Creado y dirigido por un colectivo palestino-israelí integrado por Base Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor, No Other Land es un documental que registra la destrucción de una aldea palestina de Cisjordania con las topadoras del ejército israelí. La razón esgrimida: destinar las tierras a maniobras militares. El filme, realizado en coproducción entre Palestina y Noruega, obtuvo el Premio de Cine Documental de la Berlinale en 2024, y en marzo de 2025 ganó el premio Oscar al mejor largometraje documental.
En la lectura de la obra que realiza en esta columna, Rubén Chababo hace emerger la pretensión de convertir a la destrucción en una cuestión técnica. No solo por el protagonismo de la topadora sino por el carácter maquinístico del ejército en acción y de los soldados mismos, devenidos parte de un mecanismo impersonal, por tanto carente de responsabilidad: los soldados, escribe Chababo, “actúan con la precisión e impasibilidad con la que lo hace una máquina, un artefacto que parece incapaz de medir en toda su magnitud las consecuencias de lo que hace, de lo que produce, en este caso, muerte y destrucción”.
Pero es justamente allí donde, bajo la clave que Günther Anders formuló para intentar una interpretación de la maquinaria nazi, Chababo vuelve a formular esa pregunta interminable, la pregunta por la responsabilidad individual y colectiva de la sociedad israelí.
La lectura que aquí realiza Chababo no solo proporciona una aguda y sutil interpretación de No Other Land: es también, quizá sobre todo, una poderosa denuncia de la caída de una sociedad en la complicidad con la destrucción y el aniquilamiento del Otro.

A mediados de los años sesenta, Günther Anders, escribió “Los hijos de Eichmann”, una extensa carta dirigida a un improbable lector, Klaus Eichmann, el hijo del llamado “arquitecto” de la Solución final. Se trata de una carta desgarradora en la que de manera provocativa, Anders integra al hijo del perpetrador, al universo de las víctimas. Klaus Eichmann es, a los ojos de Anders, una víctima más del proceso de exterminio, ya que al igual que los seis millones de asesinados su vida está, irremediablemente, por consanguinidad familiar, manchada por el lodo del campo, por la sangre y la desmesura de ese proyecto de exterminio: “También usted (…) lleva marcado el estigma de lo monstruoso: el número SEIS MILLONES UNO. Y aunque este número sea invisible, aunque no esté marcado con hierro candente en su carne, sino sólo en su destino, su número no es menos real que los números, quemados después, de los seis millones que todavía hoy pueden verse en los brazos de los que consiguieron huir”, dice Anders instando, al destinatario de su escrito, a que tome conciencia de las dimensiones de ese acontecimiento infernal del que su padre fue una pieza fundamental.

La carta es, a su vez, un pretexto para reflexionar sobre los estragos de la modernidad, sobre el “triunfo” de la ciencia y la técnica, en definitiva, sobre el progreso, sobre los daños irrefrenables que las conquistas del saber científico y tecnológico han tenido sobre la especie humana a lo largo del siglo XX.

Para Anders, el después de Auschwitz confirma el privilegio monstruoso que habrá de tener, desde allí y para siempre, la irrefrenable capacidad humana de destrucción de todo lo inexistente, en una escala casi inconmensurable, que como nunca antes en el pasado se sirvió del desarrollo tecnológico, algo que él condensa en la figura de “la máquina”. La evidencia de cómo pudo ocurrir el exterminio de los judíos centroeuropeos se explica, entre otros aspectos, más allá de los ideológicos, en que esa máquina, logró cobrar una siniestra eficacia, y los seres humanos, creadores de este dispositivo, se mostraron indiferentes ante la posibilidad de detener su funcionamiento. Auschwitz es para Anders, la expresión más alta de una idea que no ve en absoluto clausurada de que pueda repetirse en el futuro: “la maquinización del mundo, y a través de ella nuestra co-maquinización, avanza desde ayer de la forma más temible, esto es algo indiscutible. Pero con esto estoy diciendo también que nosotros, aun cuando hoy reine la calma y el placer puro de la cultura, estamos mucho más expuestos al peligro de convertirnos en cómplices o víctimas de la máquina de lo que lo estuvieron los de ayer”.

