Nuestro federalismo ampara una enorme diversidad en varias dimensiones. Quizás la más obvia sea la demográfica, que contrasta a la enorme provincia de Buenos Aires –con una población similar a la de Chile– con varias pequeñas provincias mucho menos pobladas que los municipios de Lomas de Zamora o Merlo (la contribución de Natalio Botana a este dossier analiza, entre otras, esta cuestión).
Una segunda dimensión de la heterogeneidad interprovincial –sobre la que vengo investigando hace años[1] y a la que Alejandro Katz le dedica varios párrafos de su ensayo inicial– es la relativa a la mayor o menor vigencia de la democracia: mientras que algunas provincias gozan de regímenes tan o más democráticos que el nacional, existen otras, en general pequeñas, en las que los derechos políticos se encuentran gravemente restringidos. No hay espacio aquí para presentar la abrumadora evidencia que respalda esta afirmación, pero como muestra bastan los extremos a los que llegó recientemente el régimen de Gildo Insfrán, que durante esta pandemia impidió el regreso a sus hogares de miles de formoseños “varados”, forzó a muchos otros a internarse (con y sin síntomas, con y sin test positivos) en “centros de aislamiento” provinciales, e incluso arrestó a dos dirigentes opositoras que denunciaban estos atropellos. Cuesta imaginar que los gobernadores Schiaretti, Suárez o Perotti intenten, y menos aun logren, ejecutar tales atropellos sobre cordobeses, mendocinos o santafecinos. En mis trabajos académicos utilizo el concepto de “regímenes híbridos”, proveniente de la jerga académica politológica, para referirme a los que rigen en lugares como Formosa, San Luis, Santiago del Estero o Santa Cruz. Ocurre que se da en estos distritos la misma situación que llevó a prestigiosos colegas a acuñar y aplicar el concepto a regímenes como los de Chávez, Putin, Orbán o Erdogan: existen elecciones y otras instituciones formalmente democráticas, pero las prácticas son tan violatorias de principios democráticos básicos –medios y jueces controlados por el gobierno, recursos estatales al servicio de las campañas oficialistas, uso masivo del clientelismo y el patronazgo– que sería manifiestamente incorrecto llamarlos “democráticos” (como también lo sería llamarlos “autoritarios”, término mejor aplicado a regímenes sin elecciones o con elecciones de partido único o fraudulentas). Las diferencias interprovinciales en este aspecto son muy grandes. Un viaje de Mendoza a Formosa hoy muestra contrastes similares a los de un viaje de Massachusetts a Alabama hace sesenta años.
El federalismo en general, y nuestro fuerte federalismo en particular (que le asigna a las provincias gran autonomía normativa y una significativa influencia sobre el gobierno nacional a través del Senado), funciona como barrera protectora de esta muy desigual distribución territorial de los derechos políticos. Los gobernadores de las provincias híbridas logran consolidar su control hegemónico no solo en base a las generosas “rentas del federalismo fiscal” que reciben (vía coparticipación y otros regímenes de distribución de dinero entre nación y provincias, a las que se suman en algunos casos las regalías por recursos naturales), sino también apoyados en su capacidad de reformar las constituciones provinciales y las leyes electorales (de formas que no son posibles en otras federaciones como México, donde los estados no pueden legislar, por ejemplo, la reelección del gobernador). Los gobiernos nacionales tienen escasos motivos para cuestionar la debilidad democrática en estas provincias, ya que generalmente codician el apoyo de sus desproporcionalmente grandes contingentes de diputados y senadores nacionales. Solo cuando estalla un escándalo que atrae la atención nacional –la muerte de María Soledad en Catamarca, los crímenes de La Dársena en Santiago del Estero, los varados acampando a la intemperie a la espera de ser admitidos en Formosa– los presidentes se involucran de una u otra manera. También a veces los jueces nacionales, no sujetos al control de los gobernadores han tomado decisiones como bloquear el ilegal intento de segunda reelección por parte del gobernador Zamora en Santiago del Estero (fue reemplazado por su esposa) u ordenar al gobierno de Formosa que permita el ingreso al territorio provincial los ciudadanos que así lo solicitan (ambas decisiones de la Corte Suprema de Justicia, en 2013 y 2020, respectivamente).
