En los últimos años y desde distintos ámbitos académicos, se ha señalado la existencia de una ola negacionista en Argentina. En esta nota, Lucas Martín critica la consistencia de esa afirmación y abre un interrogante sobre las razones de un efectivo malestar respecto de los derechos humanos en el país.
Un problema novedoso parece haber irrumpido en el debate sobre el pasado reciente en Argentina: el negacionismo. Nunca faltaron apologistas y relativizadores de los crímenes de la última dictadura, y las ideas que estábamos acostumbrados a discutir eran aquellas que giraban en torno de la “teoría de los dos demonios” y, en menor medida, aquellas que hablaban de una “lucha (o una ‘guerra’) contra la subversión”, que muy pocos defendían. Ninguna de esas dos visiones, como puede claramente inferirse del nombre que las designa, negaba hechos. El negacionismo nunca constituyó una preocupación especial; parecía no existir o no poseer una consistencia suficiente que le diera visibilidad. Esto parece haber cambiado muy recientemente según nos alerta una serie de señalamientos provenientes de ámbitos académicos.
Cuatro son los pronunciamientos públicos provenientes de la academia contra expresiones negacionistas a los que me refiero. El primero, un dictamen del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en 2012, que denegaba la admisión a su programa de enseñanza en las cárceles a condenados e imputados por crímenes de lesa humanidad en razón de sostener éstos tesis negacionistas[1]. El segundo, una declaración de marzo de 2017 de parte un grupo de historiadores en la que se denunciaba las expresiones “negacionistas y relativizadoras” realizadas por funcionarios del gobierno ungido en las urnas en 2015. El tercero y el cuarto, son dos charlas públicas realizadas, una de ellas, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA (y coorganizada por la Universidad de Tres de Febrero) a fines de junio de 2017 bajo el título “Desafíos en Derechos Humanos en la nueva etapa. Negacionismo”, y la otra, en la Universidad Nacional de La Plata, el 21 de marzo de 2017. En ambas se señalan las mismas expresiones que en la declaración de los historiadores y por eso nos concentraremos en ellas.
¿Cuál es la evidencia que acompaña a estas denuncias? En el dictamen aludido en primer lugar, no aparece mención alguna de expresiones realizadas por los encausados o condenados. Simplemente se afirma que ninguna comunidad –y, por tanto, tampoco la UBA– admitiría en su seno a quienes “victimizaron” a sus miembros y a quienes “de antemano, se sepan sostenedores de un discurso negacionista”[2]. Dado que, antes de afirmar eso, el mismo dictamen reconoce el derecho de defensa que asiste a un acusado de delitos y que, podemos suponer, se refiere con ello al derecho a no declarar en su contra en un juicio, podemos inferir que la negación a la que se alude coincide con la no confesión de los propios crímenes, con la negativa a brindar información sobre el destino de sus víctimas, etc., es decir, no parece referirse –y esto importará luego en nuestro análisis– a la negación de la existencia misma de los hechos.
Las otras dos manifestaciones académicas se refieren a las siguientes declaraciones de parte de distintos funcionarios: «No hubo 30 mil desaparecidos, se arregló ese número en una mesa cerrada»; “No tengo idea [si fueron 30 mil]. Es un debate que no voy a entrar si son 9 mil o 30 mil” a lo que siguió una mención de “esa guerra sucia”; «No es lo mismo 8.000 verdades que 22.000 mentiras», seguida de la manifestación de desacuerdo respecto de la noción de “plan sistemático” y su sustitución por un “caos”, o “un modelo caótico de conducción de la guerra”; “[en el gobierno] tenemos otras agendas de derechos humanos que tienen que ver (…) con los derechos humanos de los que están vivos”; finalmente, a la lista se suma una declaración previa de M. Macri, cuando avanzaba en su aspiración a la presidencia, en la que hablaba de “curros” ligados a los derechos humanos y que trascendió, apenas modificada, como la sentencia “el curro de los derechos humanos”
¿Estamos frente a un fenómeno negacionista? Repasemos, para responder, qué significa el término[3]. El negacionismo fue, originariamente, un movimiento de opinión que, con algunos antecedentes en la inmediata posguerra, cobró forma hacia fines de la década de 1970, impulsado desde ámbitos académicos, en particular en Francia. Su rasgo distintivo era que negaba la existencia del genocidio nazi y señalaba a la historia de la Shoah como una mentira promovida por los propios judíos. En 1987, el historiador francés Henry Rousso bautizaría a ese movimiento, hasta entonces conocido como “revisionismo”, con el nombre que ha trascendido hasta hoy: negacionismo.
