Politólogo, investigador del CONICET y profesor en la Universidad Nacional de Mar del Plata, en su intervensión en el encuentro “Hacia una agenda de los derechos humanos”, Lucas Martín reflexiona sobre los problemas que la política traslada a la universalidad del consenso sobre derechos humanos y sobre las particularidades y las potencialidades que también la política imprime en la tarea de dar respuesta a las violaciones a los derechos humanos.
Buenas tardes. Quiero agradecer la invitación a intervenir en este encuentro en el que participa tanta gente de prestigio y que admiro y leo.
Tenía escrito que pensaba abordar el tema de la convocatoria para hoy desde la óptica particular que indaga la relación entre política y derechos humanos, pero dejó de ser particular en un sentido luego de las dos intervenciones anteriores que hicieron referencia a esa relación entre política y derechos humanos. Puedo en cambio hacer otra aclaración sobre lo particular: en lo que sigue voy a referirme a los derechos humanos en sentido restringido o desplazado. Para ilustrar este sentido traeré a colación una cita del presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti quien, en 2010, cuando desarrollaba en una entrevista para un diario su argumento de que el contrato social de los argentinos era un contrato sobre derechos humanos, inmediatamente se vio en la necesidad de aclarar, “bueno, en el sentido de lesa humanidad”. Entonces esta es la idea de sentido restringido o desplazado a la que me voy a referir: la que ciñe, o cifra, la cuestión de los derechos humanos en su violación criminal. Y quizá, querría también adelantar, la óptica que adoptaré no será tanto de diagnóstico sino, voy a decirlo así, frente a los dramas de derechos humanos que tan bien han sido descriptos en las exposiciones anteriores y por Rubén al inicio, me pongo en el lugar de quien ya está sentado tratando con los criminales políticos una salida al problema. En este sentido si se quiere es una reflexión menos de diagnóstico y más de claves para pensar propositivamente.
Una última aclaración. Antes de empezar quiero aclarar también desde donde pienso estos temas sobre los que trabajo desde hace algún tiempo. Muy brevemente, lo que quiero indicar es que mis reflexiones se nutren de un trabajo comparativo sobre respuestas que las democracias posteriores a regímenes criminales dan a las herencias de violaciones a los derechos humanos. El trabajo que hago con un grupo de colegas, entre ellos Claudia Hilb, Vera Carnovale, etc., ha trabajado, a la par de la experiencia Argentina, las de Sudáfrica, Uruguay y progresivamente sumamos Colombia, Chile, etc..: y también he tenido que interesarme en algunos otros casos que van de la amnistía en favor de los seguidores de los Treinta Tiranos en Grecia en el 403 a.C. hasta los juicios de Nuremberg, pasando por el juicio a Luis XVI durante la revolución francesa. Ese trabajo comparativo nutre especialmente, en el contraste que permite conocer experiencias bien singulares, la reflexión sobre Argentina.
Aclarado esto, el tema sobre el que querría hablar, como señalé, es el de la relación entre política y derechos humanos. Y comienzo por plantear algunas preguntas, a sabiendas de que no defino de entrada los términos a los que me refiero:
¿Puede hacerse política frente a la experiencia de gravísimas violaciones a los derechos humanos? ¿puede politizarse el horror? Y, por otro lado, ¿puede negarse la naturaleza política de los crímenes cometidos bajo la órbita del Estado, del advenimiento de los regímenes criminales? ¿no debemos reconocer el carácter político del crimen y, con ello, el carácter político de la respuesta que debemos darle? En fin, ¿pueden politizarse, pueden despolitizarse, los derechos humanos, el drama de sus violaciones y la respuesta que se dé a esos crímenes?
A partir de estas preguntas, querría referirme aquí a dos grandes temas relativos al problema de las graves violaciones a los derechos humanos, a las dificultades que, por un lado, creo que tenemos para reconocerlas y denunciarlas (ahí están sobrevolando las situaciones en Cuba y Venezuela) pero también, por el otro, para tratarlas y darles respuesta una vez que las hemos reconocido, señalado y denunciado.