Leo a Anders unos días después de ver “No other land”, documental dirigido por Basel Adra y Yuval Abraham dedicado a registrar la destrucción por parte del ejército israelí de Masafer Yatta, una aldea palestina ubicada en Cisjordania. Las cámaras que dan cuenta de este acontecimiento que se prolonga a lo largo de varias jornadas, muestran cómo olivares, moradas, lugares de oración, escuelas, van siendo arrasados ante la mirada desesperada de los habitantes del lugar sin que ellos puedan hacer demasiado para impedirlo. Junto a la presencia humana conformada por quienes arrasan y son arrasados, las máquinas retro excavadoras Caterpillar ocupan un lugar casi protagónico. Sus enormes palas mecánicas suben y bajan, penetran la tierra, derriban todo lo que está a su alcance con la impresionante fuerza que le ha impreso a ese mecanismo la creación humana. Las Caterpillar son, en este paisaje de guerra y ocupación, una herramienta que disputa su importancia con las armas al desviarse monstruosamente de su función original: de máquinas diseñadas para construir casas o abrir caminos, han devenido en artefactos utilizados para la demolición de lo viviente.

El registro audiovisual no se detiene solo en mostrar de qué modo el paisaje es arrasado, sino también en el rostro y la voz de quienes emprenden esa tarea. Se trata, en su mayoría, de jóvenes soldados que han cruzado la línea fronteriza que separa Israel de los llamados territorios ocupados.

La brigada de soldados cumple su tarea de manera disciplinada y precisa, sin inmutarse, sin condolerse ante el llanto de las mujeres que imploran frente a ellos por la destrucción a la que asisten. Ellos actúan cumpliendo la orden que les fue dictada del “otro lado”, así lo dicen, y que les dicta el desmantelamiento de lo que tienen por delante para la construcción de un campo de uso militar. Un civil, no mucho mayor que ellos, al que se lo llama familiarmente por su nombre de pila exhibe, con su brazo en alto y ante el reclamo de los pobladores, una hoja con la orden judicial de demolición. Ninguno de los aldeanos tiene tiempo, y no tendría sentido tampoco hacerlo, para detenerse a leer el documento burocrático que ordena la destrucción de sus moradas.

Las caras de los soldados asoman bajo los pesados cascos de combate. A veces sus identidades quedan expuestas, otras son difíciles de advertir a pesar de que los directores del documental buscan que el rostro de los victimarios se vea lo más claramente posible, como desafiando con la lente de sus cámaras el amparo que brinda cualquier posibilidad de anonimato.

Mientras miraba el film no pude dejar de preguntarme por las vidas de esos jóvenes soldados, en cómo procesarían íntimamente la tarea que les han encomendado. Me preguntaba por sus vidas una vez que hayan regresado a sus hogares, situados, seguramente, a pocos quilómetros del lugar donde ejecutan la orden de demolición.

"Paisaje", técnica mixta sobre tela, Eduardo Stupía, 2015 (150x150 cm)

«Paisaje», técnica mixta sobre tela, Eduardo Stupía, 2015 (150×150 cm)

Si bien no es posible saber en qué piensan mientras arrasan con olivos y cañerías de riego, mientras destruyen corrales y cultivos, sí es posible señalar que actúan con la precisión e impasibilidad con la que lo hace una máquina, un artefacto incapaz de medir las consecuencias de lo que hace, de lo que produce, en este caso, muerte y destrucción. Los soldados son así protagonistas de un “combate”, absolutamente desigual, entre la legitimidad que les da actuar en nombre de la “razón técnica y estatal occidental” y la “barbarie subdesarrollada” representada en esos campesinos que ahora buscan refugio entre escombros y cavernas.

