En este texto, Lucas Martín, indaga en torno a las escasas condiciones existentes dentro del mundo académico para establecer un debate acerca del llamado “pasado reciente”. Siguiendo la traza de una serie de textos aparecidos en nuestro país a lo largo de la última década, y de diversos encuentros (paneles, Seminarios, Coloquios) que nuclearon a especialistas en el tema de la última dictadura, Lucas Martín advierte acerca de las grandes dificultades de algunos investigadores, no solo para abordar zonas álgidas de ese ayer, sino para leer y escuchar atentamente, sin preconceptos, las argumentaciones de quienes, dentro del mismo campo académico, sostienen posiciones disonantes a las consagradas por el mainstream.

 

“La historiografía del pasado reciente cabalga, necesaria u obligadamente, sobre la tensión entre el gesto crítico, propio de la disciplina, y el enfoque empático, tributario de la voluntad de intervención política. Y en ese andar, la tensión no siempre logra sostenerse.” (Carnovale 2018)

Circula, entre quienes nos dedicamos a temas del pasado reciente, un desacuerdo sordo entre quienes creemos que no existe un debate franco y sin tapujos ni estigmatizaciones en la esfera pública sobre ese tema, y quienes consideran que sí existe. En una palabra, un desacuerdo sobre las posibilidades de expresar el desacuerdo (y ser oídos, leídos, y no sufrir algún tipo de represalia o señalamiento). Se trata de un desacuerdo difícil de zanjar con evidencia empírica. Quienes consideramos que no hay discusión sobre el pasado reciente, o que es muy difícil darle lugar, no podemos en principio ofrecer mucha evidencia a favor por la simple razón de que, lo que no es, no deja huella. Quienes en cambio afirman la efectiva existencia de un tal debate, podrán enumerar ejemplos que satisfacen, a su criterio, una idea de debate –evidencia que, va de suyo, no necesariamente ha de ser aceptada como válida por quienes opinamos distinto.

No es mi intención en estas páginas zanjar este desacuerdo. Me interesa en cambio tratar de comprender el problema de la percepción de la dificultad de una discusión, la del pasado reciente, en particular aquella que atañe a una sub-área de ese campo de estudios y que tiene que ver con las respuestas que se han dado al legado criminal de la última dictadura y al modo de comprender ese legado y el pasado cercano en el cual este halla su origen, que acompaña a esas respuestas. O, para decirlo de otra manera, querría tratar de entender, dentro de esa sub-área de trabajo, el movimiento por el cual un hecho, un texto, un argumento adquiere o deja de adquirir el estatus de evidencia sobre la existencia o no de un debate franco, abierto, sin tapujos. 

Como ha sido señalado, estamos ante temas políticamente sensibles sobre los que el mundo académico ha mostrado una porosidad política mayor a la habitual (Carnovale 2018, 2020; Franco 2018; Sabato 2021). Puede suponerse entonces que también las apreciaciones sobre la existencia o no de dicha discusión están teñidas por esa misma impronta de la política.

La tarea no será por cierto sencilla y, por nuestra parte, no podríamos atribuirnos una mirada completa y externa, ajena a todo punto ciego, sin pretender a la vez saltar nuestra propia sombra. Entiendo, en este sentido, que aquello que a mis ojos puede resultar evidente, puede no serlo para el lector, y viceversa. Por estas razones, entre otras que irán apareciendo, me permitiré por momentos ser autorreferencial y el uso de la primera persona del singular, de manera de ofrecer al lector –y a mí mismo como lector de lo que escribo– más herramientas para comprender aquello que se me escapa en la percepción y en el análisis. 

Con el fin señalado, en las páginas que siguen realizaré dos ejercicios. Por un lado, ofreceré un paisaje parcial, personal, de discusiones que tuvieron su inicio en los últimos años pero que se vieron truncadas. Me referiré allí a muy pocas lecturas pero que han sido importantes para mí y que me servirán luego para desarrollar el paso siguiente. Por otro lado, me detendré en el impedimento más conocido para el debate en el reducido pero importante grupo de quienes escriben y hablan sobre el pasado reciente desde el mundo académico, en el gesto más habitual para marcar la frontera entre aquello que legítimamente puede ser discutido y aquello que no porque es considerado ilegítimo: el señalamiento de “ser funcional”, más precisamente en este caso, y puesto que –me adelanto un poco– se trata mayormente de personas que nos identificamos con la izquierda democrática, el estigma de “ser funcional a la derecha”. Esto es: no importa lo dicho en el texto porque aquello por lo cual se lo juzga es su resultado, sus efectos, el molino para el que lleva agua. Y tomo este ejemplo porque creo –deseo creer– que sí hay un consenso en cuanto a que este tipo de argumentación es ajeno al trabajo intelectual y a que el aporte que la comunidad académica o científica pueda ofrecer al debate público es –sea como que fuere que lo definamos– algo bien distinto de ese tipo de consideraciones. 