Respecto del primer punto mencionado, es decir, la dificultad para reconocer y denunciar las violaciones a los derechos humanos, lo plantearía del siguiente modo: la política parece ofrecer muchas veces argumentos para sustraerse del problema, para soslayar el no respeto de los derechos humanos, cuando no la lisa y llana criminalidad. La política sirve, para ponerlo en otros términos, como coartada para no ver, no oír, no conocer, no enfrentar, no denunciar, graves violaciones a los derechos humanos.
Se ha dicho que, a partir de la experiencia de las últimas dictaduras en la región, la izquierda pasó de una subestimación de la política trabajada por una mirada centrada en lo económico, hacia una revalorización de la política y, con ella, de la democracia. Y se ha dicho también que, a la par de lo anterior, la izquierda pasó también de una concepción revolucionaria de la acción política hacia una reivindicación de los derechos humanos.
En una escala mayor, global, lo mismo ha sido señalado respecto del progreso del discurso y el reclamo de los derechos humanos, que habrían irrumpido a partir de los años setenta al calor de la disidencia al régimen soviético y sus crímenes y de las denuncias de las violaciones a los derechos humanos por parte de las dictaduras latinoamericanas, y habrían ganado su lugar central en la medida en que otras utopías perdían fuerza. Los derechos humanos pasaron a ocupar un lugar central en la política y han constituido hasta aquí, como nunca antes (pero subrayo, lo han hecho hasta aquí, hasta hoy), el principio de legitimidad contra el cual se miden los regímenes políticos y gobiernos.
Ese auge se debió en buena medida, y tanto en América Latina como en el resto del globo, a un consenso moral mínimo y principalmente negativo, condensado en muchos países en la consigna Nunca Más. Con el paso del tiempo, la consolidación de las democracias –en el sentido de la disipación del fantasma de las recaídas dictatoriales– la utopía minimalista de los derechos humanos fue incorporando demandas que eran reclamos internos a la democracia, a las promesas incumplidas de la democracia, y fue hallando, en el camino, la experiencia de la división que atañe a todas las cosas políticas.
Creo finalmente, y llego hasta aquí en lo que se refiere al primer problema, que es esta división la que se ha vuelto de algún modo en contra del consenso de los derechos humanos. Es decir, la necesidad de un proyecto que ofrezca promesas positivas para resolver los problemas sociales acuciantes en la región ha ofrecido la oportunidad para restarle universalidad a ese consenso de los derechos humanos en nombre de un antagonismo, y de un valor sustantivo, e incluso, como en Venezuela, para proponer un discurso de los derecho humanos en un sentido diferente, “transformador”, como se lo ha denominado en Venezuela, donde hay un discurso de los derechos humanos y una Comisión de Verdad, por ejemplo, lo que habilita al gobierno -al menos retóricamente- arrogarse todo tipo de excepciones respecto de las normas y los organismos internacionales de DERECHOS HUMANOS, como su denuncia a la Convención Americana en septiembre de 2013.
Entonces, ese consenso estaba basado en un contexto histórico particular marcado por dos aspectos: la oposición a regímenes autoritarios o totalitarios que aparecían como el paradigma de la violación a los derechos humanos y la crisis de las ideologías comprensivas (las utopías). En su lugar aparece una división interna a la democracia y con ella una politización particular de ese consenso negativo de los derechos humanos.
En cuanto al segundo problema, el de nuestras dificultades para dar respuestas al problema una vez que lo hemos reconocido, les propongo discutir cinco cuestiones.
[1] Las motivaciones políticas. Implícita o explícitamente cada vez que se violan derechos humanos en situaciones de fuerte conflicto en las sociedades, en dictaduras, en guerras internas, aparece el tópico de las motivaciones políticas. En Argentina, esto quedó expresado desde el inicio en la exclusión de los atentados contra la propiedad, la violación y la separación de los hijos de sus padres, de toda excusa, beneficio o contemplación respecto de la persecución penal. En este sentido, debe decirse que, si admitiéramos el extendido diagnóstico que habla de un período de impunidad en Argentina, debería agregarse la precisión de que se trató, estrictamente, de una impunidad respecto de crímenes considerados políticos, lo que excluía delitos que no podíamos concebir como relativos a un conflicto político, por más profundo que este fuere.
