Los resultados de las elecciones del pasado 16 de noviembre, advierten sobre la muy probable llegada de una administración política radicalmente opuesta, en lo ideológico, a la actual, liderada por Gabriel Boric. En esta columna, Ricardo Brodsky piensa el panorama presente junto a la complejidad y los desafíos que deberá enfrentar el nuevo gobierno que llegue a La Moneda en la necesaria búsqueda de consensos, a la vez que reconoce como uno de los causantes de la derrota del progresismo el impacto del estallido y la violencia de 2019 además de la propuesta rechazada de la Convención Constitucional en 2022, temas de fuerte centralidad en la agenda política y social chilena de los últimos años.
La inseguridad ciudadana y la cuestión migrante –fenómenos que la derecha ubica en un lugar destacado y “a resolver” en su agenda futura– no han sido de menor peso a la hora de inclinar la balanza hacia el lado de Kast, un candidato de extrema cercanía en sus propuestas y visión del mundo con otros líderes políticos de la escena global, desde Donald Trump, pasando por Jair Bolsonaro y Javier Milei. Y en referencia a la pregunta que muchos se hacen acerca de si este resultado electoral debe leerse como añoranza o reivindicación del pasado autoritario, Brodsky concluye: “No se trata de que la mayoría de los chilenos ahora admiren la dictadura, sino que la historia de Pinochet ya no les importa. No quieren hablar más del pasado, saben que la democracia puede estar amenazada pero ya no culpan a la derecha” porque para una gran mayoría de chilenos “el asedio viene ahora desde el crimen organizado, de la corrupción de las instituciones, del violentismo político, y de la ineficacia del gobierno”.
La primera elección presidencial y parlamentaria con inscripción automática y voto obligatorio se realizó en Chile el pasado domingo 16 de noviembre. Votaron trece millones quinientas mil personas, un cuerpo electoral formado por votantes habituales (que participaban cuando el voto era voluntario), votantes obligados (bajo apercibimiento de multa de no concurrir a las urnas) y extranjeros avecindados regularmente en el país por más de cinco años. Para estos últimos, votar fue un derecho, para los chilenos una obligación.
En la pasada elección presidencial (2021) en que se impuso Gabriel Boric, votaron algo más de ocho millones de personas en la segunda vuelta. Los más de cinco millones de nuevos electores representan un cambio cualitativo en el cuerpo electoral de la democracia chilena.
Tras vencer holgadamente a Carolina Tohá, ex ministra del Interior y candidata del socialismo en una primaria de la izquierda, Jeannette Jara (26,66% el domingo pasado), militante comunista y ex ministra del trabajo del gobierno de Boric, se convirtió en la candidata oficialista representando una amplia coalición integrada por los partidos de gobierno y la democracia cristiana.
La derecha, por su parte, enfrascada en una fuerte disputa hegemónica, llegó a la votación con tres candidatos: José A. Kast (24,25%), que por tercera vez se postulaba liderando el conservador partido republicano; Johannes Kaiser (13,94%), un diputado salido de los republicanos autoproclamado como nacional-libertario al estilo Milei, y Evelyn Matthei (13,04%), representante de la coalición de derecha tradicional o liberal y del piñerismo, que ha sido protagonista desde el retorno a la democracia. A ellos se agregó Franco Parisi (19,05%), un candidato que apuesta por segunda vez y representa un liderazgo clásicamente populista.
Estos resultados dan cuenta de la mayor debacle electoral que ha sufrido la izquierda chilena desde la década del 40 del siglo XX y, al mismo tiempo, de la mayor votación que ha obtenido las derechas en toda su historia. Se puede anticipar, casi sin ninguna duda, que el próximo presidente de Chile será José A. Kast y que probablemente será elevado a esa posición por cerca del 60% del electorado. Sus amigos Abascal, Bolsonaro, Milei y Trump podrán festejar una nueva medalla en el giro latinoamericano hacia la derecha. En el Congreso Nacional, habrá una mayoría de las derechas, aunque está por verse con qué grado de coherencia y unidad actuarán y cómo controlarán a los parlamentarios díscolos que hacen su agosto mediático mostrándose rebeldes.
La derecha se enfrenta a un cambio relevante: del dominio sin contrapeso del sector liberal o dialogante, emblematizado en la figura del dos veces presidente de Chile Sebastián Piñera, pasa a ser hegemonizada por los sectores iliberales de Kast y Kaiser, representantes de una política confrontacional, alineada con la extrema derecha mundial y que rechaza los acuerdos con la izquierda a la que considera un enemigo irreductible.
Un hecho que llamó la atención fue el 19% que obtuvo Franco Parisi, y la elección de 14 diputados de su partido personal, un economista que vive en Estados Unidos y que en la elección de 2021 sorprendió con un 10% sin pisar el país. Se trata de un tipo de liderazgo que se presenta contra los políticos y a favor de la gente. “Ni Facho ni Comunacho” fue su carta de presentación. Si bien ha sido sorprendente porque, con este resultado que le permite elegir 14 diputados, se sitúa como el fiel de la balanza en la Cámara, no es claro, sin embargo, cuánto tiempo podrá resistir su bancada jugando el papel de bisagra. De hecho, en la elección pasada eligió seis diputados y al poco tiempo todos ellos abandonaron su partido. De cualquier forma, su 19% es la presa sobre la cual van Jara y Kast para la segunda vuelta del 14 de diciembre.
