El día 5 de junio de 2025, y organizado por la Nueva York University, tuvo lugar un encuentro en la ciudad de Buenos Aires que, bajo el título Memorias urgentes, se propuso como un espacio para la reflexión en torno al lugar de la memoria en la escena norteamericana y argentina en estrecha relación con los cambios políticos que están teniendo lugar en ambos países a partir de la llegada al poder de Donald Trump y Javier Milei.
Del encuentro participaron especialistas y referentes del tema memorial tanto de Argentina como de Estados Unidos, quienes expusieron y debatieron en torno a una amplia agenda de discusión centrada especialmente en la inédita coyuntura social, política e ideológica y su impacto en los proyectos memoriales y, en especial, en el campo de los derechos humanos.
El presente texto fue presentado por Rubén Chababo, integrante de LaMesa, en el panel titulado “Instituciones bajo amenaza”, que tuvo como pregunta motivadora para la reflexión: ¿Cuáles son las estrategias que las instituciones pueden utilizar para contrarrestar los ataques a la memoria y la narración de historias difíciles?
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«Paisaje», Eduardo Stupía (2010), técnica mixta sobre tela, 120×160 cm.
Buenas tardes, gracias por la invitación a pensar juntos. Con muchos de los aquí presentes he compartido, a lo largo de los años, y más precisamente, desde comienzos de la década pasada, el interés y el entusiasmo por la construcción y preservación de sitios de memoria. Me encuentro ahora, pasados los años, con una pregunta que hace centro en los ataques a la memoria y las narraciones difíciles.
Como han pedido los organizadores, intentaré responder desde mi experiencia como ex director de un Museo de memoria diciendo que la dificultad de narrar las que se llaman historias difíciles estuvo en el origen mismo de la fundación de muchos de nuestros espacios memoriales, no por falta de voluntad, no por ausencia de responsabilidad cívica, sino por los muchos obstáculos que se debían enfrentar, la mayor parte sin demasiada suerte, cuando se pretendía abordar el pasado en todo su espesor.
No poder enunciar las historias difíciles no es algo que particularmente ocurra ahora, en este momento preciso de nuestra historia. Las preguntas difíciles, en muchos de nuestros espacios memoriales, estuvieron condenadas al exilio ya en los orígenes mismos de esos espacios, y quienes en muchos casos insistimos en que era necesario que ellas ingresaran como aporte necesario para una reconstrucción lo más fiel posible del pasado, no logramos alcanzar ese objetivo.
Los que aprendimos de escuchar y leímos a Héctor Schmucler, a Oscar Terán, a Oscar del Barco, por solo citar a algunos de los autores referenciales en la temática memorial, pensábamos que una verdadera institución dedicada a la memoria de nuestro pasado más doloroso debía ser capaz de alojar las preguntas más inquietantes, pero eso no sucedió. La pregunta por el crimen que nunca debió ser, la pregunta por los ideales de una generación que se plegó a la conquista de la utopía sin medir las consecuencias de sus actos, la pregunta por la responsabilidad de las agrupaciones armadas en la posibilidad de un derrumbe civilizatorio como fue el del golpe de 1976, la pregunta por el número de desaparecidos, que cada vez que era enunciada recibía como respuesta la acusación de estar uno contribuyendo a la relativización del crimen de Estado, la pregunta de por qué estábamos obligados a referirnos a la dictadura como cívica, de por qué estábamos compelidos a nombrar lo ocurrido como genocidio cuando existía una abundante bibliografía que discutía seriamente esta caracterización, la pregunta por los asesinados y desaparecidos antes del golpe, bajo un gobierno constitucional que no dudó en ordenar el aniquilamiento, la pregunta por el lugar que debía tener en la memoria pública el dolor de los familiares de muertos por la violencia revolucionaria, muertes olvidadas o negadas, nunca merecedoras de ningún recuerdo público, la pregunta de por qué la pertenencia sanguínea a las víctimas del terrorismo de Estado habilitaba sin más que algunos fueran escuchados y otros no, que algunas voces fueran autorizadas a decir y otras fueran condenadas al silencio, la pregunta por la pérdida de autonomía de las históricas organizaciones de derechos humanos, algo evidente en su extrema cercanía a las diferentes administraciones gubernamentales, aquellas que a partir de 2003 se apropiaron del sentido de sus símbolos y sus luchas históricas.
Podría seguir enumerando las preguntas inquietantes que se fueron sumando con el paso del tiempo, cuando fuimos comprobando que muchos de los sitios que habíamos rescatado con tanto esfuerzo para una memoria futura eran mayoritariamente territorio de los afectados directos, de los militantes, o de los ya convencidos, pocas veces de la sociedad y siempre de ese público cautivo conformado por las delegaciones escolares. Sitios de memoria convertidos en lugar para las actividades y celebraciones más descabelladas – agasajos, ferias, ensayos de murgas, recitales, perfomances, cursos de gastronomía-, justificada esta desmesura en la discutible premisa que dictaba que “donde hubo muerte debe haber vida”, dándole de ese modo la espalda a lo que seriamente se había discutido en simposios, coloquios y seminarios, muchos de ellos dedicados a pensar cómo abordar, desde una perspectiva basada en la ética, la extrema singularidad de esos espacios. Y cuando se preguntaba la razón de por qué era posible que esto ocurriera, la respuesta era el silencio o la resignación dócil al dictamen de unos pocos.
No hubo espacio en estos años para que estas preguntas traspasaran las paredes de muchas de nuestras instituciones memoriales, como si dejarlas entrar, darles cobijo, hubiera significado atentar contra la memoria que se pretendía resguardar. Sin embargo, estas preguntas ya estaban formuladas en tantos libros, desde Recuerdo de la muerte a Poder y desaparición, pasando por el No matarás o en los ensayos de la Revista lucha armada, Punto de vista o Controversia. Pero ya lo digo, lo que se leía era una cosa, lo que se traducía en las prácticas institucionales, era siempre otra.
La mirada admonitoria de un “nosotros” cuya autoridad devenía de la adscripción acrítica al oficialismo o de la experiencia del dolor – por ser madre, hijo o hermano de un desaparecido, o él mismo un sobreviviente-, logró crear un férreo cerco de silencio y ese silencio fue el que en gran medida habilitó la posibilidad de este derrumbe en el tema memorial.
Porque estos bárbaros que hoy llegaron democráticamente al poder lo hicieron decididos a atacar a nuestras instituciones, lo sabemos, de eso no cabe ninguna duda, pero habría que reconocer que esas instituciones, muchas de ellas, ya estaban vaciadas de sentido mucho antes de su llegada, cuando se eligió la memoria literal por la ejemplar, la consigna estridente por el pensamiento crítico, y cuando se sospechó de cualquier pregunta que no estuviera contemplada dentro del guion establecido.
No soy optimista respecto al futuro de nuestras instituciones de memoria. Hubo un tiempo en el que se pudo construir otra cosa, más inclusiva, más plural, menos mezquina hacia el sentir colectivo. No fue el poder de ningún Estado autoritario el que lo impidió sino la sospecha sistemática sobre el pensamiento crítico, traducido en la resistencia a hacerse cargo de las zonas más inquietantes de nuestro pasado autoritario. Son éstas algunas de las razones, no las únicas, claro, que posibilitaron la emergencia de este panorama desolador, de este derrumbe, en el medio del cual hoy, tristemente, nos encontramos.
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