En el mismo sentido, en el Uruguay se amnistiaron, o se contempló un cálculo especial de la pena cuando el crimen fue el homicidio, delitos políticos y conexos. Y lo mismo en Colombia en el proceso actual que ha diferenciado delitos políticos de los que no lo son.
La política pone en cuestión, o en suspenso, la noción habitual de crimen. Se trata entonces de diferenciar crímenes políticos de los que no lo son y en eso consiste una respuesta democrática, es decir, abierta al problema de la legitimidad. Una respuesta no democrática es la que persiste en la negación política del otro, en la criminalización de la política y de la oposición, como ocurre actualmente en Cuba y Venezuela, donde son los delitos políticos los que son particularmente perseguidos o penados.
Por otra parte, una vez hecha esa diferencia, y en la medida en que reconocemos ese aspecto político es necesario reconocer que todo proceso de salida supone tratar con criminales. Sin dudas, son criminales políticos y salir de un conflicto requiere de mucha política. Pero querría acentuar esta idea de tratar con criminales en el siguiente sentido: quienes son o se presentan como inocentes o neutrales, pienso especialmente en los miembros del propio país, tienen mucho menos que aportar, cuando tienen algo, en los procesos de transición y de resolución de conflictos violentos. Allí está, en el orden internacional, el ejemplo de Nüremberg y la desconfianza que allí se tuvo en el momento de considerar (y finalmente descartar) la inclusión de neutrales en el Tribunal Militar Internacional. (Una mediación internacional en un conflicto nacional sirve de ejemplo a contrario, pues su neutralidad contribuye en la medida en que no forma parte, por definición, del conflicto pero tampoco del país que lo sufre).
La de tratar con criminales y distinguir crímenes es, debemos asumirlo, una tarea política. Y significa que no tenemos el monopolio de lo político.
Esto supone además reconocer el potencial transformador de la política: para mal, porque por la política se puede llegar a cometer los crímenes más aberrantes, y para bien, porque por ella se pueda dar solución y respuesta al conflicto violento y a su legado de daño y dolor.
[2] El potencial de transformación de la política. Reconocer que el otro, aun en su criminalidad, hace política, se asume como ser político perteneciente a un grupo político, etc., es necesario pero no suficiente. Un paso necesario más, que también puede apreciarse en diferentes experiencias históricas, es el de reconocer el poder transformador de la política. Esto significa dos cosas, por un lado, sostener instancias de diálogo y negociación. El diálogo persuasivo y la negociación del tira y afloje, para diferenciar un poco a qué me refiero con cada uno de los términos, suponen una expectativa de cambio, un potencial de transformación.
Por ejemplo, en 2011, en medio del avance hacia la anulación de la amnistía, de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en Uruguay, por parte de los legisladores del gobernante Frente Amplio (y finalmente sancionada dicha anulación pero frustrada por la Suprema Corte), el presidente Mujica –víctima de la dictadura- tomaba distancia y decía: “A lo largo de estos años hemos conversado muchas veces con los militares y tendremos que seguir conversando otras tantas.” También en Chile, años atrás según una cita de H. Vezzetti, la presidenta Michelle Bachelet –víctima de la dictadura de Pinochet– podía expresarse en términos similares: “No habrá conciliación, pero con ellos hay que convivir, forman parte de Chile.”
Esta idea de diálogo supone no simplemente un llamado al diálogo sino también el reconocimiento de la existencia de un diálogo. El diálogo no sólo hay que construirlo o proponerlo, también hay que saber verlo. En Argentina, en 1995 el entonces jefe del ejército, el general Balza, tras realizar el recordado mea culpa en nombre de su arma por los crímenes cometidos durante la dictadura hizo un llamado a un diálogo que fue mayormente desoído o ignorado. No me detendré en las razones por las que a mi entender ese llamado no fue respondido, pero querría señalar que el propio Balza, en su convocatoria, ignoraba un diálogo que ya había dado inicio con la confesión de crímenes de dos militares retirados, el ex marino Scilingo y el sargento del ejército Ibáñez. Scilingo había dicho públicamente en televisión “me siento un asesino” y una y otra vez se preguntó “qué hago con mis treinta muertos”, los treinta desaparecidos que lanzó al mar desde un avión. Esa pregunta es la de alguien que pasó por la política, por el espacio público, y que sufrió una transformación en ella, una doble transformación: primero, la transformación que lo hace criminal y, segundo, la que lo hace reconocer el crimen cometido. La última tuvo lugar a partir de su diálogo con el periodista Verbitsky, de las repercusiones de sus declaraciones y su exposición en televisión. Significa que uno también puede salir transformado, que hay un riesgo que se asume, que uno va dispuesto a perder probablemente algo, y que el resultado final es incierto o no es político.
