El 9 de mayo último, en la ciudad de Rosario, fallecía, afectado por el Covid 19, uno de los dirigentes más importantes del socialismo santafecino de las últimas décadas. Alejandro Katz brinda aquí su homenaje a alguien que fue además uno de los dirigentes más destacados del país.
Esta es una oración fúnebre por alguien que, como pocos, merece el homenaje de la ciudad democrática, una oración fúnebre por alguien que debe partir con los elogios dignos de quien fue un ciudadano pleno, alguien que dedicó su vida a promover que esa ciudadanía sea la de todas y todos los habitantes de la polis, una ciudadanía fundada en el reconocimiento, en la igualdad y en la libertad.
Esta oración podría comenzar recordando que, al cabo de doce años de ejercer puestos ejecutivos -ocho como intendente de Rosario, cuatro como gobernador de Santa Fe- ni una sola denuncia de acciones indebidas cayó sobre él. O que, siendo presidente de la cámara de diputados de su provincia, siguió actuando cada día sin estar vacunado, sin haberse adelantado en ninguna fila ni haber utilizado el poder en beneficio propio.
Acostumbrados, como estamos, al imperio de la ignominia, nuestro juicio se ha tornado débil y complaciente, y nos dispone a encontrar valores en aquello que debería ser la norma. Pero las virtudes de Miguel Lifschitz fueron mucho mayores que la ausencia de los vicios comunes a una clase política que nos ha acostumbrado a buscar la virtud en la ausencia del vicio.
Militante socialista desde su juventud, convocado a la política por la indignada emoción que le produjo el derrocamiento de Salvador Allende en 1973, Lifschitz se incorporó al servicio público en 1989 para trabajar por un ideario en el que la aspiración de un máximo de igualdad iba de la mano con la exigencia de un máximo de libertad. Impulsado por una pasión tranquila, que lo llevaba permanentemente a buscar nuevos modos de intervención política, su formación como ingeniero, expresión, seguramente, de una mentalidad, daba a su acción en la función pública un sesgo de eficiencia y racionalidad escaso en otras geografías del Estado argentino.
Miguel Lifschitz supo inscribirse en una tradición que no recibió por herencia sino que adoptó por elección: la de Guillermo Estévez Boero y su infatigable voluntad de unir a los socialismos dispersos por los años en los que era más importante tomar una posición respecto del peronismo que tener un discurso transformador hacia el futuro, y de Hermes Binner, que hizo de aquel legado de unidad el piso para que por primera vez una experiencia de gobierno socialista y democrática tuviera lugar en nuestro país, primero en Rosario y luego en la provincia toda.
Los legados, sabemos, son fáciles de recibir, pero también son fáciles de malversar. Hacer que la experiencia de gobierno socialista en la provincia de Santa Fe siguiera siendo una aventura de reforma y de transformación y no de enquistamiento en el poder fue el desafío de Miguel Lifschitz, después de las gestiones de Binner y de Antonio Bonfatti: todo eran riesgos, estímulos para el fracaso, tentaciones. Lifschitz supo hacer del legado una obligación y no un beneficio. Avanzó así, tanto en sus ocho años al frente de la intendencia de Rosario como en la gobernación de la provincia, en una política de transformación cuyos logros -en educación, en salud, en cohesión de la sociedad civil, en cultura, en justicia, vivienda, relación con la ciudad, vínculo con los sectores productivos y con el mundo de la empresa- son ejemplares: un modelo que la política nacional se ocupó de ocultar, cuando no de denostar, porque resultaba insoportable la evidencia de que otra cultura política es posible, y que los resultados que ella produce hacen la diferencia entre una sociedad de los miserables y una sociedad digna.
Miguel Lifschitz era un hombre apasionado, pero la expresión de esas pasiones estaba desprovista de cualquier exaltación. Una sonrisa generosa se dibujaba con frecuencia en su cara redonda, de labios delgados. Hablaba pausadamente, y en sus intervenciones públicas no buscaba movilizar a su audiencia con un tono elevado y un discurso vacío: la expresión de sus ideas era coherente, organizada, poblada de conceptos con los que daba forma a la idea de una sociedad justa, de un país próspero, de un Estado obligado a servir a la ciudadanía y no a reemplazarla. Sus palabras rebosaban pluralidad: cada frase era un diálogo con otros, con la inmensa diversidad de actores de una sociedad compleja, cada uno de los cuales, decía, es portador de verdades que deben ser tenidas en consideración para el buen gobierno y para la construcción de una buena sociedad. Su socialismo era también, en su moderación, un temperamento: radical en los fines, prudente y respetuoso en los medios.
Abierto a la cooperación entre fuerzas políticas diversas -más aún: firme impulsor de dicha colaboración-, Miguel Lifschitz era sin embargo un hombre de principios y convicciones que no estaba dispuesto a traicionar para obtener un resultado electoral o para ganar una cuota ilegítima o adicional de poder. A esa tarea, la de construir una fuerza política alternativa a las dos coaliciones dominantes, dedicó una intensa energía. Lo hizo con vistas a la elección presidencial de 2019, y en ello trabajaba para las elecciones legislativas de este año, convencido de que era imprescindible construir un espacio progresista -o, más justamente, socialista y democrático- en la ciudad de Buenos Aires. Hace apenas tres semanas, ya diagnosticado con covid, no dejaba de preguntar cómo avanzaba ese proyecto.
En la antigua Atenas, la “bella muerte” era la del combatiente que, habiendo conquistado el valor, entra en la eternidad de la gloria. La muerte del combatiente en la batalla no es hoy, afortunadamente, el baremo de la virtud cívica. Pero el combatiente sigue siendo una figura central de nuestro tiempo: es aquel que elige dedicar su vida al bien de la ciudad, al mejoramiento de las condiciones de vida de las ciudadanas y de los ciudadanos. Miguel Lifschitz fue un combatiente. Su batalla por la justicia y la igualdad, por la democracia, el pluralismo y la libertad, son propias de la tradición de un socialismo democrático que no quiere entregarse ni al poder opresivo del Estado ni al poder destructivo del mercado. Convencido de que el socialismo democrático no es un estado de cosas, sino un camino en el que se procura cada vez más justicia, más igualdad y más libertad, Miguel Lifschitz fue un combatiente que, en esas batallas, encontró la muerte. Y, con su muerte, nuestra sociedad, nuestra democracia y nuestro futuro son, todavía, un poco más sombríos.
[Nota publicada en Clarín, el 10 de mayo de 2021.]
Los comentarios están cerrados.