Tengo la impresión de que la discusión acerca del federalismo argentino nos está llevando a un punto muerto. La principal razón es que la distancia entre las expectativas, tanto sobre el funcionamiento de las instituciones como sobre el comportamiento de los actores, y la tosca materia resulta insalvable. Frente a este callejón sin salida, donde los problemas están a la vista -para mencionar dos de los que se señalan en este dossier y que luego retomaré, el estado de la democracia en algunas provincias y la sobrerrepresentación- me pregunto si no sería oportuno dar un paso atrás y tomarse un momento para revisar las expectativas mismas. Es lo que me propongo hacer en los párrafos que siguen con la intención de mostrar que las premisas sobre las que aquéllas descansan no son realistas. Veamos en primer lugar las expectativas acerca de las instituciones.

Mi punto de partida es uno de los pilares de la arquitectura institucional republicana: el principio de división de poderes. El lugar para comenzar es la tradición constitucional estadounidense. Una de las preocupaciones centrales de los constituyentes norteamericanos fue el riesgo de la «tiranía de la mayoría» o, puesto en otros términos, el peligro de que un sector de la sociedad procurara dominar el aparato de gobierno y, desde allí, se viera tentado a someter al resto. Para alejar ese peligro buscaron distribuir y descentralizar el poder a fin de asegurar la representación de la pluralidad de intereses existentes en la sociedad. Este es el núcleo de lo que se conoce como el modelo madisoniano que dividió el poder en forma horizontal entre Ejecutivo, Legislativo bicameral y Judicial, y en forma vertical, entre gobierno central y gobiernos estaduales. En segundo lugar, para asegurarse que las decisiones adoptadas contemplaran efectivamente los diversos intereses, imaginaron mecanismos de control y de veto mutuo entre los poderes como, por ejemplo, la renovación total de la Cámara de Diputados cada 2 años y la renovación parcial por tercios de la Cámara de Senadores, el veto, la insistencia. Frente a semejante entramado institucional, negociar y consensuar constituían condiciones necesarias para la toma de decisiones. Así, sólo llegarían a buen puerto aquellas iniciativas en condiciones de sortear el poder de veto del Ejecutivo, la Cámara de Diputados, la Cámara de Senadores, el Poder Judicial y, para ciertas cuestiones, los gobiernos estaduales.

Ahora bien, cuando se miran los presidencialismos realmente existentes, por caso el argentino, desde los presupuestos del modelo madisoniano, lo primero que se comprueba es que el funcionamiento esperado no se verifica. No se produce el deseado equilibrio y la relativa autonomía entre los poderes. Centralmente, tiende a dominar el Ejecutivo. Pero la razón del desacople no se encuentra en la creación de Ejecutivos más fuertes que,  supuestamente, podrían debilitar los mecanismos de frenos y contrapesos. Lo que sucede las más de las veces es que el Presidente y la mayoría en el Congreso comparten un mismo objetivo y, en esos casos, es de esperar que el legislativo respalde las iniciativas del Presidente. Llamativamente, esta posibilidad no estaba contemplada en las premisas del modelo madisoniano, primero, por que se suponía, erróneamente, que separar el poder era lo mismo que dividir el poder, y luego, porque no podían anticipar –o quizá se lo impedían también sus propios prejuicios anti partido- los efectos de los procesos de democratización y la consolidación de los partidos políticos que ocurrieron más tarde.

La irrupción de los partidos de masa terminó borroneando los límites institucionales prescriptos por el principio de división de poderes, restando, así, sustento empírico a la idea de división y equilibrio entre Poder Ejecutivo y  Legislativo. Este equilibrio, si es que existió, se quebró cuando ambas ramas de gobierno estuvieron a cargo de representantes que reconocían una misma filiación partidaria y actuaban, en consecuencia, solidariamente. Precisamente, esto es lo que las democracias esperan que suceda con los partidos políticos a la hora de gobernar. Llegados a este punto, resulta pertinente una digresión. La preocupación por la división de poderes está más relacionada con las formas presidenciales de gobierno que con las parlamentarias. En efecto, estas últimas son, por definición, sistemas de fusión de poderes entre Ejecutivo y Legislativo. Ciertamente, ambos sistemas comparten la misma preocupación por la independencia del Poder Judicial. Es más, la institución clave para limitar el poder y proteger los derechos es hoy en día el Poder Judicial.