Menciono rápidamente, para terminar, algunas ideas de los puntos restantes.
[3] Respecto del factor temporal, querría señalar que, de acuerdo con las experiencias conocidas, hay momentos propicios para diferentes respuestas y propuestas. Esto no quita que no puedan incluirse otras sino que debe poder percibirse sobre qué condiciones se las propone. Por ejemplo, siempre en el momento de inmediata salida de situaciones de conflicto violento y dictadura aparece la demanda de reconciliación y pacificación. Este es un problema que ha quedado en el olvido y que con cierta valentía debe ser pensado sobre nuevas bases sobre todo para evitar el uso instrumental que puede hacerse de él cuando se lo sustrae de toda tematización y reflexión.
[4] Respecto de la justicia y los problemas estructurales que padece cuando debe dar respuesta a la herencia de conflictos violentos profundos y graves violaciones a los derechos humanos, querría señalar que se trata siempre y necesariamente de una justicia política. Pero no es una justicia ilegítima. Es una justicia que no puede cubrir, responder, a todos los requerimientos de la justicia ordinaria (o bien, el tribunal en su conformación no aparece como un tribunal independiente, o bien, como en el caso de los Tribunales de Paz en Colombia, es un tribunal especial; o bien se aplica una ley penal retroactivamente, o hay que, como dijimos, contemplar de manera diferente crímenes políticos, etc.). En este sentido entiendo que las instituciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, en particular la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tienen un rol importante que cumplir. Pues, sobre todo si se lee su jurisprudencia del modo en que ésta ha sido interpretada en Argentina, han cambiado los fundamentos del derecho penal ordinario sin que haya habido un debate al respecto. Esa misma jurisprudencia no ha sido tomada por Uruguay por ejemplo.
[5] Por último, respecto del problema de la verdad, querría enumerar diferentes tipos de verdad que pueden estar en juego en las salidas de sociedades de conflicto violento y violaciones a los DDHH, y que creo sirven para reflexionar sobre el modo en que pensamos nuestro pasado, quienes hemos dejado atrás la violencia política, y nuestro presente, quienes pensamos las situaciones que deben enfrentar los países que viven hoy regímenes con violaciones sistemáticas de los DDHH.
Existe una verdad oficial que debe ser establecida y cuya figura institucional emblemática y conocida son las comisiones de verdad. Esta verdad permite reconocer el crimen que la comunidad no acepta. Existe, en segundo lugar, una verdad jurídica, que es resultado de rigurosos procedimientos para establecer responsabilidades individuales y que no da lugar a mucho más que eso y adolece de una semi-publicidad por las condiciones técnicas y ceremoniales que suelen tener los juicios. Existe una verdad histórica que es trabajada académicamente pero que tiene una publicidad acotada y un efecto social sólo en el largo plazo. En cuarto lugar, hay una verdad personal o testimonial, la de víctimas y victimarios básicamente, que considero esencial, y que requiere de condiciones para su publicidad y que contribuye a la comprensión y la superación de las divisiones del pasado. Menciono, en quinto lugar una verdad social, que también debe ser alentada desde el Estado, y podría estar incluida en la verdad oficial, pero que exige que los distintos sectores de la sociedad asuman la responsabilidad que pudo tocarles en el momento de conflicto; y sumaría tal vez aquí las formas de verdad que son transmitidas por las memorias sociales (aunque sabemos que memoria y verdad son cosas diferentes, creo que coincidiremos en que, en el ejercicio de comprensión social de los conflictos del pasado, deben permanecer ligadas). Y por último, podemos identificar una verdad partisana, facciosa o militante, que sin ser necesariamente falsa (aunque las estilizaciones, las omisiones y las tergiversaciones que conlleva muchas veces contienen la intencionalidad de engaño que caracteriza a la mentira) produce una instrumentalización de la verdad, por definición, con otros fines.
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