A mediados de 2016, Newton Bignotto ya alertaba acerca de los elementos presentes para una preocupación por una deriva fascista en Brasil. El artículo contribuye a una reflexión acerca de los peligros que acompañan a la disponible respuesta fascista a los problemas que aquejan a Brasil y, más ampliamente, a las democracias de la región.

En los últimos meses el fascismo volvió a frecuentar la vida política brasileña, al menos en las disputas retóricas que oponen visiones diferentes de la crisis por la que atraviesa el país. Como en otros momentos históricos, llamar fascista a alguien implica situar al adversario en el campo de las ideas conservadoras o reaccionarias. De forma genérica, en el lenguaje corriente de las disputas políticas, fascista es aquel que desprecia la democracia, usa la violencia para hacer valer sus ideas y siente horror frente a las capas más pobres de la población. Estas señales son visibles en el comportamiento de personas y grupos en el escenario político brasileño actual. Lo que resta saber es si la referencia al fascismo sirve para comprender algo de la situación actual más allá de la evidencia de que una parte de la sociedad, incluyendo sectores de los medios y del poder judicial, aceptan sobrepasar las barreras constitucionales para alcanzar sus objetivos.

Graciela Sacco, “Esperando los bárbaros” (Instalación, 1995-2014)

No vivimos evidentemente en un régimen fascista en Brasil y no hay grupos políticos importantes, en este momento, que se vinculen explícitamente al fascismo ¿Por qué entonces debemos preocuparnos por un problema que para muchos está lejos de nuestra realidad? ¿No sería más fácil simplemente referirse al pasado autoritario brasileño y pensar que algo semejante a la dictadura militar puede volver a suceder sin que haya una referencia a regímenes extremos? Ahora bien, si recurrimos a la comparación de lo que ocurre hoy en la escena política brasileña con lo que ocurrió en el pasado en otros países, es porque creemos que es posible identificar elementos, que estuvieron presentes en el nacimiento de muchas de las experiencias fascistas, en lo que ocurre hoy en Brasil. En ese sentido, partimos de la referencia a lo que Roger Griffin llamó «fascismo genérico». Esto implica decir que hay algo en los regímenes fascistas del pasado que es común a todos ellos y a lo que vivimos hoy en Brasil. Por eso, podemos mirar hacia el pasado y preguntarnos si no vamos en la misma dirección, cuando sectores importantes de la sociedad se disponen a prescindir de las conquistas democráticas para hacer valer sus tesis y saciar su deseo de ocupar el poder.

Debemos recordar ante todo que el fascismo es un régimen de clase media. Si se identifica con las sociedades de masas, su apoyo político principal se da en los sectores medios de la sociedad, que se juzgan injustamente tratados por el Estado y por la presión ejercida por las capas más pobres de la población que tienden a reivindicar derechos sociales y políticos. Como sugiere Robert Paxton, antes que un partido fascista, o un movimiento, ocupe el poder, hay una verdadera «lava emocional» que recorre la sociedad y que condiciona la acción de muchos grupos. Vemos algunos de esos rasgos en el activismo de sectores de la clase media brasileña asociados a los agentes de las elites más conservadoras en este momento. Es claro que no hay nada malo en la participación de esos sectores en las disputas políticas. Forma parte del juego democrático, pero sólo hasta el momento en que empiezan a amenazar la existencia misma de la democracia.

Lo que muchos actores favorables a la ruptura institucional comparten es el sentimiento de que pertenecen a un grupo que es víctima de una crisis que no puede ser solucionada por los mecanismos tradicionales. De ahí el deseo irrefrenable de derribar a la presidenta [se refiere a Dilma Rousseff, destituida en agosto de 2016], cueste lo que cueste. Este grupo, por otro lado, está dominado por el miedo a la declinación. La clase media más tradicional tiene verdadero horror de la ascensión de sectores antes subalternos, pues teme que sus privilegios sean simplemente tragados por el progreso de la igualdad social. Por eso, se aferran a la idea de que están siendo destituidas de un lugar al que tienen derecho y, como dicen muchos manifestantes: «quieren su país de vuelta». Los fascistas italianos se sirvieron de autores como Gustave Le Bon y Vilfredo Pareto para desarrollar sus teorías sobre cómo tratar a las masas y para afirmar que un gobierno formado por las élites es el único capaz de dar cuenta de los desafíos del mundo contemporáneo. En nuestro caso, sectores de la clase media, que escriben mensajes contra la corrupción en sus autos enormes y ostentosos, no precisan de referencias eruditas, pues pueden simplemente confiar en el sentimiento paternalista y excluyente que desde el Imperio separó a las clases dirigentes de las clases populares. Las élites económicas y políticas y una parte importante de la clase media, formada especialmente por profesionales liberales y funcionarios de los tres poderes, se comportan como si algo les hubiera sido robado, y necesitan recuperar lo que ya tuvieron, incluso si siguen teniendo una condición económica envidiable. Sienten, como afirma Paxton, en La Anatomía del Fascismo, «la necesidad de una integración más estrecha en una comunidad más pura, por consentimiento, si es posible, o por la violencia eliminatoria, si es necesario».