 

Un posible y parcial nuevo paisaje

Querría comenzar esta descripción con una serie de acontecimientos del mundo intelectual acaecidos una década atrás y que esbozaron un principio de debate que no hallaría continuidad. Por un lado, Claudia Hilb iniciaba en 2010, en unas jornadas de especialistas en Hannah Arendt [1], un debate sobre el lugar de la justicia, la verdad y la responsabilidad en la respuesta argentina al legado criminal de la última dictadura con una argumentación trabajada sobre el contraste con el proceso de salida del apartheid [2] en Sudáfrica. Esa y otras sucesivas intervenciones sobre lo que, por comodidad, llamaré nuestra “justicia transicional” serían publicadas más tarde en revistas científicas y reunidas en el libro Usos del pasado. ¿Qué hacemos con los setenta? [3] Por esa misma época, en diciembre de 2011, organizamos junto a Claudia Hilb y Philippe-Joseph Salazar el Primer Seminario Internacional Nuevos comienzos democráticos: justicia, verdad y reconciliación en Argentina, Uruguay y Sudáfrica en el Instituto Gino Germani. Fueron invitados a ese coloquio investigadores, actores e intelectuales destacados, dispuestos a participar del debate que anunciaba el título y cuyo aporte, podíamos imaginar a priori, consistiría en ofrecer perspectivas no coincidentes con la nuestra. Participaron de ese encuentro Graciela Fernández Meijide, Emilio Crenzel, Carolina Varsky, Aldo Marchesi, Patricia Tappatá Valdez, entre otros. Algunas de las exposiciones de ese seminario, y otras de investigadores posteriormente invitados por los editores, fueron incluidas más tarde en el volumen Lesa Humanidad. Argentina y Sudáfrica: reflexiones después del Mal (Katz, 2014). 

Quiero señalar que participé en las dos escenas de debate, las jornadas arendtianas de 2010 y el seminario internacional de 2011, y creo no equivocarme si digo que lo que pudo presenciarse en ambos encuentros fue un hecho intelectual, quiero decir, la puesta en común de ideas que nos obligaban, a los presentes, a interrogar nuestras propias certezas, que iluminaban zonas de nuestro pensamiento a las que no habíamos tenido del todo acceso hasta ese momento de intercambio y que nos dejaron, al final del encuentro, con una inquietud movilizadora antes que con un conjunto de verdades y conclusiones. Ciertamente no puedo hablar en nombre de todos los asistentes pero tengo para mí que en esos distintos días aprendimos muchísimo, aparecieron nuevas preguntas e ideas, experimentamos la aventura del pensamiento. Entre esas jornadas y la salida de los libros y los artículos, transcurrieron, como suele suceder, un par de años. Esperábamos –al menos yo esperaba– que algo de aquella experiencia extraordinaria pero circunscrita en tiempo y espacio pudiera extenderse y nutrir un debate amplio, pero no fue eso lo que sucedió. 

Por esa misma época, en 2012, salieron dos libros que, en mi opinión, tienen la doble virtud de poner en escena la dificultad para el debate y, a la vez, dar un paso hacia la discusión. Un enemigo para la Nación, de Marina Franco (FCE, 2012) y Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez (Capital Intelectual, 2012). El primero, una sobria y robusta investigación histórica sobre las líneas de continuidad que se tendieron entre el gobierno peronista de 1973-1976 y la posterior dictadura; el segundo, un diario personal ficcionado, nacido de un blog homónimo, en el que, con una combinación de humor y drama, con un tono de ironía responsable, se desacraliza el lenguaje de los organismos de derechos humanos y se expone, entre otros problemas, la falta de debate en ese mundo. Ambos libros abordan temas sensibles: el de Franco, la responsabilidad que le cupo al peronismo, y al propio Perón en primer lugar, en la génesis del terror de Estado; el de Pérez, la dificultad de dar lugar a  desacuerdos relevantes en el mundo de los derechos humanos, ocultada bajo un manto de ritualidad y de corrección política. También ante la aparición de estos dos libros, esperé que se diera inicio a algún tipo de discusión. Hasta donde he podido saber, tampoco sucedió así en esta ocasión: ambos libros fueron celebrados sin más. [4]

Del libro de Mariana Eva Pérez, apenas diré que, en el recorrido de mis lecturas, ocupó un lugar muy importante, al punto tal que, quizás exageradamente, supe situarlo entre los tres libros que, siempre desde mi punto de vista, habían marcado un quiebre, por su importancia, su originalidad, por lo que contenían, en la historia bibliográfica de nuestra comprensión del pasado de violencia: el Informe Nunca Más, de la Conadep, El Vuelo, de Horacio Verbitsky y Adolfo F. Scilingo y Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez significan, a mis ojos, tres inflexiones en la comprensión del pasado reciente y su legado. Del libro de Marina Franco, más allá de su importancia historiográfica, me interesa recuperar, a los fines de las preocupaciones que motivan este texto, el prólogo, donde explicita y responde a las dificultades para el debate sobre el pasado reciente en virtud de la carga política presente que acompaña a sus temas. Y esto me conduce al siguiente punto.

