Volvamos a las obsesiones de Alberdi. A partir de Las bases, Alberdi reformuló el federalismo de acuerdo con una versión que acentuaba los rasgos centralistas encarnados en el Poder Ejecutivo del Estado Federal. Esta propuesta es conocida y no creo necesario abundar en mayores comentarios. Sí cabe observar que la fórmula alberdiana subrayó la importancia de una república fuerte, dotada, en cuanto a federalismo, de dos poderosos instrumentos de control como el estado de sitio y la intervención de las provincias. Ambos instrumentos se utilizaron abundantemente a partir de 1862.
Había pues en juego una cuestión de fines y una cuestión de métodos. En cuanto a estos últimos, es evidente que dichos medios tendientes a la unidad tuvieron que afrontar un obstáculo mayúsculo. Tal fue el “poder de Buenos Aires”, como Alberdi lo llamaba, que dio muestras de una resistencia notable y larga que se prolongó hasta 1880.
En esa fecha, luego de cruentos combates urbanos, se federalizó la ciudad y, por tanto, se amputó la capital de la provincia (remito al respecto al libro de Hilda Sabato Buenos Aires en armas). De capital provincial, Buenos Aires pasó a ser capital nacional. En este sentido, la demora política en la formación del Estado Nacional está a la vista. Son 80 años, a contar de 1810, jalonados por estas cuatro fechas: primero, Constitución de 1853; segundo, unificación fiscal con la reforma de 1860; tercero, federalización de la Ciudad de Buenos Aires en 1880; cuarto, nacionalización de la deuda pública después de 1890. Se trazó entonces una ruta de doble mano: por un lado, se iba hacia la unificación; por otro, hacia una mayor descentralización al dividir el poder político y económico de la Provincia de Buenos Aires luego de federalizar la ciudad y, más tarde, de organizar el Banco Nación para desplazar al Banco de la Provincia.
A primera vista, se había alcanzado la tan deseada unificación nacional y, a la vez, se había dado un paso importante en pos de un mayor equilibrio. La Provincia de Buenos Aires cedía al Estado Nacional el manejo de los recursos financieros y achicaba su peso determinante en las Juntas de Electores para elegir presidente cada seis años. Con esto se pretendía corregir la disparidad enorme que de partida existía entre Buenos Aires y el resto de las provincias. Coexisten pues dos tendencias: una hacia la descentralización y otra que, por la geografía y los recursos económicos en manos del Estado Nacional, inclinaba el territorio hacia la centralización. Lo que vino después confirmó la fuerza de esa tendencia. Hacia el centenario, Adolfo Posada constataba que el equilibrio federal que rompía Buenos Aires-capital era mucho más acentuado que el que rompía Prusia en Alemania.
Tal vez una explicación de esa ruptura del equilibrio advierta que, lejos de revertirse como en los 80 y 90 del siglo XIX, se acentuó a lo largo del siglo XX hasta llegar a la situación que ahora soportamos. Poco a poco, la rivalidad entre el centro y la periferia se fue atenuando. El centro, es decir, la fusión entre el poder nacional del Estado y el poder de Buenos Aires; la periferia, que representaba el conjunto de las 13 provincias entre las cuales sobresalían, al principio, Córdoba y Entre Ríos, y a las que luego se sumaron Santa Fe, Mendoza y Tucumán.
El federalismo hizo de este modo las veces de un motor absorbente montado sobre tres ejes principales: vías de comunicación; la presencia de un solo puerto, Rosario, capaz de compensar aquel monopolio impuesto por la geografía; y, por fin, las corrientes demográficas que, primero desde el exterior y luego desde el interior, aumentaron velozmente (en cifras que se cuentan por millones) el volumen urbano de los alrededores de la Capital Federal. En una palabra, la megalópolis bonaerense.
Claro está que el Estado Nacional, gracias a la Ley de Territorios Nacionales, tenía los medios para promover un nuevo equilibrio federal creando nuevas provincias. En realidad, este proceso de provincialización que comenzó en la segunda presidencia de Perón, prosiguió en los años 60 y culminó en la década del 80 del último siglo, generó una fragmentación todavía más pronunciada entre el centro y la periferia: un conjunto de distritos demográficamente pequeños, sobrerrepresentados en el Congreso y abundantes en empleo público, con hegemonías gubernamentales en muchos de ellos, y escasa sustentabilidad fiscal.