Para las víctimas de este arrasamiento, lo que viven escapa a las palabras, al lenguaje mismo, porque están desbordados, fracturados emocionalmente, algo que no les impide resistir el avance de soldados y excavadoras. Por su parte, los victimarios actúan como si esa violenta desproporción de sus actos, esa desmesura, fuera ajena a ellos. Ellos solo cumplen una orden que deben ejecutar sin interrogarse nunca sobre sus consecuencias. Seguramente piensan, “somos soldados”, “es nuestro deber obedecer”, o, “si no lo hago yo, otro lo hará en mi lugar” o tal vez, los convencidos se dirán a sí mismos “esto que hago no es atroz, sino necesario”.

En la carta que Anders le cursa al hijo de Eichmann queda claro que la escala de la destrucción de los hombres y mujeres de su pueblo por parte del Tercer Reich en los años de la Segunda guerra solo pudo ser posible porque la gran máquina diseñada para el exterminio logró, eficazmente, ubicar en cada uno de sus “puestos” de operación a hombres y mujeres dispuestos a cumplir la tarea asignada a condición de aceptar pasivamente lo dado, al tiempo que poniendo en suspenso el pensamiento. Esos hombres que modelaron y ejecutaron la gran matanza eran parte de una maquinaria. La máquina no pide pensamiento para funcionar, solo produce. Para que la máquina produzca se necesita alguien que la ponga en marcha, y es necesario, fundamental, que el operador no se detenga nunca a reflexionar sobre su tarea, mucho menos sobre el resultado final de esa cadena de producción que pone en movimiento.

El operario hace porque se lo han ordenado. Es un trabajador que produce muerte y que al final del día regresará a su casa para retomar las tareas al amanecer siguiente.  “El funcionario en el campo de exterminio no ha actuado, sino que por atroz que suene, ha trabajado” dice Anders en otro de sus textos. Lo mismo que estos jóvenes que andan bajo el sol del mediodía oriental cargando sus pesados cascos sobre sus cabezas, soportando en brazos sus equipos de combate, avanzando sobre la propiedad ajena, destruyendo lo que les han ordenado que destruyan porque alguien, “del otro lado”, así se los ha ordenado. No se les pide que piensen, mucho menos que dejen que el mínimo sentimiento o empatía se filtre en sus sentidos mientras hacen lo que hacen, porque eso sería lo más parecido a permitir que se produzca una “falla” que haría fracasar el procedimiento. Lo que ellos saben, lo que cuenta, es que al final del día volverán, como al cierre de una jornada laboral, a sus cuarteles o a sus casas, como lo hace cualquier trabajador luego de un día arduo en la fábrica o en la oficina.

Ellos están allí cumpliendo con una tarea asignada. Y con esa idea, la de la tarea bien hecha de manera irreflexiva, seguramente contribuyen a alejar la idea de lo monstruoso que cometen.

En su carta, Anders insiste en la imposibilidad de absolver de maldad a Adolf Eichmann justificándola en la apelación a la irreflexión, porque Eichmann, dice Anders, “…no era tanto un ser totalmente malvado cuanto un ser totalmente irreflexivo. Pero el reconocimiento de esta irreflexión no puede significar absolución alguna de su maldad; al contrario, la maldad consiste precisamente en esta irreflexión”. Unas pocas líneas más abajo Anders habla de la “ceguera voluntaria” como aquella actitud que le permitió a los ejecutores del gran exterminio llevar a cabo su tarea, en muchos casos, sin daño emocional. El “pecado” – dice Anders- consiste en el aprovechamiento de esa ceguera ante los efectos de nuestra acción” y, a colación proyecta esa actitud más allá del Holocausto como una  estrategia utilizada en las posteriores masacres para justificar lo que nunca debiera ser justificado.

La pregunta que una y otra vez uno suele formularse frente a situaciones como la destrucción de Masafer Yatta es si existe alguna otra opción frente al mandato de ejecutar una orden de este tipo. Y entonces vale recordarlo aquí: asumir conciencia crítica del hacer, no brindar consentimiento, no aceptar hacer aquello que viola principios éticos, ha sido una opción en muchos momentos de la historia, e Israel no es una excepción. Durante años los casos de “objetores de conciencia”, soldados que se niegan a cumplir acciones militares en los territorios ocupados, no han sido pocos. Alrededor del 2000, en los años de la Segunda Intifada, integrantes del Batallón 50 que desarrollaban acciones de protección a los colonos ocupantes en la ciudad de Hebrón,  ante la evidencia de los abusos y atropellos de la fuerza militar a la que pertenecían, decidieron crear Breaking the silence, una organización dedicada a documentar las acciones violatorias del derecho humanitario de las que eran testigos o protagonistas, una tarea  de denuncia pública que esa organización prolonga hasta el presente.