 

La  funcionalidad de los otros

En la introducción al libro Un enemigo para la Nación, Marina Franco expone la crítica de la funcionalidad que había recibido por su trabajo: 

“Se me ha dicho que algunas de las evidencias empíricas expuestas en este trabajo y sus interpretaciones derivadas podrían acercarme a algunas de las tesis sostenidas por quienes defienden lo actuado por las Fuerzas Armadas durante la dictadura militar o sienten cierta empatía comprensiva con ello. Por ejemplo, la demostración del continuo relativo a la escalada represiva legal y pública entre el Estado peronista y el Estado militar; la comprobación del consenso y la ‘solidaridad’ de amplios sectores políticos civiles con las Fuerzas Armadas, a las que convocaron y consideraron única salida contra la violencia ‘subversiva’; la responsabilidad política de las organizaciones de la guerrilla al contribuir de manera imparable a la espiral de violencia.” (p. 31) 

Ante esos señalamientos, Franco afirma que su objetivo es la “verdad histórica”, que rechaza la “manipulación” y que eso deja “en evidencia hasta qué punto las necesidades de una ‘memoria democrática’ postautoritaria y la izquierda política e intelectual –con la que me identifico– han obliterado ciertos aspectos del pasado” (Franco 2012, 32). Y pese a esta diáfana aclaración de que las reglas del método historiográfico no pueden tomar a su cargo todo aquello que los actores políticos han evitado revisar y poner en discusión, Franco se ve en la obligación de añadir que el hecho de que algunos de los argumentos propios de los sectores afines con el terrorismo de estado hallaren “veracidad histórica” en su trabajo no la hace a ella, ni hace a su libro, partícipes de justificación alguna, y que nada de lo que ella escribió en su libro modifica la responsabilidad de las fuerzas armadas (Franco 2012, 32-33).

Franco deja de ese modo constancia, en el prólogo de su libro, del más común de los obstáculos que las posiciones políticas elevan contra el trabajo de investigación y reflexión sobre el pasado reciente, el de tratar de delimitar el campo de estudios por motivos políticos del presente. La expresión no es utilizada por la autora, pero dicho obstáculo se expresa en el viejo cliché que denuncia, en un texto, en una hipótesis, en la exhibición de una evidencia o el enunciado de un argumento o una interpretación, que “es funcional” a la derecha, a los apólogos de la dictadura, etc.[5]

Unos años más tarde, en un artículo publicado en 2018 bajo el título de “La última dictadura argentina en el centro de los debates y las tensiones historiográficas recientes”, Marina Franco vuelve sobre el tema para analizar la estrecha relación entre el campo de la historia reciente y el debate político presente, la “altísima politicidad” de ese campo historiográfico (2018, 140)[6]. Allí Franco da cuenta de la “permeabilidad” política de la historiografía, del peso del presente político sobre el trabajo sobre el pasado, en tres tópicos: la caracterización del crimen (en particular, la pretensión de denominarlo genocidio), la del régimen (dictadura cívico-militar) y el debate sobre justicia, verdad y derechos humanos. Quiero detenerme aquí solo en el tercer tema, el cual me atañe directamente y que conozco un poco más de cerca, y también porque respecto de los otros dos tópicos creo coincidir plenamente con la autora y, tal vez por esa razón, encuentro que la reconstrucción que hace de ellos es, si puedo decirlo así, justa y válida.

En la reconstrucción que Franco hace de ese “debate” sobre justicia, verdad y derechos humanos, tuve la sensación de que lo poco que yo había escrito al respecto había tenido una recepción que me resultaba totalmente extraña, es decir, no me reconocía en la descripción (por cierto somera, como en toda nota bibliográfica) de lo que yo había puesto por escrito. Y lo mismo me sucedía respecto del modo en que la autora restituía los trabajos de colegas con quienes había colaborado y compartía interpretaciones y análisis.