En cuanto a la sobrerrepresentación, excuso decir que, en la Cámara de Diputados, pensada como el recinto donde incorporar la disparidad del número de habitantes de cada provincia, esta ha alcanzado niveles alarmantes. Por ejemplo, podemos comprobar que las seis provincias de las regiones pampeana y patagónica, La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, con una población en conjunto superior a los 2 millones de habitantes, reúnen 30 diputados, mientras la Provincia de Santa Fe, con algo más de 3 millones de habitantes, está representada por 19 diputados.
En contraste, según últimas cifras actualizadas, la Provincia de Buenos Aires engulle el 38.65% de la población total. Hace un siglo, la capital tenía una relación más equilibrada en cuanto al número de diputados, en especial en relación con los cuatro distritos más grandes. La Provincia de Buenos Aires elegía 28 diputados, la Capital Federal 20, Córdoba 11, Santa Fe 12. Después, a lo largo del siglo XX, esa correspondencia se quebró. La Capital Federal congeló su población en alrededor de 3 millones desde hace 70 años, mientras que, en la provincia, se iniciaba un espectacular ascenso: 2.066.194 en 1914, 10.865.408 en 1980, 13.827.203 en 2001 y 17.196.396 en la actualidad (11.018.708 de habitantes en el Conurbano; 6.176.688 en el resto de la provincia).
Así, debido a la reforma constitucional de 1994, la ciudadanía bonaerense se ha convertido en el máximo elector de nuestra democracia, de donde resulta que quién tenga en sus manos el poder electoral bonaerense estará muy cerca de controlar el poder electoral del país. Empero, el diagnóstico es incompleto porque ese poder electoral descansa sobre una ostensible debilidad fiscal. Desde 1987, en que le sustrajeron a la provincia el 23.3% de sus ingresos por coparticipación, sus recursos fiscales siempre flaquean. Y, por carácter transitivo, dependen del apoyo directo que les presta el Tesoro Nacional.
¿Cómo gobernar ese gigante demográfico y electoral?; ¿no habría llegado quizás la hora de pensar una posible división de la Provincia de Buenos Aires? Respondo afirmativamente. Desde hace más de una década vengo sosteniendo que habría que pensar una posible división de la Provincia de Buenos Aires; un distrito que, dentro de sus límites, presente diferencias acaso acentuadas entre la megalópolis del conurbano y el territorio que conformó su identidad. Si admitimos la hipótesis de la división, cabría pensar en una configuración institucional del Conurbano constituyendo distritos autónomos, semejantes a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (C.A.B.A.), con una coordinación de la fuerza pública de seguridad. Se dirá que una mirada realista acerca de lo que actualmente pasa refutaría rápidamente esta hipótesis, tachándola de una utopía al estilo de las que lanzaba Martínez Estrada (en La cabeza de Goliat, proponía “desmantelar” ese centralismo demográfico). Es muy cierto; hoy parece imposible emprender un proyecto reformista de tal calibre mediante la deliberación y el consenso, único camino que desde luego exige el régimen democrático. Es un tema que está fuera del interés del sistema representativo. En las PASO de 2015, solamente la fórmula —derrotada en Cambiemos— de Ernesto Sanz y Lucas Llach propuso abordar el tema de la división; después, absoluto silencio.
No es menos cierto, sin embargo, que de persistir este estado de cosas, nuestro federalismo reflejaría un pacto tácito y regresivo entre el gigantismo bonaerense y los distritos chicos de carácter feudal y sobrerrepresentados (ya Sarmiento insistía, en Los comentarios de la Constitución…, que más valdría reagruparlos para alcanzar algún equilibrio en un régimen federal entonces en pañales). Estos distritos ofrecen abrigo a oligarquías persistentes sujetas acaso a intervención federal si en ellos estuviese afectada la forma republicana de gobierno. Es el temperamento que aplicó Yrigoyen durante su primer mandato (1916-1922), con efectos que no resultaron beneficiosos para el propósito que inspiró dicha política. De un modo u otro, esos distritos logran reimplantar un modelo hegemónico sin alternancia (desde hace un cuarto de siglo que vengo machacando sobre este asunto).
Estos desequilibrios entre el leviatán bonaerense y las provincias chicas podrían tal vez atenuarse si la división de la Provincia de Buenos Aires ayudara a reforzar una clase intermedia de provincias con potencial exportador y mayor capacidad fiscal y demográfica que las pequeñas. Nos basta con recorrer el mapa para trazar una línea que va desde la C.A.B.A. hasta el litoral de Entre Ríos y luego en fila hacia Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Claro está, insisto, en que esta es una hipótesis poco factible a corto plazo frente a una escasa intencionalidad reformista en este y en otro a temas cruciales. De todos modos, los fracasos recurrentes del régimen federal, y el laberinto normativo en que está inmerso, deberían alentarnos para explorar ese horizonte.
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