestra certeza flaqueará en ese terreno poco firme. ¿Por qué no podemos condenar actos moralmente atroces sin perder nuestro poder de pensar, conocer y juzgar? Sin duda podemos, y debemos, hacer ambas cosas.
Los actos de violencia de los que somos testigos en los medios son horribles. Y en este momento de pico de atención mediática, la violencia que vemos es la única que conocemos. Lo repito: estamos en lo correcto al deplorar esa violencia y expresar nuestro horror. He tenido el estómago revuelto durante días. Al mismo tiempo, todas las personas que conozco viven con temor de lo que la maquinaria militar israelí vaya a hacer, de si la retórica genocida de Netanyahu se materializará en el asesinato en masa de palestinos. Me pregunto si podemos llorar, sin calificación, las vidas perdidas en Israel así como las perdidas en Gaza, sin quedar empantanados en debates sobre relativismo y equivalencia.
Quizá el mayor alcance del duelo sirva a una idea más sustancial de la igualdad, una que reconozca que las vidas son igualmente dignas de duelo y dé lugar a la indignación porque esas vidas no deberían haberse perdido, porque los muertos merecían seguir vivos y el mismo reconocimiento por sus vidas. Cómo podemos siquiera imaginar una igualdad futura de los vivos si desconocemos que fuerzas y colonos israelíes, tal como lo ha documentado la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, han matado a cerca de 3.800 civiles palestinos desde 2008 en Cisjordania y Gaza. ¿Dónde está el duelo del mundo por ellos? Cientos de niños palestinos murieron desde que Israel comenzó sus acciones militares de «venganza» contra Hamás, y muchos más morirán en los días y semanas por venir.
No tiene por qué amenazar nuestras posturas morales tomarnos algún tiempo para conocer la historia de la violencia colonial y examinar el lenguaje, los relatos y los marcos que hoy operan para informar y explicar –e interpretar de antemano– lo que sucede en la región. Este tipo de conocimiento es crítico, pero no a los fines de racionalizar la violencia existente o autorizar más violencia. Su objetivo es proporcionar una comprensión más fiel de la situación que la que puede proporcionar, por sí solo, un encuadre incontestable del presente. De hecho, puede haber otras posturas de oposición moral para sumar a las que ya hemos aceptado, entre ellas una oposición a la violencia militar y policial que satura las vidas palestinas en la región, despojándolas de su derecho al duelo, a conocer y expresar su indignación y su solidaridad, y a encontrar su propio camino hacia un futuro de libertad.
Personalmente, defiendo una política de no violencia, a sabiendas de que no puede operar como un principio absoluto de aplicación en todas las circunstancias. Sostengo que las luchas por la liberación que practican la no violencia contribuyen a crear el mundo no violento en el que todos queremos vivir. Deploro inequívocamente la violencia al mismo tiempo que, como tantos otros, deseo ser parte de la imaginación y la lucha por la verdadera igualdad y justicia en la región, el tipo de igualdad y justicia que contribuirían a que grupos como Hamás desaparecieran, a que la ocupación llegara a su fin y a que florecieran nuevas formas de libertad política y justicia. Sin igualdad y justicia, sin un fin de la violencia estatal dirigida por un Estado, Israel, que fue él mismo fundado en la violencia, no es posible imaginar futuro alguno, ningún futuro de paz verdadera; es decir, no la «paz» como un eufemismo para la normalización, lo que significa mantener en su lugar las estructuras de desigualdad, falta de derechos y racismo. Pero un futuro tal no puede llegar si no seguimos siendo libres de nombrar, describir y confrontar toda violencia, incluida la violencia del Estado israelí en todas sus formas, y de hacerlo sin temor a la censura o la criminalización, o a ser acusados maliciosamente de antisemitismo. El mundo que deseo es aquel que se opondría a la normalización del dominio colonial y apoyaría la autodeterminación y la libertad palestinas, un mundo que, de hecho, cumpliría los más profundos deseos de todos los habitantes de esas tierras de vivir juntos en libertad, no violencia, igualdad y justicia. Sin duda, esta esperanza les parece a muchos ingenua, incluso imposible. No obstante, algunos de nosotros debemos aferrarnos salvajemente a ella, negándonos a creer que las estructuras de hoy existirán por siempre. Para eso, necesitamos a nuestros poetas y nuestros soñadores, a los locos indómitos, a aquellos que saben cómo organizarse.
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