Para decirlo con otras palabras: en su análisis de la dificultad que existe para dar curso a un debate sobre el pasado reciente, el artículo de Franco exhibe –desde mi punto de vista– la dificultad que tenemos para leernos mutuamente de la mejor manera posible y para, sobre ese zócalo, alimentar con las herramientas que nos da la profesión académica una conversación pública y abierta, respetuosa pero sin tapujos, sobre temas difíciles y sensibles para nuestra sociedad –y exhibe también, inversamente y de manera notable, la facilidad con la que, en cambio, las más diversas manifestaciones y escritos con pretensión académica siguen el orden del discurso de la disputa política de coyuntura.

Para justificar mi punto de vista, me detendré, a los fines de la brevedad, solo en dos ejemplos: la construcción de grupos o de “voces” –que entiendo es lisa y llanamente delimitada por criterios políticos, no académicos– y la descripción de las tesis supuestamente sostenidas por mí y por colegas.  

Respecto de la caracterización de las voces, Franco atribuye “cuestionamientos al proceso de justicia como política de derechos humanos” impulsado a partir de mediados de los años 2000 a dos grupos. Por un lado, a “sectores de la derecha política” en los que se enumeran dos universidades privadas, la Universidad de San Andrés y la Universidad Católica Argentina, el diario La Nación y al historiador Luis Alberto Romero. No estoy seguro de compartir por completo esta descripción ni tengo en claro los criterios que definen al conjunto. Puedo suponer que el uso que hiciera el diario La Nación de las dos actividades organizadas por las dos universidades privadas a que se hace referencia tiñó la reconstrucción de Franco[7]. En todo caso señalo que la charla “Derechos Humanos y castigo: las discusiones pendientes” organizada por la Universidad de San Andrés en agosto de 2015 contó con la participación de intelectuales que difícilmente podrían ser enrolados sin alguna explicación extra bajo la etiqueta “sectores de la derecha política”[8]: Marcelo Alegre, Graciela Fernández Meijide, Sam Ferguson y Robert Barros, por mencionar aquellos que me resultan más familiares, no se reconocerían, querría creer, y no los reconozco yo, en esa descripción y, en cualquier caso, han sostenido notorias posturas que distan mucho de poder ser asociadas sin más a la derecha.

El segundo grupo al que Franco atribuye “cuestionamientos” a la política de derechos humanos del kirchnerismo es caracterizado del siguiente modo: “[d]esde otro lugar distinto, pero con efectos coincidentes, posiciones intelectuales asociadas a la izquierda y el progresismo y activos participantes de las discusiones académicas sobre historia reciente, comenzaron a plantear que la búsqueda de justicia en la Argentina había ido en detrimento de la obtención de verdad.” (Franco 2018, 154, el énfasis es mío). Quienes aparecemos enumerados en este segundo grupo –básicamente, Claudia Hilb y yo mismo, aunque más adelante se hace mención a Hugo Vezzetti y Vera Carnovale– podríamos hallar satisfacción en el reconocimiento que se hace de nuestra pretensión de adscribir a los ideales de la izquierda –con la que nos identificamos, como también se identifica Marina Franco, según cuenta en el prólogo que citamos arriba–. Pero también podemos hallar, por razones que exceden las identidades políticas y que tienen que ver con el problema que tratamos en estas páginas, frustración, tan pronto leemos la expresión “con efectos coincidentes” (con la derecha)[9].

En un texto que desde el inicio y a través del resto de sus páginas hace una reivindicación de la tarea historiográfica, de la importancia de sus exigencias conceptuales y metodológicas para mejorar el debate público, en un texto escrito por alguien que, tal como narra en el prólogo de 2012, debió afrontar personalmente la acusación de que su trabajo podía ser funcional a la derecha, la restitución de las posiciones en un debate en los términos que acabamos de reproducir constituye, al menos a mis ojos, una mala noticia, y es un signo de la dificultad que tenemos para leernos y para debatir.

Esto me lleva al segundo ejemplo de esta dificultad de lectura, esto es, según anticipé, a la redescripción de las tesis e hipótesis y preguntas que hemos puesto por escrito. 

La sieste, Pablo Flaiszman (Técnica: Aguafuerte – Aguatinta)

 

