El 11 de julio de 2021 miles de cubanos salieron a las calles espontáneamente en varias ciudades del país, desafiando la dura represión del régimen y en reclamo de libertad y de una vida digna. Un año después, y pese a las durísimas condenas que la Justicia revolucionaria aplicó a muchos de los participantes, el episodio parece haberse hundido en el olvido. Un análisis sobre la tara progresista frente a la isla.
Recuerdo que hace exactamente un año, casi a esta misma hora, me enteraba a través de los portales informativos de que en Cuba estaba teniendo lugar un movimiento de protesta civil. Recuerdo también mi asombro, la búsqueda desesperada de información y la necesidad que tenía en ese momento de compartir esa noticia, desde luego sorprendente, con mis allegados. Algo estaba ocurriendo que tenía características inéditas. Sin embargo, al revisar mi lista de contactos telefónicos caí en la cuenta de que no había demasiados amigos y colegas con quien compartir este acontecimiento. Creo recordar un intercambio con Gabriel Salvia y dos o tres personas más, no mucho más.
Trabajo en la universidad y más específicamente en el campo de los derechos humanos en América Latina desde hace más de 20 años, cualquiera podría inferir que yo debería tener un grupo amplio de interlocutores, de gente con la cual compartir esa novedad que estaba teniendo lugar en un país que nunca dejó de estar en las reflexiones y el pensamiento de tantos.
Pero la verdad era diferente, me encontraba solo frente al asombro de esa novedad y sabía que compartirla implicaba una vez más, un esfuerzo denodado y desgastante, frente al riesgo de quedar encuadrado en el campo de la derecha. Si evoco y narro ese instante preciso es porque creo que revela y pone de manifiesto el lugar que en el amplio espectro del llamado progresismo latinoamericano y europeo, ocupa cualquier acto de celebración de la disidencia crítica frente al régimen cubano.
Con nuestros colegas de la universidad, con mis amigos preocupados por el estado de situación de los derechos humanos, cualquier acción de resistencia civil a la violencia estatal que tenga lugar en Perú, Colombia, Brasil, Chile, Ecuador suscita siempre una inmediata reacción que se traduce en la toma de partido por los violentados y la consiguiente condena al Estado que ejerce la represión y la violencia.
Hemos estado junto a la sociedad chilena y colombiana cuando carabineros y la ESMAD de Duque desataron su furia desmedida en las calles de Santiago y Bogotá, hemos acompañado a los perseguidos y humillados por el gobierno de Jair Bolsonaro, del mismo modo que hemos brindado nuestra solidaridad sin ambages ante todos y cada uno los atropellos a los principios democráticos que han tenido y siguen teniendo lugar en países como Guatemala o El Salvador.
Pero hay que reconocerlo, la represión, la violencia estatal, la persecución a la disidencia, cuando ocurre en la isla de Cuba son acciones toleradas y hasta justificadas por el amplio campo progresista, como si lo que allí ocurre en el universo de las libertades y garantías básicas de la convivencia humana respondiera a lógicas y principios singulares que no ameritan ninguna observación o condena alguna, como si la supuesta excepcionalidad cubana, la de una sociedad sometida a un embargo sistemático por parte de los Estados Unidos, justificara cualquier atropello a la sociedad civil, como si el hecho de que el régimen se autodefina en clave antiimperial validara su estatuto antidemocrático y lo salvara de cualquier señalamiento, como si el otro imperialismo, el soviético o ruso, que le dio protección y amparo a lo largo de los años, fuera un imperialismo noble y justo en relación al norteamericano. En definitiva, y como lo señala Pablo Stefanoni “lo que en el resto del mundo se rechaza y condena de manera unánime, allí se tolera, porque ´Cuba es distinta´”.
Ya lo digo, esto no es algo que ocurra de manera excepcional en 2021 o 2022, sino que nació en 1959, con el triunfo mismo de la Revolución, cuando se instauró, de manera casi inapelable, la idea de que toda observación crítica era asimilable a un encuadramiento con la derecha y a los agentes imperiales. De allí, entonces, la condena al ostracismo a tantos artistas e intelectuales que desde aquel entonces se atrevieron a no convalidar lo injusto y que obtuvieron, como resultado, ya sea la prisión o el exilio en el caso de vivir en la isla, o la impugnación y el maltrato por parte de los diferentes campos intelectuales progresistas, tanto latinoamericanos como europeos.