Los negacionistas no son, por tanto, los criminales directos, ni tampoco los colaboradores, aun cuando algunos hubieren frecuentado los mismos círculos. Los criminales podían negar que el hecho fuera delito, que hubieran tenido ellos mismos conocimiento de su existencia o que hubieran tenido alguna responsabilidad al respecto, pero no negaron nunca la existencia misma del hecho. Por eso puede decirse que ni los criminales directos fueron negacionistas ni los negacionistas fueron responsables del genocidio nazi (de hecho, uno de los primeros y más conspicuos negacionistas, Paul Rassinier, había integrado la Resistencia contra la ocupación nazi en Francia y había sido detenido por la Gestapo y luego deportado primero a Buchenwald y luego a Dora)[4].
Por lo tanto, encontramos dificultades para apreciar un discurso negacionista en los represores y ello en razón de su condición de criminales. Aquello que niegan no difiere de lo que niega cualquier acusado de delitos: simplemente niegan conocimiento (del crimen) o la propia responsabilidad (“No me consta”, oímos desde 1985 en los tribunales); o niegan el nombre de crimen (fue una “guerra”, aducen). Y eso, tal como lo reconoce en su dictamen la autoridad de la UBA, forma parte del derecho de defensa en juicio. Hasta donde hemos podido indagar, nunca han negado lo innegable, que hubo miles de desaparecidos, que las víctimas fueron torturadas, luego asesinadas, arrojadas al mar, y sus cuerpos desaparecidos[5]. Y, añadamos, no sólo no niegan los hechos y aceptan que ocurrieron, sino que, además, algunos llegan a asumir su propia responsabilidad en ellos cuando discuten el modo de calificarlos sosteniendo que lo que hubo fue una “guerra” –en la que habrían participado– y no un Estado criminal. Por cierto, nunca asumieron la verdad al punto tal de confesar y relatar los hechos, salvo muy excepcionalmente[6], pero eso no los convierte en negacionistas en el sentido que suele entenderse a este término.
¿Qué decir del señalamiento de negacionismo en el conjunto de expresiones de funcionarios públicos? Si tomamos esas expresiones tal como han sido expuestas en los titulares de prensa y como fueron luego recogidas por los académicos (es decir, si las tomamos sin su contexto y dejamos para otra ocasión un análisis metódico del discurso), podemos distinguir en ellas, por un lado, un tono discursivo disonante –y por momentos obsceno– con la gravedad del tema y, por el otro, dos tópicos con cierto aire de familia con el negacionismo: la discusión de las cifras y la denominación de guerra. (Un tercer tópico, el del significado de los derechos humanos –los de los “vivos”, la alusión a un “curro”– merecen también un análisis textual pero no hallamos a priori que conlleven una dimensión negacionista, ni que la encuentren allí tampoco los académicos que denuncian negacionismo, de modo que nos ceñiremos a registrar, en esas declaraciones, el tono).