El trabajo de la impermeabilidad de un campo

Apenas me detendré en dos de los fragmentos dedicados a la breve restitución de nuestros argumentos. Franco afirma que, por nuestra parte, sostenemos que “los juicios llevados adelante en la Argentina en los años 2000 están atravesados por una serie de procedimientos arbitrarios, en diferente medida violatorios de las garantías de los acusados o irrespetuosos de las necesidades de las víctimas (HILB, 2013; 2014b; 2015; HILB, SALAZAR Y MARTÍN, 2014; MARTÍN, 2014; MARTÍN, 2016)”. Debo decir que tuve que revisar los textos citados, mis propios textos entre ellos, para tratar de encontrar en qué punto nuestro intento por abrir signos de interrogación sobre certezas cristalizadas en torno al tratamiento del pasado criminal podía ser descrito en los términos de una denuncia judicial o cuasi-policial sobre “procedimientos arbitrarios (…) violatorios de las garantías de los acusados”[10]. Y no podríamos reconocernos en ese lenguaje, en primer lugar, porque no investigamos –mis colegas y yo y, lamentablemente, nadie hasta donde he podido averiguar– el respeto o no de los procedimientos judiciales. Nos ocupamos en cambio de los fundamentos políticos de decisiones dilemáticas (esto es, imperfectas, en las que siempre se renuncia a algo), de los “argumentos metajurídicos” sobre los que se ha elaborado una nueva legitimidad para la continuación de los juicios, y sobre el trabajo de comprensión del pasado reciente y su legado que se pone en escena a la par de esos fundamentos y argumentos. Y en tanto y en cuanto se trata de un fenómeno novedoso, de un cambio en la jurisprudencia, del recurso a la excepcionalidad en el derecho o del establecimiento de nuevas bases legales para juzgar a los perpetradores, bases distintas de aquellas a las que estábamos habituados, en tanto y en cuanto esto es así –y creería estar describiendo algo del orden fáctico sobre lo cual existe acuerdo–, creemos que es necesario y posible un debate sobre el tema, y revisar nuestros juicios e interpretaciones sobre el pasado anterior, sin que se juzgue nuestras posiciones por sus “efectos” y con la esperanza de que, antes que nuestras conclusiones, sean atendidas nuestras preguntas, entendidos nuestros planteos y escrutados nuestros argumentos.

¿Cuáles son los “efectos”? Franco no lo explicita. Se da por sobreentendido que por alguna razón son coincidentes con las voces de la derecha[11]. Pero si retomamos la preocupación por la permeabilidad política del trabajo sobre el pasado reciente que deja ver en el prólogo de 2012, y también en las otras secciones de este texto que ahora analizamos, podemos preguntarnos si esos efectos no son en verdad vehiculizados, o incluso inventados, por el modo en que ella misma restituye nuestras posiciones. En este sentido, habrá de notarse que el contexto en el que Franco inscribe nuestros trabajos halla su cifra en el año 2015, con la victoria de una coalición de centro-derecha por sobre el candidato del gobierno kirchnerista. A ese año pertenece la casi totalidad de las referencias que toma de “sectores de la derecha política” –los artículos de La Nación, los coloquios de la UCA y de la UdeSA. La gravitación política de ese año lleva a un desplazamiento en la reconstrucción del contexto. Si como describí anteriormente, buena parte de lo que hemos estado escribiendo se remonta a comienzos de la década, esto es,  un tiempo contemporáneo con la salida de Un enemigo para la Nación, ¿por qué no consignar ese dato? ¿No habría cambiado el paisaje, las descripciones y caracterizaciones de haber incluido su propio libro en un texto que se preocupa por la “alta politicidad” de un mismo campo de estudios –una preocupación ya presente en el citado prólogo del libro? Podrá decirse que su libro está dedicado a un tema diferente; y por otra parte no ignoro que es posible rastrear incluso en esos años previos posiciones similares a las que Franco atribuye a la derecha en torno del año 2015 (en mayo de 2012, por ejemplo, la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia cerraba la Feria del Libro de Buenos Aires con un panel en el que oponía la concordia a los juicios, y promovía ese evento durante la víspera,  en una emisión del programa de tv Hora Clave). Aun así, ¿no podríamos alegar, como Franco en 2012, que la comprensión histórica de un período complejo –el nuestro– no puede quedar oculta “por las necesidades políticas post-dictatoriales del presente y del pasado” (Franco 2012, 33)? Y si nos mantenemos en ese año largo e intenso de transición que tuvo lugar entre 2015 y 2016, ¿por qué no rememorar, a la par de los coloquios de las “universidades privadas”, el encuentro internacional “Dilemas de la memoria” organizado por la Universidad Nacional de San Martín, realizado en septiembre de 2016 en ocasión de la visita de la escritora Antjie Krog con motivo de haber publicado, la editorial de esa casa de estudios, la traducción de ese gran libro suyo que es Calavera de mi país. La culpa, el dolor y los límites del perdón en la nueva Sudáfrica –evento en el que participamos integrantes de la izquierda académica, tanto aquellos que llevamos adelante investigaciones con “efectos coincidentes” con la derecha, como los que no, y también Marina Franco?[12]

