Si el sionismo comparte, con la mayoría de los proyectos nacionales diseñados en el siglo XIX, la tensión entre incluir y excluir, en su evolución posterior, señala Pablo Blitstein en este ensayo, la exclusividad se impuso sobre la inclusividad. Causa y consecuencia de una dinámica hasta ahora imparable de segregación, resentimiento y violencia, de negación del derecho del otro a la existencia, el sionismo fue abandonando uno de sus rostros y se ha ido configurando como el soporte de un Estado etnonacionalista que, después de la “masacre sin precedentes de civiles israelíes” cometida por Hamas, reaccionó al acto terrorista con la “multiplicación del terror: bombardeos, invasión y desplazamiento forzado”. Apoyado “con entusiasmo por los grupos de ultraderecha en todo el mundo, en especial los nacionalismos xenófobos”, el actual gobierno israelí parece haber optado por una política de “guerra permanente”, cuyas consecuencias, señala Blitstein, no solo son la producción imparable de víctimas entre sus adversarios sino la generación de un régimen de “inseguridad perpetua” para la sociedad israelí y un aumento del antisemitismo en todo el mundo, en “una apuesta a todo o nada, al triunfo absoluto o al suicidio colectivo”.
Pero ese antisemitismo encuentra también otras causas: el autor llama la atención sobre los intentos de los aliados políticos del gobierno israelí que “se encargan de obstaculizar toda protesta contra la guerra y todo rechazo de los supuestos que la animan”, dado que “cuanto más se silencian las voces judías anti-guerra o no sionistas, más la opinión pública supone que los judíos del mundo apoyan las expulsiones y las masacres; y cuanto más se consolida esa suposición, más terreno fértil encuentra la judeofobia”.
Escrito antes del inicio de la guerra con Irán, en este trabajo Pablo Blitstein no se limita a presentar un descarnado análisis, tanto histórico como político, de la situación actual: propone, sumándose a una corriente que gana fuerza entre diversos actores del mundo judío y no judío, una solución diferente de la hasta ahora fallida de los dos Estados: una única entidad política binacional o federal. Una salida aparentemente inviable, dado el cúmulo de resentimiento y odio que existe en cada lado, pero que la historia europea del siglo veinte permite imaginar como posible.

Desde su generalización en el siglo XIX, toda idea de nación lleva en sí un principio de inclusión y de exclusión. Es incluyente cuando convoca poblaciones heterogéneas para unirlas en un mismo proyecto, pero es excluyente cuando define la frontera que separa a una población de su vecina. El sionismo no es una excepción a esa regla. El “estado judío” de Theodor Herzl (1860-1904) debía ser la patria de todos los judíos, practicantes o no, y al mismo tiempo debía hacer coincidir las fronteras de un territorio con las fronteras de una nación judía. Del mismo modo que las fronteras nacionales habían creado a los argentinos, chilenos o brasileños en América del Sur, o las de Europa occidental a los franceses, españoles o italianos, las fronteras de ese hipotético “estado judío” debía distinguir al judío del no judío y ofrecerle la seguridad de un territorio propio.

En la Europa de los pogroms y de la Shoah, muchos judíos se sintieron tentados por la solución de Herzl, algunos por convicción, muchos por necesidad. Las migraciones al Mandato británico de Palestina (1920-1948) estaban sobre todo motivadas por el sentimiento de inseguridad en Europa. Pero cuando los grupos sionistas se aferraron a ese territorio para crear un estado judío, se encontraron con el mismo inconveniente que el de la mayor parte de los nacionalismos del mundo: muchos habitantes del territorio en cuestión no estaban dispuestos a aceptar la nueva nación, y de hecho ya tenían su propio proyecto nacional. Entre habitantes judíos y habitantes árabes, sólo un grupo podría quedarse con esas tierras. La idea de nación de uno parecía incompatible con la del otro; la exclusividad se imponía sobre la inclusividad.

«Paisaje 2», Eduardo Stupía (2010), técnica mixta sobre tela, 200x300cm.