La dimensión de la heterogeneidad inter-provincial que más acabadamente justifica el uso del adjetivo “regresivo” en el título de este texto, sin embargo, es otra: la económica. Los hechos son claros: prácticamente no existen países en el mundo con el grado de desigualdad en la distribución del desarrollo productivo que tiene la Argentina. El producto per cápita de las provincias más ricas (como Neuquén, Santa Cruz y Tierra del Fuego) es unas cuatro a siete veces superior al de las rezagadas como Chaco, Formosa o Santiago del Estero (nuestras pobres estadísticas públicas no permiten gran precisión al respecto). Para dar una idea de la magnitud de estas diferencias, son las que separan a países como Bolivia, Filipinas, o India, de países como Australia, Canadá o España. Afortunadamente la brecha en el bienestar material de los argentinos es menos aguda, debido a la existencia de políticas nacionales de impacto neto igualador (como las jubilaciones mínimas o la AUH). Pero no deja de sorprender que en un mismo país coexistan provincias con entramados productivos complejos, sectores privados robustos, empresas internacionalmente competitivas y promisorios emprendimientos basados en el conocimiento (como Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Santa Fe) con otras que sobreviven gracias al empleo público (a menudo improductivo), complementado por un sector primario de escaso valor agregado y por trabajadores informales en servicios de baja productividad.
Es particularmente paradójico que estas últimas provincias –con Catamarca, Formosa y La Rioja como versiones más extremas– sean las grandes ganadoras de nuestro federalismo fiscal, estando entre las que más recursos automáticos y discrecionales per cápita reciben (recursos que permiten financiar sus sobrepobladas administraciones públicas). Y a pesar de décadas de ser subsidiadas, de tener acceso libre al mercado consumidor doméstico, y de estar ubicadas en las cercanías de importantes mercados de exportación y/o puertos exportadores, permanecen rezagadas. Trabajos como los de Mauricio Grotz y Juan José Llach muestran que, más allá de estos ejemplos, nuestro federalismo fiscal no ha ayudado a reducir las agudas brechas de desarrollo entre provincias.
Un cierto sentido común, que incluye a algunos economistas y politólogos, adopta una mirada determinista, imaginando que hay misteriosos e inmodificables factores, quizás geográficos o culturales, que hacen que los cordobeses sean creativos e industriosos, mientras que sus vecinos riojanos se contentan con vivir de empleos públicos improductivos, planes sociales o explotaciones rurales de subsistencia. La evidencia internacional no avala esta visión. Algunas de las economías más avanzadas de la tierra han surgido en territorios pequeños y poco dotados de recursos (por ejemplo Holanda, Israel, Japón y Singapur) y/o en países que fueron durante mucho tiempo considerados poco propensos al desarrollo (Corea del Sur, Irlanda). Nuestro propio país brinda ejemplos: la pujante economía mendocina está construida sobre un desierto, mientras que Formosa languidece sobre una tierra productiva y bien regada por lluvias e importantes ríos.
El mencionado sentido común razona en voz alta “como no hay oportunidades de desarrollo en estas provincias, es necesario subsidiar el empleo público”. Otros especialistas, en cambio, ven las cosas exactamente al revés: como están fuertemente subsidiadas, los gobiernos de estas provincias (que han sido denominadas “fiscales” o “rentistas”) desarrollan sectores públicos hipertrofiados que, con su baja productividad y su utilización de recursos humanos (que se restan a la actividad productiva privada), consolidan un equilibrio político-económico subdesarrollado (ver los trabajos de Marcelo Capello y coautores sobre esta cuestión[2]). Una suerte de “enfermedad holandesa” o “maldición de los recursos” subnacionales, no producida por un boom de commodities sino por un boom de transferencias federales. Este enfoque permite explicar la paradoja de que las inversiones asociadas a sectores mano de obra intensivos esquiven a estas provincias, donde si no tuvieran la competencia del sector público tendrían acceso a una tentadora, amplia y relativamente barata fuerza de trabajo.