Querría concluir, a los fines de la brevedad, refiriéndome al modo en que también es descrita la recuperación que hemos hecho de la experiencia sudafricana. Marina Franco escribe: “varias voces sostienen que el modelo sudafricano de reconciliación y perdón[13] –a partir de lo hecho por la Comisión de Verdad y Reconciliación (CNV) [sic] en ese país– habría sido más efectivo que el modelo argentino centrado en la justicia y la ‘judicialización del pasado’, pues este pagó un ‘alto precio en verdad’” (2018, 154-155); y luego, al momento de dar cuenta de las críticas dirigidas a esta comparación, opina que, en ellas, “se puso en evidencia (…) [que]  no se trata de la elección entre uno y otro modelo sino de la comprensión histórica de los caminos que llevaron a cada una de esas salidas.” (id., 156, énfasis agregado). Dicho de manera resumida, para Franco sería evidente que nuestro trabajo puede ser descrito como la opción por un “modelo” que consideramos efectivo –el sudafricano– en detrimento de otro –el argentino– que no lo sería, y en esa opción estaríamos descuidando, o algo peor, ¿perjudicando?, el trabajo de comprensión histórica.

¿Puede ignorar Marina Franco que en el texto que indica como referencia para su descripción Claudia Hilb haya puesto en un mismo nivel como “ejemplo(s) más extraordinario(s)” a la experiencia sudafricana, en cuanto a la búsqueda de la verdad, y a la experiencia argentina, en cuanto a prosecución de la justicia penal, y que, punto seguido, reconoce que la opción sudafricana implicó “un sacrificio, una pérdida, en justicia” mientras que la opción argentina supuso “cierto sacrificio, cierta pérdida, en verdad” porque se había “logrado establecer inequívocamente una verdad suficiente” para el establecimiento del crimen y la condena de sus responsables?[14] ¿Puede dejar de lado el dato elemental de que la diferencia entre los dos casos no es la existencia o no de juicios, porque en el proceso de salida del apartheid hubo efectivamente juicios y toda la eficacia que pudo tener dicho proceso dependió de esa misma amenaza de prosecución penal (que por cierto no tuvo continuidad) que servía de estímulo para que los perpetradores solicitaran una amnistía a cambio de contar toda la verdad? Hemos escrito sobre esto en los textos citados.

Para ceñirnos a las páginas del texto de referencia a las que explícitamente remite Franco (Hilb 2013b, 104 y ss.), ¿no podía tomarse nota del reconocimiento que hace Hilb de un consenso común, que hace suyo, basado en los juicios?, ¿no podía, a la par, reconocerse en la importancia dada en esas páginas a la responsabilidad que cupo a otros actores en el advenimiento del terror, en la necesidad de “comprensión”, es decir, en una inquietud semejante a la que uno puede encontrar en Un enemigo para la Nación? Por nuestra parte, en cada prólogo, en cada artículo o libro, en cada proyecto de investigación, una y otra vez hemos afirmado que no se trata de optar por un modelo u otro, que nuestro objetivo es comprender y abrir nuevas preguntas ante certezas cómodas, demasiado cómodas, demasiado políticamente cómodas –porque, qué duda cabe, estamos hablando de la altísima permeabilidad política del trabajo académico en estos temas, de tratar de abrir debates allí donde los prejuicios de la política trabajan la impermeabilidad de un campo de estudios y de una zona de nuestra historia. Aunque más no sea porque leímos y analizamos el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica (y también publicamos la traducción de fragmentos de ese Informe; ver Martín 2017), no habríamos podido jamás haber planteado una alternativa tan obtusa –la que se nos atribuye–. Porque, en efecto, en dicho Informe puede leerse algo que hemos repetido, evocado y parafraseado, esto es, que aun cuando “hay lecciones que se pueden aprender de [esa] experiencia”, “el modelo sudafricano no puede ser aleatoriamente impuesto sobre otras sociedades[15].

En fin, no se nos escapa que, una vez publicados, los textos ya no pertenecen a sus autores. No se trata, por tanto, de aspirar a una suerte de lectura fiel a la voluntad del autor. Pero la hermenéutica también tiene sus reglas, reglas básicas accesibles a cualquier lector. Texto en mano, tengo para mí que la lectura que se ha hecho de nuestro intento por abrir nuevas preguntas y revisar viejas posiciones ha sido injusta y equivocada. Y no me refiero con exclusividad al citado artículo de Marina Franco, que es, dentro de lo poquísimo que se ha escrito en respuesta a nuestro trabajo, acaso el mejor texto –un fragmento de texto, en verdad. Creo además que el tipo de lectura que se ha hecho puede explicarse por el apresuramiento que la política impone para fijar posiciones públicas, por el plazo mucho más corto que domina el terreno de la acción en contraste con el tiempo más largo que requiere la tarea intelectual de una lectura hospitalaria y crítica. En este sentido, creo que una de las dificultades más grandes para dar lugar a debates sobre el pasado reciente –debates incómodos para nuestras posiciones políticas– es esta carencia de tiempo dedicado a la lectura paciente[16].