La coyuntura del mundo en la segunda postguerra acabó por fortalecer uno de los dos proyectos en pugna. Responsables de la barbarie que sus propios nacionalismos habían impuesto a la población europea, guiados también por sus propios intereses geopolíticos, los estados europeos no supieron ni quisieron detener lo que los grupos sionistas más radicales infligían a la población del antiguo mandato británico. Cuando los gobiernos árabes o musulmanes de la región, en teoría aliados de la población palestina, empezaron a usar el conflicto para avanzar sus propios intereses –con amenazas o declaraciones de guerra–, los gobiernos israelíes aprovecharon la situación y obligaron a su propia población a aceptar una extorsión: si no conquistamos nosotros, nos conquistarán ellos. Desde la Nakba (1948) hasta la ocupación de Cisjordania y de la Franja de Gaza (1967), todo encontraba su justificación en la seguridad de Israel. En las zonas ocupadas, los derechos de la población palestina se redujeron a un mínimo: imposibilidad de circular libremente, de manejar sus propios recursos, de ejercer plenos derechos. Los acuerdos de Oslo (1993) no lograron mejorar la situación. La Autoridad Palestina nunca logró ser una autoridad soberana, sino un gobierno con escasos poderes, sin control sobre su territorio ni sus recursos. El estado israelí se encargó de reducir progresivamente su jurisdicción territorial e incluso de debilitar su organización, y los asesinatos, torturas, detenciones y expropiaciones arbitrarias se convirtieron en moneda corriente. Cisjordania es hoy un archipiélago de pequeños territorios, sin verdadera libertad de circulación, y la población de Gaza vive encerrada en uno de los sitios más densamente poblados del mundo—probablemente inhabitable después del conflicto actual.

Aprovechando el profundo resentimiento generado por esta situación, Hamas se lanzó el 7 de octubre de 2023 a una masacre sin precedentes de civiles israelíes. Preocupada por el proceso de normalización diplomática abierto por los Acuerdos de Abraham (2020), confiando quizá en que una nueva guerra regional acabara por favorecerla, la dirección de esta organización no vaciló en entregar su propia población a la furia de la coalición gobernante en Israel—es decir, a una alianza entre un oportunista de ultraderecha y grupos supremacistas. ¿Alguien podía albergar alguna duda de que la respuesta de este gobierno sería desproporcionada y feroz? Hamas obviamente no. Dueños de facto de la Franja de Gaza, sus dirigentes no podían sino saber que sus manos se mancharían no sólo de la sangre de sus víctimas israelíes, sino también de las decenas de miles de palestinos que iban a morir bajo las bombas.

En cuanto al gobierno israelí, este atentado parecía ofrecerles la oportunidad de arreglar sus cuestiones de “seguridad”. Después de haber oprimido a los palestinos durante décadas, e incluso de haber debilitado los grupos políticos opuestos a Hamas, su reacción al acto terrorista fue la multiplicación del terror: bombardeos, invasión y desplazamiento forzado. “Derecho a la defensa”, explican. Más allá de que esa idea no es muy diferente del “derecho a la resistencia” que se arroga Hamas, en la subjetividad belicista del Likud y de sus aliados eso significa la negación brutal de los derechos palestinos. Peor aún: en los hechos, pareciera significar la expulsión o la aniquilación total de la población palestina.

Muchos entienden el sionismo como la aspiración de un habitante de Israel a ejercer plenamente sus derechos sociales y políticos, entre los cuales el derecho a una nacionalidad y a una vivienda digna. Si el sionismo del gobierno actual en Israel se redujera a garantizar esos derechos, cualquiera sea el origen de sus habitantes, ¿acaso podría hacérsele alguna crítica? ¿Quién puede pretender que alguien deje su lugar por los errores que cometieron o cometen sus padres, sus abuelos o sus gobiernos? Pero ya desde principios del siglo XX, parte de los dirigentes sionistas adoptó un modelo restrictivo de nación: no el nacionalismo cívico de Ernest Renan, ese “plebiscito de todos los días” con criterios de identificación cambiantes, sino un etnonacionalismo que define a su población en términos de origen, que busca mantenerla mayoritaria en un territorio “propio” y que se apoya en grupos de colonos para ocupar nuevos territorios y expulsar a palestinos de sus casas. Éste es el tipo de sionismo que hoy domina los cerebros de la coalición gobernante en Israel. ¿Puede tenerse alguna confianza en ese etnonacionalismo que tantas vidas costó a la población mundial en el siglo XX, en particular a la población judía? Y sin embargo, el sionismo del gobierno israelí orienta su política en función de esta idea. No por nada son apoyados con entusiasmo por los grupos de ultraderecha en todo el mundo, en especial los nacionalismos xenófobos: todos ellos comparten la idea de que la superioridad demográfica en un territorio es la única garantía de la seguridad nacional. El correlato es que la pretendida seguridad de una población se obtiene al precio de la inseguridad de otra.

