El problema de la relación entre política y derechos humanos, del consenso sobre el que se consolidó nuestra democracia, parece inmemorial pero es reciente. Rubén Chababo propone una genealogía de la reducción excluyente de ese consenso, trabajada desde el poder, la contrasta con aquello que se fue perdiendo, ofrece testimonios de lo que resta y apela a una memoria cívica que ligue ciudadanía y derechos humanos.

Hace años, ya muchos, o no tantos, escribí un breve ensayo sobre Ausencias, una obra de Gustavo Germano en la que a partir de una serie de pares fotográficos su autor buscaba mostrar el impacto que el terrorismo de Estado había tenido en los núcleos familiares y afectivos. En ese texto me detenía en uno de esos pares, el que hace centro en la figura de Clara Atelman de Fink, en aquello que esa imagen producía en mí, en la dimensión de ausencia que el artista había logrado “atrapar” con la lente de su cámara al mostrar a esa mujer, ya entrada en años, en medio de la inmensa soledad de un hogar ahora vaciado de sus seres más queridos.

Puede ser una imagen de 2 personas

En los días que la muestra Ausencias se expuso en Rosario, miles de personas pasaron por la sala donde se exhibía, quedando cautivadas con ese relato silencioso de la brutalidad autoritaria. Ausencias no explicaba nada, no necesitaba añadir ningún relato, solo exhibía a través de imágenes y nombres propios el drama que supone la pérdida de un ser querido, la fuerza que tiene la violencia cuando ella talla su presencia en el corazón de lo cotidiano.

Aquel mes en que tuvo lugar la exposición coincidió con el de un nuevo aniversario del golpe de marzo de 1976 y desde la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Rosario se organizó un gran acto que tuvo lugar en el Monumento a la bandera, un acto del que participó tanta gente que las gradas, recuerdo, quedaron desbordadas. No era solo la militancia la que asistió a esa ceremonia, sino también, y en gran número, lo que podríamos llamar el común de la gente. Para quienes vivimos en ciudades pequeñas y nos conocemos por la frecuentación de los lugares, eso era evidente. En ese acto había familias, grupos de amigos, gente que se había sentido convocada a ser parte de una ceremonia cívica en repudio de la dictadura, ceremonia que de algún modo los integraba de manera amable y colectiva. ¿Vale decir amable? Ahora que ha pasado el tiempo creo que sí, que ese adjetivo da cuenta de la actitud con la que todos habían llegado y participaban de esa convocatoria que llevaba por título Y sin embargo estoy aquí, un título que traía a la memoria la canción La cigarra de María Elena Walsh y en el que era tan sencillo reconocerse. Cinco palabras que condesaban un trayecto popular que iba desde un pasado oscuro a un presente, sino luminoso, al menos mucho menos adverso e injusto.

En la semana de este otro 24 de marzo, casi veinte años más tarde y a través de las redes sociales, alguien me hizo llegar un video, de esos típicos videos que se graban en ocasión de un nuevo aniversario del golpe y que tienen a las madres como protagonistas. El registro fue grabado en Paraná y la protagonista es esa misma mujer en la que yo había depositado mi mirada años atrás cuando vi por primera vez Ausencias.

No sabía que ella aún vivía en la misma ciudad de toda su vida, en la misma calle, en la misma casa. El video es breve, dura unos pocos minutos y allí Clara Atelman de Fink brinda un testimonio en respuesta a las preguntas que le formula un reportero improvisado. Dos cosas me cautivaron al verlo: el poder reconocerla a pesar del paso del tiempo y aquello que narra en su breve intervención. Al terminar de verlo sentí que allí había algo singular y a la vez algo perdido, extraviado para siempre, que solo pude descifrar al volver a verlo una y otra vez. El discurso de Clara Atelman es cálido, amable y sentido, despojado de cualquier estridencia. Ella expone frente al reportero el dolor que supuso la ausencia del hijo, de lo joven que era ella en ese entonces  y con pocos elementos logra cautivar amorosamente la atención de quien lo mira, hilando un relato sencillo, casi menor, sin altisonancias. Clara Atelman no acusa a nadie, no reivindica una biografía política de su hijo, solo dice que lo que le pasó tiene para ella la dimensión de una tristeza infinita. Hacia el final, las últimas palabras que Clara enuncia son un pedido de amor fraterno entre los que formamos parte de la especie humana. Nada más.

El día que llegó ese video sentí que las palabras de Clara Atelman establecían, sin ella pretenderlo, un enorme contrapunto con lo que en esos momentos reproducían las redes, más precisamente en el día de memoración del golpe establecido como feriado en el calendario cívico y al que tantos como yo “salteamos” nuestra participación por no sentirnos incluidos al sentir que los discursos, las proclamas, las consignas que los convocan nos son ajenas y hasta extrañas.