Añado un dato que viene en apoyo de esta última hipótesis: de los 23 textos de referencia utilizados por Franco para dar cuenta de estos “debates”, ocho son artículos de prensa; nueve, textos de investigación; cuatro son notas de opinión o editoriales en revistas académicas o de divulgación científica; los dos restantes, declaraciones políticas. Ahora bien, la mayor parte de los textos académicos (7 de los 9) corresponden a las argumentaciones “con efectos coincidentes” con la derecha, mientras que la gran mayoría de las notas de prensa (6 de 8) son respuestas a dichas posiciones, con las que Franco acuerda (las dos notas restantes de prensa son de autoría del historiador Luis Alberto Romero). Las cuatro notas académicas de opinión, a su turno, se distribuyen en mitades; las declaraciones, en cambio, son reacciones producidas por “la mayoría de los investigadores y centros de investigación del país sobre el tema de la dictadura” (Franco 2018, nota 23, p. 155). La ostensible relación inversamente proporcional entre la producción académica, de un lado, y la intervención política, del otro, entre el tiempo largo del debate académico y el tiempo corto de la acción, da cuenta, a mi entender, del trabajo político en la impermeabilidad de un campo académico y, como dije, de la ausencia de una lectura académica atenta.

 

 

[1]“Justicia, reconciliación y perdón: ¿cómo fundar una comunidad después del crimen?”, Lecturas de Arendt. II Jornadas Internacionales Hannah Arendt, 10, 11 y 12 de noviembre de 2010, Universidad Nacional de Córdoba. Una versión más extensa había sido presentada un mes antes en otro coloquio sobre Arendt en Cali (Hilb 2013a).

[2]El texto sería luego publicado en 2013 en la revista Discusiones, de la Editorial de la Universidad Nacional del Sur, con una respuesta de Diego Tatián y una respuesta a la respuesta de Claudia Hilb y luego en el volumen Lesa humanidad (Hilb, Salazar y Martín 2014). 

[3]Ver Hilb 2010, 2011a, 2011b, 2013a, 2013b.

[4]Reconozco que en mi escueta enumeración soy injusto con otros libros que han abierto debates y que también han sido muy importantes para mí. Menciono apenas algunos que salieron a la luz por la misma época, un poco antes, un poco después: Los combatientes. Historia del PRT-ERP, de Vera Carnovale (Siglo XXI, 2011), Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos, de Hugo Vezzetti (Siglo XXI, 2009), Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión, de Ana Longoni (Grupo Editorial Norma, 2007), Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, de Hugo Vezzetti (Siglo XXI, 2002) y Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, de Pilar Calveiro (Colihue, 2001).

[5]Sobre este tema, recomiendo Carnovale 2020 y Hilb 2018.

[6]Tomo este texto porque su autora es una respetadísima historiadora –una de las mejores de su generación, diría– sobre cuya calidad profesional nadie haría recaer duda alguna y con quien comparto en buena medida, según creo, los mismos principios sobre la profesión académica y similares posiciones políticas.

[7]Ver las notas citadas por la autora: “En la UCA, un pedido por la memoria y la reconciliación” (La Nación, 16/08/2015), y “Cuestionan el procedimiento de los juicios por lesa humanidad”, (La Nación, 20/08/2015). Ver también las notas editoriales “Memoria y reconciliación” (La Nación, 16/08/2015), y “Reconciliación, indultos y amnistías” (La Nación, 21/08/2015)

[8]Algunas de las exposiciones fueron publicadas en la revista #Justicia de la Universidad de San Andrés, consultable on-line. Esta fuente no es citada en la reconstrucción que realiza Franco. Respecto del coloquio “Una reflexión sobre los años ’70: de la lógica del enfrentamiento a una cultura del encuentro”, organizado por la UCA, participaron del panel Jorge Casaretto (obispo emérito de San Isidro); Norma Morandini (senadora nacional) y Arturo Larrabure (hijo del coronel Valle Larrabure, muerto cuando estaba en cautiverio en manos del PRT-ERP en 1975) y Marco Gallo (director de la cátedra de la UCA). Para una descripción de esta actividad que dista al menos del tono, creo, que se le dio en las notas de La Nación (que son la fuente de referencia de Franco, aparte de las declaraciones de historiadores en reacción a esos eventos), puede consultarse Poretti 2015.