El sionismo de este gobierno y de grupos afines –diferente de otras versiones del sionismo– supone una guerra permanente. Mientras la geopolítica y las armas sigan a su favor, sus promotores quizá prefieran no hacerse demasiadas preguntas. Pero si un día pierden el apoyo de sus aliados norteamericanos y europeos, ¿cómo harán para enfrentarse al resentimiento acumulado por las poblaciones oprimidas? Paradójicamente, a pesar de que el sionismo proponía un proyecto para darle seguridad al pueblo judío, sus adeptos de ultraderecha exponen la población israelí a una inseguridad perpetua. Cuantas más guerras y opresión, más resentimiento acumulado en las víctimas; y cuanto más resentimiento, más posibilidades hay de un nuevo 7 de octubre, de nuevas guerras regionales y de una perpetuación de la misma extorsión: o aceptan la guerra total o el pueblo judío desaparecerá. Es una apuesta a todo o nada, al triunfo absoluto o al suicidio colectivo.

En la Argentina, como en otras partes del mundo, los aliados políticos del gobierno israelí se encargan de obstaculizar toda protesta contra la guerra y todo rechazo de los supuestos que la animan. El mensaje es que quien ataca al gobierno de Israel ataca al sionismo, y quien ataca al sionismo ataca al judaísmo y es por lo tanto antisemita. Cuando un judío les recuerda que una parte de los judíos no apoya esta guerra y ni siquiera es sionista, los aliados locales del gobierno israelí se encargan de marginalizar esas voces, de criticarlas, de atacarlas públicamente. Así pudieron experimentarlo varios periodistas y activistas argentinos. ¿Cuáles son las consecuencias de esta represión? La más paradójica es que cuanto más se silencian las voces judías anti-guerra o no sionistas, más la opinión pública supone que los judíos del mundo apoyan las expulsiones y las masacres; y cuanto más se consolida esa suposición, más terreno fértil encuentra la judeofobia.

Cierto es que la judeofobia sigue aún presente en diferentes rincones de la sociedad mundial, muchas veces entre los mismos que hoy usan argumentos islamófobos para apoyar al gobierno israelí. Pero esta judeofobia poco tiene que ver con el antisionismo, y menos aún con la oposición a esta guerra. El antisionismo, dentro y fuera de las comunidades judías, suele ser una simple crítica de la forma que el nacionalismo ha tomado en Israel. Que muchos antisemitas se disfracen de antisionistas no es una novedad, como tampoco lo es que se disfracen de cualquier otro “anti” —a fin de cuentas, la metonimia es un viejo recurso del discurso racista. Pero quien confunde antisemitismo con antisionismo no sólo banaliza la judeofobia, sino que corre además el riesgo de proveerle nuevas excusas para expresarse. Más aun las provee quien confunde el antisemitismo con la protesta anti-guerra.

Después de tantas experiencias trágicas con los exclusivismos nacionales, este conflicto debería plantearnos preguntas más profundas sobre el siglo XXI: ¿hasta qué punto pueden aún sostenerse proyectos políticos basados en la posesión exclusiva de un territorio y en el control demográfico del tipo de grupos que lo habitan? En un mundo en que los recursos son finitos, y en que cada territorio nacional no contiene todo lo necesario para su autoabastecimiento, ¿hay manera de que estos proyectos no lleven a la guerra? Las tensiones geopolíticas actuales, marcadas por la exclusividad nacional del acceso a territorios y recursos, toman en este conflicto una de sus formas más brutales.