Entonces sentí que el  testimonio de Clara Atelman, si bien había sido grabado en este 2021, pertenecía a un registro “antiguo” y ya evaporado, un registro que era propio de aquellos años en que sino todos, al menos muchos, podíamos sentirnos integrados en el llamado a repudiar la dictadura. Un repudio que se podía manifestar asistiendo a marchas y actos conmemorativos, o firmando declaraciones donde salvo una o dos palabras, poco podía uno discrepar con ellas, porque el foco estaba puesto, esencialmente, en el pedido de justicia y en la búsqueda de verdad.

¿Qué paso en todos estos años para que hoy el aniversario del golpe haya quedado reducido a una fecha circunscripta a la militancia y a los afectados directos, extendida esa participación a los que sienten, por corrección política, que deben decir algo asaltando las redes sociales con fotografías o frases previsibles a tono con la fecha?  Ha pasado que esa idea, que ese tono, que ese llamado a la fraternidad que el testimonio de Clara Atelman de Fink enuncia de un modo tan natural y claro se ha pulverizado con una celeridad que a muchos nos cuesta procesar, al punto de que muchos de aquellos que sí formamos parte activa de los procesos de memoria, siendo protagonistas del esfuerzo por la transmisión educativa de ese pasado, abocándonos a la recuperación y gestión de sitios de memoria o desplegando acciones activas en el campo cultural, hoy nos sintamos lejos, como habitando un extraño exilio desde el que contemplamos de qué modo la causa justa de los Derechos humanos ya no nos comprende en un sentido colectivo, como en el pasado.

¿Fuimos nosotros, estos nuevos exiliados, los responsables de este alejamiento? No lo creo. O en todo caso puedo asegurar que no, porque aquello que repudiábamos ayer, aquello que nos escandalizaba en el pasado acerca de las violencias de Estado, perdura. Han cambiado algunas visiones, algunas perspectivas, como consecuencia lógica del paso del tiempo, algunas ideas se han enriquecido, otras han sido hechas a un lado, pero en esencia, el rechazo a la dictadura y la convicción de que ese rechazo debía ser compartido lo más ampliamente posible por el conjunto de la sociedad permanecen intactos.

Pero hay que buscar el origen de este exilio o este destierro, como quiera llamársele, porque seguramente tiene un origen. Cada cual podrá ubicarlo en algún momento diferente y de seguro que habrá muchos. Y sin embargo no sería difícil coincidir en que uno de esos comienzos tuvo lugar aquel 24 de marzo de 2004 cuando el por entonces presidente Néstor Kirchner enunció su discurso de recuperación de la ESMA, un discurso que pocos recuerdan. Las palabras de Néstor Kirchner en esa oportunidad estuvieron dirigidas de manera exclusiva a la comunidad de afectados, a madres, abuelas, hijos, sobrevivientes y militantes. No hubo inclusión alguna de aquello que podríamos llamar ciudadanía y, de ese modo, esa memoria del dolor comenzó a quedar encapsulada en la comunidad de afectados directos para quienes ese espacio pasó a formar parte de un territorio sentido como exclusivamente propio. Como bien lo señala Elizabeth Jelin, “el Presidente habló identificándose como miembro de su grupo político generacional, resaltando su pertenencia a la generación de militantes que lucharon por una sociedad mejor y que por eso desaparecieron, con repetidas referencias a sus compañeros y compañeras”[i].

Las palabras de Néstor Kirchner no solo borraron en ese discurso la larga lucha por la conquista de memoria, verdad y justicia que habían encontrado en la labor de la CONADEP y el juicio a las juntas uno de sus momentos más altos sino que lograron delinear un territorio de pertenencia del dolor inscribiendo el destino que a partir de allí habrían de tener las conmemoraciones en el campo privilegiado y acotado de la militancia. Fue allí que se definió y selló un claro nosotros, el de los afectados directos, y se trazó la brecha que dejó afuera a las decenas de miles de personas que no habían sido golpeadas por el terror y la violencia estatal de manera directa, obturándose así la posibilidad de ampliar un compromiso social de carácter mucho más plural e inclusivo.

Es cierto que antes de 2004 y desde mediados de los 90, los actos y concentraciones por el 24 ya incorporaban una lectura del pasado que podía no ser compartida por todos, pero no fue hasta esta fecha en que el ejecutivo impuso, a través de la voz presidencial, el sentido de un destino.

La “toma” del antiguo espacio concentracionario que tuvo lugar ese día fue restrictiva, cerrada para la colectividad de sufrientes. Lo que pudo ser un acto de valor inclusivo en el que ese predio, símbolo de la arbitrariedad de la violencia estatal, tuviera la posibilidad de convertirse en patrimonio cívico, no ocurrió, y de ese modo comenzó un derrotero que con el paso de los años fue alcanzando una intensidad creciente que se prolonga hasta nuestros días. Porque luego de esa ceremonia se sucedieron los encolumnamientos, la radicalización de los discursos, la profundización de las reivindicaciones partidarias, la exaltación de las genealogías militantes, la reescritura de la historia cuyo cénit fue el nuevo prólogo al Nunca Más y, por consiguiente, la erosión de un nosotros pacientemente construido a lo largo de décadas. Un nosotros que había permitido convivir, con todas sus diferencias, a comunistas, radicales, peronistas, socialistas, liberales en el amplio espectro de las organizaciones que habían reclamado desde los años mismos de la experiencia autoritaria por el justo imperio de la verdad, la memoria y la justicia.