«Paisaje», Eduardo Stupía (2015), técnica mixta sobre tela (140×180 cm.)
¿Es este resultado una nueva manifestación del péndulo que por 15 años nos llevó de Bachelet a Piñera, de Piñera a Bachelet, de Piñera a Boric y, ahora, de Boric a Kast? Es una de las interpretaciones que se hacen: el país, relativamente estancado económicamente, sometido a una grave crisis de seguridad pública e inmigración y con un sistema político fragmentado y polarizado, determina la incapacidad de los gobiernos para satisfacer las expectativas ciudadanas, lo que lleva a esta suerte de puerta giratoria de gobierno y oposición.
Quizás la explicación de este resultado electoral no esté solamente en esta dinámica que lleva a que los gobiernos pierdan irremediablemente frente a las oposiciones. Me parece a mí que algo que se muestra con cierta evidencia en los resultados electorales del domingo 16 de noviembre es la persistencia del impacto del estallido y la violencia de 2019 y de la propuesta rechazada de la Convención Constitucional en 2022. En efecto, víctimas del estallido y policías acusados de violación de los derechos humanos fueron elegidos con amplias votaciones para integrarse a la Cámara de Diputados o al Senado.
Desde 1988, el clivaje político estuvo definido por el plebiscito del Sí y del No, democracia o dictadura. Así fue como cómodamente la Concertación pudo gobernar con amplias mayorías a lo largo de 20 años y la derecha tuvo que resignarse a levantar un candidato como Sebastián Piñera que había votado por el No y marcaba distancia con Pinochet.
Esto es lo que parece haber cambiado con el estallido y la violencia de 2019 y el plebiscito de 2022, en el que el 60% de la ciudadanía rechazó un proyecto constitucional desmesurado que desconocía la tradición institucional del país y buscaba cambiar la historia. Los candidatos de la derecha que, en conjunto (exceptuando a Parisi) reúnen más del 50%, no necesitan ahora ocultar su adhesión pasada a la dictadura, no reniegan de Pinochet ni ahorran elogios para los militares presos en diferentes penales chilenos.
No se trata, sin embargo, de que la mayoría de los chilenos ahora admire la dictadura, sino que la historia de Pinochet ya no les importa. No quieren hoy hablar más del pasado, saben que la democracia puede estar amenazada pero ya no culpan a la derecha. El asedio viene ahora desde el crimen organizado, de la corrupción de las instituciones, del violentismo político, de la ineficacia del gobierno. Detrás de esto hay una enorme decepción con el gobierno de Gabriel Boric, que ha arrastrado los problemas críticos de la salud, la inmigración, la educación y la vivienda, que ha sido golpeado por la corrupción de sus propias filas, que ha generado una sensación de inseguridad frente a la delincuencia, que, según la mayoría, ha debilitado el imperio de la ley y del estado de derecho y que, sobre todo, encarnó y fracasó en un intento refundacional maximalista.
No obstante, el relato del gobierno –lejos de la revolución que le inspiraba originalmente– reivindica “el regreso a la normalidad”, esto es, un presidente Boric social democratizado, una economía que, aunque lentamente, crece; una inflación en retirada, unos logros políticos importantes como la reforma previsional y el paso a 40 horas laborales a la semana. Pero, como es obvio, no alcanza para sostener el proyecto político de una generación que se planteó como refundacional y moralmente superior a sus antepasados, que venía por todo y se tuvo que conformar con poco. Para Boric, sin embargo, no todo está perdido: sigue apostando al péndulo y a su juventud. Por eso, contra los intereses de su candidata Jara, apostó por confrontar a Kast desde el gobierno buscando consolidar su liderazgo indiscutido en la izquierda.
La izquierda también vive días de cambio: de la hegemonía sin contrapesos del socialismo democrático, encarnado en el partido socialista y el PPD y en las figuras de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, hoy el principal partido en votación y diputados es el Frente Amplio; y el Partido Comunista se eleva como el más influyente en la izquierda, con el liderazgo de Jeannette Jara y una fuerte bancada en el Senado y la Cámara de diputados. Con todo, está abierta una disputa en el seno del comunismo entre un sector más ortodoxo que encabeza la directiva actual y uno más abierto y generacionalmente más representativo de las movilizaciones de los últimos años, y que es justamente el que ha vencido en las elecciones.
Hoy la derecha se prepara para gobernar. La lucha interna por la hegemonía conspiró contra ellos mismos. Si hubiesen estado unidos, habrían arrasado en primera vuelta y tendrían la mayoría absoluta en el Congreso. No fue así. Kast tendrá que buscar aliados más allá de la derecha o construir acuerdos con la centroizquierda, cosa que se vislumbra muy improbable. Para la izquierda Kast es definido como ultraderecha o fascista, de manera que lo más probable es que le nieguen “la sal y el agua”, como se le negó a Piñera y como la misma extrema derecha se la negó a Boric.
El país sigue entonces el curso de una polarización que está lejos de terminar.
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