Del primero de los tópicos, podría decirse que no niega un hecho sino su magnitud y, en consecuencia, podría argüirse, como hizo Pierre Vidal-Naquet en su crítica del “revisionismo” hace cuarenta años, que en lo que se refiere al conocimiento del pasado, especialmente de nuestro pasado tan doloroso, no hay nada sagrado ni definitivo: documentos y testimonios deben ser analizados críticamente y las verdades conocidas, como la cifra de víctimas, pueden ser revisadas[7]. ¿Pero el negacionismo hace algo de eso? No, el negacionismo simplemente miente: niega el Holocausto y la solución final, dice que no hubo asesinatos masivos en cámaras de gas (que los dispositivos hallados servían para matar piojos, que el aumento de muertes en los campos se debía a una epidemia de tifus, etc.) y, como consecuencia, reducen el número de los muertos judíos a una cifra que oscila entre los 200 mil y el millón[8] (muchos habrían huido hacia el Este, arguyen, luego hacia EEUU, otros habrían muerto bajo bombas aliadas). Y hacen todo eso sin el menor uso serio y científico de testimonios y documentos, por medio de la fabulación. Es decir, la “revisión” del número de víctimas –dejando por el momento el tono en el que pueda expresársela– no supone un pecado en sí mismo sino que es parte del oficio mismo del investigador científico (el famoso historiador Raúl Hilberg había realizado un cálculo inferior a la estimación establecida de víctimas judías –5,1 millones en lugar de 6– sin ser por ello acusado de negacionista) y de los deberes propios del Estado. En el contraste, debemos admitir que no se trataría aquí, para el caso argentino, de construcciones negacionistas con pretensiones académicas, como ocurrió en Francia, EEUU o Inglaterra (aunque no faltan aquí tampoco ensayos apologéticos), sino de opiniones vertidas públicamente sin elaboración ni fundamentación alguna, sin pretensiones interrogativas y sin la intención de dar lugar a un marco amplio y franco de discusión. Esto se pone especialmente de manifiesto en dos de las declaraciones, aquella que atribuye la cifra de 30 mil a un interés en las indemnizaciones y esa otra que opone “ocho mil verdades” a “veintidós mil mentiras”.
El segundo de los tópicos, el de la “guerra”, está lejos de ser novedoso y se superpone en parte con la memoria social cristalizada bajo la forma de la “teoría de los dos demonios”. Además, se nutre tanto de las memorias militantes que reivindican a las organizaciones armadas que tenían como horizonte una guerra revolucionaria, como de las memorias militares que hablan de “guerra sucia”. Podría hablarse aquí de una relativización, o de una justificación, acaso de una apología, pero no de negación. No niegan los muertos, los torturados, los desaparecidos: afirman que fueron víctimas, o caídos, en una guerra; que hubo “excesos”. Por supuesto, la consecuencia de ello es negar la categoría de delito y la noción de sistematicidad de las desapariciones (el “plan sistemático”), establecidas ambas judicialmente desde 1985. Pero ello es parte del conflicto de interpretaciones y memorias y no del orden de la verdad o falsedad respecto de los hechos.
Llegados a este punto, parece haber pocos elementos para hablar de negacionismo en Argentina. El término parece más bien servir a una retórica descalificadora en la polémica pública, a la cual habrían eventualmente cedido algunas opiniones académicas. Una descalificación acaso especular con aquella que, desde la vereda de enfrente, manifiestan quienes denuncian mentiras e intereses espurios en las estimaciones del número de desaparecidos y en la adhesión a la causas de los derechos humanos. En rigor de verdad, en las charlas sobre el tema mencionadas anteriormente, algunos de los oradores daban cuenta de la dificultad en el uso de ese concepto: “[se trata de] relativización más que negacionismo”, expresaba uno, “la palabra negacionismo se nos escapa, no sabemos muy bien a qué nos referimos”, admitía otra.
No enfrentaríamos, pues, una ola negacionista. Sin embargo, no hay motivos para festejar. El malestar con los derechos humanos existe y no hay razón para pensar que enfrentamos un problema menor al del negacionismo. El tono disonante que antes señalamos, un tono descalificador y agresivo, anterior a la polémica, se extiende sobre la mayoría de las expresiones referidas a los años setenta y parece ser un síntoma de aquel malestar y, también, de no diferenciar bien cuál es su causa y cuáles son los problemas en relación a ese pasado que debemos aún discutir, y cuáles los que nos parecen indiscutibles.