Estallado el nosotros, estimulado el énfasis en el valor casi incuestionable de la potestad sobre el pasado a partir de la alianza con el dolor sufrido, todo aquello, todos aquellos que quedaran fuera de ese orden familiar comenzaron a formar parte de una verdadera extraterritorialidad. Y así fue como el valor supremo de la enunciación universal de la condena a los abusos del Estado fue postergado en función de la reivindicación de las identidades y trayectorias políticas de los asesinados y desaparecidos, lo que generó en consecuencia una extraña actualización acrítica de las proclamas y las derivas setentistas. Y a partir de allí, con mucha más fuerza que antes, la enunciación de preguntas capaces de poner en cuestión el férreo universo de certezas militantes se convirtió en una empresa riesgosa que terminó por hacer a un lado del camino a muchos de los que hasta ese momento habían sido compañeros de una misma ruta.

“¿Podía haber sido diferente? – se pregunta Elizabeth Jelin- ¿Existe en la Argentina espacio para un enfoque más universalizador de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura? ¿Para una perspectiva que permita contribuir a la construcción de ciudadanía basada en un principio de igualdad? ¿Es la legitimidad de la voz personal testimonial un obstáculo para tal proceso? Teóricamente no tiene por qué serlo. Pero la visibilidad y legitimidad de las voces ancladas en la perdida familiar primero, en la vivencia corporal de la represión y en la participación cercana en la militancia política de los años setenta después, parecen delinear un escenario político que define las nociones de “afectado/a” y “ciudadano/a” como antagónicas, dando preeminencia a la primera.[ii]

El resto es historia conocida y ya explorada por tantos. Una historia cuyo recorrido incluye la partidización de las organizaciones, su transformación o la de muchos de sus dirigentes en apéndices orgánicos del amplio campo de las instituciones estatales, y como consecuencia de ello, su silencio estratégico ante hechos que poco tiempo antes hubieran merecido el repudio unánime de esos mismos protagonistas, sumado a esto su creciente  auto visualización como depositarios y representantes legítimos de la verdad del pasado y por lo tanto, únicos autorizados a decir qué y de qué modo acerca de él.

Vuelvo al breve testimonio de Clara Atelman de Fink, a ese relato de vida que se prolonga unos pocos minutos y que al escucharlo con atención es imposible no sentir el fuerte contraste que se establece con las visiones sesgadas y  la beligerancia que caracterizan los discursos que desde hace ya casi veinte años son enunciados por los referentes del campo de los derechos humanos que tienen, a diferencia de personas como ella, más visibilidad pública. Una altisonancia combativa enunciada en la voz de un nosotros que deja tan poco espacio para la empatía por fuera del espacio partisano.

En la puja por la audibilidad, voces como las de Clara Atelman de Fink han perdido la batalla, han dejado de escucharse. Se trata de voces débiles que se confunden en el magma de los grandes discursos, voces que no alcanzan a hacerse oír, no por la intrascendencia de su mensaje, sino porque están anclados en una visión de aquella tragedia que no busca instalarse en ninguna batalla, en ninguna disputa político partidaria, poniendo, tal como ocurría en los inicios del movimiento de derechos humanos, en un primer y último lugar y por sobre todas las cosas,  lo humano,  el grave daño a los principios de la convivencia humana que fueron ocasionados por la experiencia autoritaria.

Mi memoria vuelve ahora, otra vez, a aquel acto que tuvo lugar en el Monumento a la Bandera. La ciudad colmando las gradas, los asistentes conmovidos y a la vez comprometidos con una causa, la de los Derechos humanos, que hasta ese momento era, podríamos decir, común y transversal a una gran parte de la ciudadanía, algo que la lucha de las organizaciones había hecho posible, una lucha encarnada en esa empatía que los afectados directos habían logrado construir, con tanto esfuerzo, a través de tantas voces similares a las de Clara Atelman de Fink.

Luego vino el llamado de la tribu, la construcción de ese gran hiato que derivó en este presente astillado, en el que el repudio en común a ese pasado oscuro ya no solo no nos encuentra juntos sino por el contrario, dispersos, como atónitos espectadores del derrumbe de un legado luminoso ahora convertido en cenizas, puro resto de ese fuego en torno al cual, alguna vez, y no hace tanto tiempo, la historia nos vio, a pesar de todas nuestras diferencias, reunidos.

El testimonio de Clara Atelman de Fink es una prueba de lo que intento decir a través de estas notas dispersas.

 

[i]  Ver Jelin, Elizabeth. Víctimas, familiares y ciudadanos/as: las luchas por la legitimidad de la palabra.

[ii] Jelin, Elizabeth. Op.ct.