[9]Un tema derivado, en verdad lógicamente primero, que también nos habla de la impermeabilidad del campo de la historia reciente y que merecería análisis pero en el que no podría detenerme en estos párrafos es el de la concepción restrictiva que esta mirada parece abrigar de la conformación de un espacio de debate público sobre asuntos comunes: ¿tiene la derecha vedada la voz? ¿la izquierda solo debe debatir con la izquierda, o con quienes son funcionales a la izquierda, los temas sensibles que importan a la sociedad? ¿es imposible imaginar un debate argumentado en el que, en el proceso de discusión, alguien de “derecha” hallase razón en lo que sostiene alguien de “izquierda”, y viceversa?

[10]Puedo conceder que sí he planteado un descuido respecto de las víctimas en virtud de la preeminencia de la justicia retributiva en la Argentina –aunque no creo que mi planteo pueda también resumirse en el giro acusatorio de ser, los juicios, “irrespetuosos de las necesidades de las víctimas”. Pero se trata de un aspecto distintivo de ese tipo de justicia, según ha sido señalado, creería casi sin desacuerdo alguno, en la literatura sobre justicia transicional. Tampoco es algo del todo novedoso si miramos la literatura sobre la experiencia argentina –ver Elizabeth Jelin (2005, 541-542) sobre el condicionamiento que impone el formato judicial sobre los testimonios de las víctimas.

[11]Quiero insistir en que el anatema de un discurso “funcional” (a la derecha) es extendido y solo he tomado un caso. Para un ejemplo reciente y a mano, puede verse la nota de opinión “El asesinato del Padre Mugica: certezas y dudas (y errores), una respuesta a Hugo Vezzetti” de Esteban Pontoriero, Juan Besoky y Carlos López de la Torre, publicada en www.elDiarioAR.com. En ese texto que interviene en una discusión sobre la violencia política de los años 70, y en el que los autores, tres historiadores, escogen una pedagogía del método como estrategia retórica, en ese texto, digo, no pueden evitar enunciar una cercanía entre su interlocutor -Hugo Vezzetti- y la dirigente Patricia Bullrich y el periodista Ceferino Reato -que, se da por sobreentendido en el texto, pertenecen a la derecha política. 

[12]No he encontrado que el diario La Nación se refiera a este evento como sí a los otros reseñados. Puede consultarse el programa del workshop aquí

[13]No puedo detenerme aquí a analizar lo que tal vez solo sea una errata. Sin embargo es necesario señalar dos omisiones: la Comisión o el proceso sudafricano se denominan de “verdad y reconciliación” y no de “reconciliación y perdón”, como apunta Franco; explícitamente, voluntariamente, el perdón (su pedido, la eventual concesión) no formaba parte de las condiciones para incorporarse al proceso guiado por la Comisión de Verdad y Reconciliación. Y aunque hubo escenas de perdón, como relató Antjie Krog en su paso por la Argentina, ellas transcurrían en general en la intimidad, eran resguardas de la mirada pública. 

[14]Las citas son de Hilb 2013, 93-95, el resaltado es mío.

[15]Informe del Comité de Amnistía, Volumen 6, Sección 1, Capítulo 5, “Algunas reflexiones sobre el proceso de amnistía” (ver fragmentos publicados en Martín 2017). Querríamos creer, además, que cualquier lector nuestro podrá constatar que nunca trabajamos sobre la base de “modelo” alguno aplicable a una realidad política cualquiera.

[16]Los ejemplos que dan cuenta de descuidos metodológicos en la lectura, y de la necesidad de devolver tiempo a la lectura de las posiciones de otros con los que a priori no acordamos, son, lamentablemente, numerosísimos (y no nos percibimos ajenos a ello). Traigo un ejemplo tal vez exagerado. En una nota de opinión publicada en una revista académica, el historiador Marcelo Starcenbaum (2013) realiza una crítica, bastante virulenta aunque poco rigurosa, del libro Usos del pasado de C. Hilb. Allí señala, v.gr., que en la crítica que la autora dirige a la reivindicación contemporánea de la militancia revolucionaria de los 70 se ignoran las particularidades de las representaciones posteriores a 2003. Este señalamiento es recuperado luego en otra nota de opinión (en la misma revista académica) por Alejandra Oberti y Roberto Pittaluga (2016) y, a su turno, refiriéndose al mismo tema, dicha nota es citada por Marina Franco en el texto que aquí analizamos. Que el texto de referencia (Hilb 2013c), incluido ciertamente en una compilación de artículos en 2013, haya sido publicado originalmente en 2002, escrito probablemente en 2001, y que, por tanto (conviene aclarar), nada podría afirmarse allí sobre la posteridad, sobre todo aquello que podía suceder dos años, cinco años, más tarde, este dato elemental y a mano (figura en el propio libro) es algo que ha escapado a la lectura y a la cadena de citas.

 

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