Los fascistas italianos hicieron críticas agudas al liberalismo y al comunismo. Se apegaron de un modo agresivo a un nacionalismo con nuevos rasgos, que creían podría regenerar el país. Los agentes del golpe brasileño no refutan el liberalismo, incluso imaginan que puede serles  favorable, pero temen un comunismo fantasmático, que ven en todo lo parece amenazar su posición privilegiada. Si es innegable que el PT ha cometido grandes errores, tanto en la reciente conducción de la política económica como en la participación de algunos de sus miembros en escándalos de corrupción, es absolutamente ridículo compararlo con un partido comunista tradicional, o incluso con fuerzas de izquierda más radicales . Esto no disminuye el riesgo que representan los ataques al «bolivarismo comunista». Se vuelve aún más peligroso, pues, al basarse en la creación de una ideología pobre, desencadenan acciones que sólo pueden alcanzar sus fines por medio de la eliminación pura y simple de sus adversarios. Para estos actores, el PT, como fue el Partido Socialista Italiano en los años 20 del siglo pasado, debe ser extirpado de la escena política, para que la «pureza» vuelva a reinar. Dejando de lado el hecho obvio de que la corrupción alcanza de lleno a amplios sectores de la vida política en todo su espectro, los que sueñan con el golpe imaginan que liquidando a los adversarios visibles «anidados en el poder», las cosas simplemente «volverán a ser lo que eran». La corrupción tal vez no se extinga, pero al menos habrá servido para la eliminación de los adversarios políticos.

Este comportamiento coloca la violencia en el centro de nuestra vida política. Las clases populares ya están sometidas desde hace mucho tiempo a un régimen de violencia extrema. De las casi sesenta mil muertes violentas que ocurren en Brasil cada año, una parte significativa recae sobre los habitantes de comunidades pobres amenazadas por la delincuencia por un lado y por la policía por otro. Esa violencia naturalizada comienza a desbordarse hacia horizontes donde hasta hoy había permanecido contenida. Las amenazas a miembros del gobierno, a artistas e intelectuales, e incluso a las personas que simplemente se oponen al golpe, se generalizan en las calles brasileñas y afectan gravemente las relaciones sociales. Hace poco un ministro del STF (Supremo Tribunal Federal) fue amenazado por haber pronunciado una sentencia que desagradó a sectores que quieren el derrocamiento del gobierno. Los autores de las amenazas son personas conocidas y ni siquiera han sido inquietadas. Si esto puede ocurrir con una autoridad encumbrada, hay que pensar lo que puede alcanzar a los ciudadanos comunes, cuando la justicia se muestra connivente con los agresores y se vale de instrumentos como la delación premiada y la prisión preventiva de forma abusiva, para obtener sus fines políticos en consonancia con sectores de la sociedad que la glorifican en su camino hacia la destrucción de la democracia.

Corresponde la referencia a los regímenes fascistas porque forman parte del horizonte de posibilidades de la solución de los problemas enfrentados por las sociedades capitalistas de masas, que no logran preservar las conquistas típicas de las sociedades republicanas, basadas en la libertad y la igualdad. Decir, como quieren algunos, que nuestra historia reciente es muy diferente de la de sociedades como la italiana de principios del siglo XX, y por eso la referencia a otras experiencias es innecesaria para pensar la crisis actual, es un mero truismo. Todas las sociedades históricas son diferentes entre sí. Si no podemos servirnos de lo que aprendemos del pasado, simplemente no podremos construir un saber sobre la política, pues el presente sería el único campo de nuestras experiencias y estaríamos condenados al eterno barullo de las opiniones.

Es imposible saber si la presencia de ideas fascistas en sectores de la clase media brasileña desembocará en la instauración de un régimen político extremo en nuestro país. Salvo para los que creen que la Historia está gobernada por leyes férreas e inmutable, nuestro destino político está siendo jugado ahora por actores que participan y se involucran en la escena pública. Para que el fascismo triunfe, es necesario que el proceso de degradación de nuestras instituciones democráticas se acelere y se radicalice hasta el punto de producir una ruptura final del Estado de Derecho hoy amenazado. Para los que se imaginan, sin embargo, que hablar de fascismo en Brasil en ese momento es sólo un ejercicio fútil de imaginación política, hay que recordar que si se le hubiese preguntado a un italiano, en 1919, si había alguna posibilidad de que Mussolini alcanzara el poder, la respuesta hubiera sido una sonora carcajada.

Los fascistas habían tenido un resultado decepcionante en las elecciones de aquel año y su líder parecía perdido en cuanto al rumbo de su movimiento. En octubre de 1922, poco más de dos años después del primer fiasco, había conquistado la adhesión de sectores importantes de la clase media, había atacado a los sindicatos revolucionarios y aterrorizado a la población con sus escuadras criminales. Animado por el éxito de su táctica, Mussolini lideró una Marcha sobre Roma, al frente de su milicia vestida de camisas negras, que lo colocaría en el centro del poder por los muchos años, en los que la sociedad italiana se vio gobernada por un régimen extremo, que hizo del terror y de las amenazas uno de sus instrumentos de gobierno.

Artículo publicado en la revista CULT, São Paulo, 9 de mayo de 2016. El 31 de agosto de ese año el Senado de Brasil destuía a Dilma Rousseff.