Las consecuencias de sus decisiones de no consentimiento no han sido menores para ninguno de estos militares. Ni para los objetores de conciencia que han sido llevados a prisión ni para los miembros de Breaking the silence que han padecido un sostenido acoso por parte del poder judicial cuando no la acusación de ser traidores. Sus decisiones no han logrado detener lo injusto pero sí han servido al menos para emitir un claro mensaje: es posible no ser parte de un dispositivo de maltrato y humillación, es posible no consentir lo arbitrario y lo injusto, pagando un alto precio, es cierto, pero es posible.

“No other land» fue premiada en Berlín y Los Angeles, y al igual que los objetores y los integrantes de Breaking the silence, sus directores han debido soportar desde el llamado al boicot a la proyección de su documental hasta padecer un violento hostigamiento que alcanza, de manera vicaria, a sus grupos familiares. Por su parte, las autoridades israelíes y buena parte de la comunidad judía organizada ha optado, como diría Anders en su carta, por declarar falsa la evidencia que exhibe el documental y, apelando a la ceguera voluntaria, aquella actitud que permite negar lo que de manera irrefutable se despliega frente a los ojos, han acusado a los directores del film de distorsionar la realidad.

Cuando Anders escribió su carta, no buscaba con ella saldar deudas éticas y morales del pasado con el hijo del perpetrador, sino señalar las condiciones que habían hecho posible ese hecho atroz, en particular la indiferencia de los ejecutores frente al destino de las víctimas, y de qué modo ese ayer atroz tenía la posibilidad de reeditarse ominosamente, bajo otros formatos, con otros procedimientos, en el futuro cercano. En el centro mismo de su epístola estaba la condena al gran crimen pero fundamentalmente, y allí el valor de su escrito, el llamado a reconocer cómo los seres humanos, de cualquier pueblo al que pertenezcan pueden ser capaces de cruzar todos los límites éticos imaginables, de cómo la obediencia irreflexiva al cumplimiento de una orden puede generar daños irreparables y cómo las últimas piezas en la cadena de mando son parte, aunque no lo reconozcan, de complicidad con el crimen.

Los jóvenes soldados de este ejército de ocupación retratados en “No other land” son, por acción u omisión, aunque no lo quieran o no lo puedan reconocer en este momento, parte de una maquinaria de cuyo producto final, la destrucción y la muerte, son también responsables.

Si la sociedad a la que pertenecen no ofreciera antecedentes, si esos jóvenes soldados tuvieran vedado el acceso a la información sobre los estragos de la ocupación, acaso podríamos conceder un mínimo de comprensión a sus actitudes de indiferencia frente al daño. Pero no, son soldados, miembros del ejército de un país que construyó su razón de existencia en la memoria de un acontecimiento inconmensurable como fue el Holocausto cuya condición de posibilidad fue, entre tantas otras, pero no menos importante, la disposición voluntaria de miles de ejecutores y la indiferencia de las sociedades donde esa matanza tuvo lugar.

Por eso, “No other land” es más que un documental que narra la destrucción de una aldea, es la narración descarnada de cómo la memoria que esa sociedad se juró custodiar es, a fuerza de repetición, puro ritual y ceremonia, porque ningún aprendizaje de ese pasado parece operar en este presente.

La ocupación y todo lo que ella comprende – humillación, saqueo, destrucción, dominación- solo es posible que exista en medio de una sociedad que la ha naturalizado al punto de volverla invisible. O solo visible, como lo muestra ésta película, a través de los ojos de los soldados que cruzan la frontera, quienes eligen negar lo que hacen, o justificar, – por temor, por sensación de superioridad o por creer que están haciendo lo justo- la destrucción que ven.