¿Cuál es el corolario de esta primera reflexión? Por empezar, nos indica que los vínculos no se dan entre instituciones, por caso, el Ejecutivo frente al Legislativo o viceversa. Al estar mediadas por los partidos políticos las interacciones son otras y pasan al primer plano las relaciones gobierno-oposición, gobierno-partido de gobierno y, por ser un sistema federal, gobierno nacional-gobierno provincial. En ese marco, resulta poco realista esperar que los mecanismos de frenos y contrapesos funcionen afiatadamente o que  las instituciones se comporten en forma autónoma. Tomo como ejemplo una de las preguntas planeadas en este Dossier: “¿No hay una obligación constitucional de parte del Estado nacional de garantizar el pleno ejercicio de los derechos democráticos efectivos en todo el territorio nacional, en todos los distritos?” El problema así planteado es que se piensa al estado nacional como un ente en condiciones de responder con autonomía. Pero el estado nacional habla, primero, por boca del gobierno y, como he tratado de mostrar, no se lo pude despojar de su naturaleza política partidaria. Por ejemplo, una herramienta para enderezar los daños causados a los derechos democráticos en una provincia es la intervención federal. Pero como sabemos, hoy por hoy, y sospecho por un buen tiempo, no se vislumbra la posibilidad de conseguir una mayoría en el Congreso dispuesta a aprobarla porque afectaría a un gobierno amigo.

Quizá la única institución que podría pronunciarse autónomamente y dirigirse al Estado nacional sea el Poder Judicial. Claro que para eso debe estar garantizada la independencia e imparcialidad de la justicia tanto la nacional como la provincial que, como es sabido,  no siempre está a salvo de la colonización partidaria.

Hasta aquí he hablado de las premisas sobre las que descansan nuestras expectativas acerca del funcionamiento de las instituciones para indicar que resultan anacrónicas pues no resisten las transformaciones operadas por los procesos de democratización y la irrupción de los partidos políticos. Veamos a continuación las expectativas en torno de los comportamientos.

Las expectativa sobre el comportamiento de los gobernantes es, simplificando un poco, que se van a ajustar a las reglas, salvo que haya problemas insalvables con las mismas reglas o que no se cuente con recursos para hacer efectivo el cumplimiento. Para ilustrar este punto me referiré al problema de la sobrerrepresentación.

«La Catedral», Félix Rodríguez (2012)

Es sabido que nuestro diseño constitucional incorpora dos principios de representación distintos: el demográfico para elegir diputados y el territorial para la elección de senadores. El criterio territorial, de acuerdo con lo que acordaron nuestros constituyentes, es igualitario, tres senadores por provincia. En cambio, el demográfico, basado en la población, exhibe importantes distorsiones. En parte porque la ley hoy vigente contiene dos criterios algo exóticos -un mínimo de 5 diputados por provincia y ningún distrito puede tener una representación menor a la de 1976-  pero sobre todo por el incumplimiento del art.45 de la Constitución. Este ordena al Congreso fijar la base de representación después de la realización de cada censo. Desde 1980 se realizaron tres censos -1991, 2001 y 2010- , entre 1980 y 2010 la población aumentó 43,5% -si lo lleváramos a lo que se estima es la población actual el aumento sería más del 60%- . Y bien, hasta el día de hoy, no se ha actualizado dicha base. Este es un claro ejemplo de incumplimiento de una regla porque no existe sanción. En un reciente y largo fallo, la Cámara Nacional Electoral se limitó a exhortar al Congreso a cumplir con el mandato constitucional. No puede avanzar más de ese punto porque, ¿cómo se fuerza a los legisladores a tratar una ley? Este tipo de situaciones revela que cuando no existen  sanciones por el incumplimiento de la regla o por el fallo de los jueces se abren las puertas al acatamiento estratégico. Esto es, los actores harán un cálculo y verán si les convine o no obedecer.

La conclusión de esta sección es doble. Las expectativas acerca del comportamiento de los actores relevantes, aquí me limito a nuestros representantes, deben incluir la posibilidad de incumplimiento de las reglas porque los mueve el cálculo y no un sentimiento de obligación. Entonces, no nos hagamos ilusiones, los representantes pueden salir indemnes del incumplimiento de la regla porque no pagan costos. Por esta misma razón, las reglas con mayores probabilidades de ser acatadas son las que pueden asegurar su cumplimiento sin la amenaza de sanciones. Pero este ya es otro tema.

En síntesis. Lo que he tratado de aportar a esta conversación sobre el federalismo es una revisión de las premisas sobre las que suelen descansar nuestras expectativas acerca del funcionamiento de las instituciones y el comportamiento de los actores. Respecto de las primeras, subrayé el papel de los partidos y su capacidad de cruzar los límites institucionales sobre los que descansa el principio de división de poderes. El sistema federal no escapa a este fenómeno porque no puede sino estar atravesado, en el juego democrático, por la gravitación de los partidos políticos. El gobierno nacional incide sobre las provincias cuando nacionaliza la agenda o formula prioridades nacionales y las provincias inciden sobre el gobierno nacional cuando participan de la sanción de leyes nacionales o impiden que se tomen medidas que consideran que los pueda afectar. En cuanto a las expectativas acerca del comportamiento de los actores, lo que sugiero es no desconocer ni la presencia ni de la importancia de las conductas basadas en el acatamiento estratégico, a menos que prefiramos predicar en el desierto.

Dicho esto, se me podrá objetar que este razonamiento también lleva a un callejón sin salida. No necesariamente. Es una invitación a plantear preguntas a partir de premisas más realistas, algo menos ancladas en las instituciones y algo más en qué hacer para que el cambio venga de la sociedad.