En resumen, hay motivos para creer que la muy desigual distribución del desarrollo económico en nuestro territorio tiene que ver con la naturaleza de nuestro federalismo. Esta intuición encuentra respaldo en algunos trabajos académicos recientes. Uno de ellos, de Ardanaz y Scartascini[3], demuestra que los países con altos niveles de desproporcionalidad legislativa (como la Argentina, que tiene el Senado más desproporcional del mundo) tienden a tener menor recaudación del impuesto sobre las ganancias de las personas (un tributo de naturaleza claramente progresiva, y que en la Argentina es paradójicamente criticado por el sindicalismo y los partidos de izquierda). Otro trabajo, de Beramendi, Rogers y Díaz-Cayeros[4], argumenta que el federalismo argentino (y los de Brasil y México) favorece las transferencias de la nación a las provincias por sobre las políticas nacionales de redistribución entre individuos, generando resultados socialmente regresivos. El punto central que une ambos trabajos es la idea de que en una federación (y especialmente en una legislativamente muy desproporcional) los incentivos políticos favorecen la redistribución territorial entre unidades subnacionales (a menudo regresiva) por sobre la redistribución progresiva de ingresos entre individuos basada en sus condiciones materiales objetivas (y no en su lugar de residencia). La Argentina, por ejemplo, toma amplios recursos generados por millones de pobres que viven en la provincia de Buenos Aires y los transfiere a provincias ricas (como las patagónicas) o a provincias pobres que usan esos recursos para subsidiar a sus elites (políticos, empresarios contratistas del estado) y clases medias (funcionarios y empleados públicos).
Aunque modificar la estructura federal y la desproporcionalidad legislativa argentinas es extremadamente difícil, sí es posible generar –con claridad de ideas, voluntad política y poder institucional– políticas públicas nacionales que alivien los efectos regresivos del federalismo. El estado nacional controla una serie de importantes partidas presupuestarias y decisiones regulatorias en sectores claves como inversión en infraestructura, educación universitaria, investigación científica, salud y educación, que, orientadas correctamente, tienen el potencial para promover el desarrollo económico y social de las regiones del país que hace décadas no lo generan endógenamente (a pesar de las generosas transferencias federales que reciben). En esto, como en todo, las instituciones deben ser analizadas en conjunto: el federalismo argentino interactúa de formas complejas con las reglas electorales, el poder legislativo nacional, el sistema de partidos, entre otras partes del sistema político argentino. Como nos recuerda Marcela Ternavasio en su ensayo, estos y otros males del federalismo argentino no son nuevos pero, como otros problemas de larga data en nuestro país –piénsese en la inflación, el estancamiento económico, la patrimonialización del estado–, nuestra joven democracia no ha todavía siquiera comenzado a resolverlos.
[1] Ver Gervasoni, Carlos. 2018. Hybrid Regimes within Democracies: Fiscal Federalism and Subnational Rentier States. Cambridge University Press. Para versiones más breves y en castellano, ver Gervasoni, Carlos. 2011. “Democracia, Autoritarismo e Hibridez en las Provincias Argentinas: La Medición y Causas de los Regímenes Subnacionales.” Journal of Democracy en Español, 3, y Gervasoni, Carlos. 2011. “Una Teoría Rentística de los Regímenes Subnacionales: Federalismo Fiscal, Democracia y Autoritarismo en las Provincias Argentinas”. Desarrollo Económico 50 (200).
[2] Por ejemplo ver Capello, Marcelo y Alberto Figueras. 2007. “Enfermedad holandesa en las jurisdicciones subnacionales: una explicación del estancamiento”. Cultura Económica 69 (25).
[3] Ardanaz, Martín y Carlos Scartascini. 2013. “Inequality and Personal Income Taxation: The Origins and Effects of Legislative Malapportionment”. Comparative Political Studies 46 (12).
[4] Beramendi, Pablo, Melissa Rogers and Albertoi Díaz-Cayeros. 2017. “Barriers to Egalitarianism: Distributive Tensions in Latin American Federations.” Latin American Research Review, 52 (4).
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