No saber qué es efectivamente aquello que causa el malestar es de por sí muy grave; también lo es tener un mal diagnóstico, discutir con fantasmas que no son. El campo académico tiene una responsabilidad en ese sentido. Indagar representaciones, hallar problemas, proponer o someter a crítica postulados, poner a prueba los discursos de la memoria, forman parte de sus tareas. Por eso, quizá deba, al modo del viejo método científico, completar la descripción del problema antes de ponerle un nombre[8].
[Este texto fue originalmente publicado en La libertad de pluma; aquí se lo reproduce con ligeras modificaciones y agregados]
Notas
[1] Ver sobre este tema, Hilb, C., “Estudiantes indeseables en UBA XXII (o: al enemigo, ¿ni justicia?)”, en Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013, pp. 123-139.
[2] Res. CS UBA, EXP-UBA 15.263 y 21.719/2012, 6/8/2012.
[3] Para caracterizar al negacionismo me he servido especialmente de Rousso, H. (2008), “Les racines du négationnisme en France”, Cités, vol. 36, n° 4, 2008, pp. 51-62. doi:10.3917/cite.036.0051; y de Vidal-Naquet, P., Les assassins de la mémoire. « Un Eichmann de papier » et autres essais sur le révisionnisme, La Découverte, Paris, 1987.
[4] Cf. Vidal-Naquet, P., op. cit., pp. 26-27, 50.
[5] Al respecto, me permito remitir al lector a mi crónica breve de las indagatorias en la causa ESMA III: Martín, L., “Las estrategias retóricas para perpetuar el silencio”, Sociales en los Juicios, Año 3, nro. 3, octubre 2013, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, p. 4.
[6] He trabajado la principal excepción en “El otro (o la transformación de Scilingo)”, en L. Martín (ed.), Un pasado criminal. Sudáfrica y Argentina: argumentos y documentos para el debate, Katz, Buenos Aires, 2017.
[7] Vidal-Naquet, P., op. cit., pp. 28-29.
[8] El lector observará que la discusión de la magnitud de un hecho puede afectar, como se ve en el caso del negacionismo, la descripción de la naturaleza del hecho. Pero en el procedimiento negacionista la discusión de las cifras forma parte de una mentira mayor, completa. En Argentina, en cambio, conviven desde hace años cifras oficiales (producidas por instituciones de la democracia) que van de los 7 a los 9 mil desaparecidos con estimaciones informales que alcanzan los 30 mil. Dejado de lado el valor simbólico que para buena parte del movimiento de derechos humanos tiene la última cifra, puede decirse que la no revisión, la no investigación, de las cifras ignora una discusión necesaria y la deuda que ello supondría para nuestra democracia: alrededor de 20 mil personas sobre las que no habría reclamos o búsqueda o indicio alguno. Ninguna investigación sobre la dictadura ha dado cuenta de esos 20 mil desaparecidos de los que no parecería haber ningún rastro. Esa omisión, de ser reales esos 20 mil, supondría también un profundo déficit en la investigación académica, pues nos encontraríamos ante un régimen criminal de una naturaleza distinta de aquella que se le ha atribuido. Ahondar en este tema merecería un artículo aparte. (Agradezco a Hugo Vezzetti haberme llamado la atención respecto del vínculo entre el número de víctimas y la naturaleza del acontecimiento).
[9] Quisiera agradecer también a la lectura atenta y los generosos comentarios y correcciones que Rubén Chababo realizó sobre una versión anterior de este texto. En este caso, como en el mencionado en la nota anterior, las contribuciones de los colegas y amigos no restan en nada a mi responsabilidad sobre el texto.
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