La salida a la crisis de Medio Oriente, por utópica que parezca, es aceptar la convivencia de ambas poblaciones en un mismo territorio. Cualquier solución que implique la expulsión de una población está condenada a la violencia perpetua. Por esa razón, quien tenga una preocupación genuina por la seguridad de todas las poblaciones de la región debería oponerse a esta guerra criminal y suicida a la vez. La creación de dos estados nacionales, ambos dirigidos por nacionalistas moderados, permitiría evidentemente una solución de compromiso, pero habría que ver cuánto podría durar un proyecto con estos fundamentos. Hasta ahora, precisamente por la lógica exclusivista de sus actores más poderosos, esta idea está en crisis: Palestina nunca obtuvo una soberanía completa sobre sus territorios, y sus tierras, fragmentadas o bloqueadas por el gobierno israelí, hacen difícil la formación de un estado viable. La cuestión de Jerusalén o del acceso a los recursos plantearía también problemas delicados e hipótesis de guerra.

La otra solución sería la de una única entidad política binacional o federal en que las personas puedan circular libremente –quizá siguiendo el modelo de la Unión Europea– y en que la posible mezcla entre poblaciones cree un obstáculo sociológico a la oposición binaria entre proyectos incompatibles. Van en este sentido iniciativas recientes como “A land for all”. Es verdad que el odio entre palestinos e israelíes ha llegado a un momento de paroxismo: ¿cómo convivir con un vecino que ha apoyado el asesinato de mi familia? Pero frente a esta pregunta, es necesario hacerse la contraria: ¿acaso es aún viable un estado que se construya sobre la base de la expulsión, el sometimiento o la aniquilación de una población? Si existen dudas sobre la posibilidad real de esta convivencia, quizá se pueda citar la experiencia europea: después de dos guerras totales en nombre del interés nacional, las poblaciones enemigas tendieron a diluir sus fronteras y evitaron durante décadas el retorno de la guerra, al menos en su propio suelo. ¿Por qué adoptar lo peor de la experiencia europea? ¿Por qué no adoptar lo que permitió precisamente reducir la posibilidad de la guerra?

Ninguna solución será sencilla, sobre todo porque algunos elementos –como el valor religioso de algunos sitios o la desigualdad de condiciones sociales entre poblaciones– vuelven difícil el consenso. Pero está claro que la seguridad de israelíes y palestinos pasará necesariamente por lo creación de una entidad política en que todos, más allá de sus lenguas, creencias o costumbres, puedan encontrar un refugio si lo necesitan. Una parte de las poblaciones afectadas directamente por el conflicto, tanto palestinas como israelíes, aspiran a esta solución. Muchos de los que se sienten parte de una “diáspora” también razonan en esta dirección: dado que la geografía de sus lazos sociales no sigue la geografía de los estados nación, no les resulta ajena la idea de que la seguridad de una población debe concebirse a escala mundial, y no como un simple atributo de una organización estatal que, dominada por tendencias exclusivistas, lleve en sí el germen de la guerra. Diversas fuerzas políticas quizá quieran también asociarse a este proyecto, incluidos ciertos grupos sionistas. A fin de cuentas, como ocurre con nacionalistas de lugares muy diversos, algunos sionistas dicen abiertamente que los proyectos de la coalición gubernamental en Israel nada tienen que ver con el proyecto nacional que creían defender. En el corto plazo, una alianza de estas fuerzas podría ayudar a la población de Medio oriente a deshacerse de sus actores exclusivistas, especialmente de gobiernos que llamen a masacrar poblaciones y a expulsar gente de sus casas. Y en un mediano o largo plazo, quizá pueda también crear las condiciones para un estado nuevo: un estado en que la frontera no sea militar sino puramente administrativa, y en que la seguridad de uno no signifique la inseguridad del otro.

*Pablo Ariel Blitstein es historiador de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de Paris.