Hay que reconocerlo: desde su triunfo en 1959, la Revolución cubana fue altamente exitosa en la elaboración y consolidación de una serie de mitos e imaginarios que lograron instalarse con eficacia en los campos intelectuales al punto de que cualquier evidencia que pusiera en cuestión esos mitos o esos imaginarios podía ser desatendida de un plumazo. Desde la labor infatigable de Casa de las Américas, hasta la prédica melancólica de la trova cubana en las canciones de Silvio Rodríguez, desde los discursos enaltecidos de Fidel Castro y sus palomas casualmente posando en su hombro, pasando por la gesta emancipatoria del Che Guevara con su rostro vivo y muerto reproducido hasta el infinito en barricadas y remeras, desde la multiplicación de imágenes de multitudes marchando cada primero de mayo en la Plaza de la Revolución hasta la insistencia en la falsa idea de que la isla de Cuba era antes de 1959 solo el gran prostíbulo del Caribe y una sociedad parecida en su subdesarrollo cultural, económico y político a la haitiana; todas estas imágenes, como pequeñas piezas de un prodigioso puzzle, fueron construyendo un corpus, no racional sino emotivo, que ya lo digo, contribuyó eficazmente a consolidar la idea de que allí la utopía deseada estaba teniendo realmente lugar, de un modo único, y no como ocurría en las ya vetustas autocracias del Este europeo. Se quiso y se logró que se creyera que lo que ocurría en Bucarest o Varsovia respecto a las libertades individuales no era lo mismo ni parecido a lo que ocurría en La Habana, y para que esta falsa creencia alcanzara predicamento los escritores y artistas de adentro y fuera de la isla jugaron un rol esencial, desde Eduardo Galeano a José Saramago, desde Gabriel García Márquez hasta Mario Benedetti y Julio Cortázar, entre tantísimos otros autores, aportaron lo suyo. Todos sabían lo que allí ocurría y todos se abocaron a maquillar ese paisaje crepuscular para solaz del imaginario colectivo que había apostado por el cambio revolucionario.
Desde mediados de la década del 60, en la isla de Cuba pudo haber campos de concentración como los que denunciaba Reynaldo Arenas en sus memorias, pudo ejecutarse a los más fieles camaradas en juicios sumarísimos como le ocurrió en los finales de los 80 a Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia, pudo acusarse y hostigarse a escritores por no ser sus textos puramente orgánicos como les ocurrió en su momento a Heriberto Padilla, Severo Sarduy, Eliseo Diego o Virgilio Piñera, pudo vigilarse la vida privada de cualquier ciudadano a través de los Comité de Defensa de la Revolución, pudo perseguirse y encarcelarse a las madres de los detenidos por razones políticas como ocurría y ocurre con las Damas de Blanco, todo esto y un sin número de situaciones injustas que podrían seguir enumerándose. Pero ninguna de estas evidencias logró hacer, como se dice, ni en el pasado ni en este presente, que el amplio campo cultural e intelectual se decidiera a modificar un ápice su adhesión y acompañamiento incondicional al régimen.
Y esto que aquí se narra para el caso cubano no responde a una lógica diferente a lo que ocurre hoy respecto a países como Venezuela o Nicaragua, las otras sedes de la concreción utópica que permanecen a resguardo de las conciencias críticas. Y tampoco es diferente a lo que ocurrió en los años 50 del siglo pasado en Europa cuando el Gulag se devoraba la vida de millones frente al consentimiento de los más importantes intelectuales de la rive gauche, entre ellos Jean-Paul Sartre, quienes no dudaron en amonestar duramente a Albert Camus por el hecho de haberse atrevido a denunciar que en la Unión Soviética estaban sucediendo cosas terribles. Las páginas de El hombre rebelde, ese texto fundamental para entender la lógica totalitaria, fueron lo más parecido a una lápida para el autor de El extranjero en su relación con el campo de la izquierda europea de su tiempo.
En un excelente ensayo aparecido en los días posteriores a la revuelta de 2021, Armando Chaguaceda reflexionaba en torno a la dificultad o resistencia a querer aceptar lo que ocurre en Cuba, un análisis que pone su atención tanto en el campo interno cubano, es decir, en aquellos segmentos de la sociedad cubana que viven en la isla y que aceptan como normal el estado de cosas, como en el campo externo, allí donde es fundamentalmente la academia universitaria la que se esfuerza en sostener una barrera visual, como él la llama, que impide procesar lo que realmente sucede en Cuba.
Chaguaceda dice en este ensayo que la construcción de esta barrera visual tiene una explicación, y que tal vez sea, entre otras que, de atreverse a quebrar esta barrera, los intelectuales que son orgánicos al ideario revolucionario se verían necesariamente forzados a evaluar la realidad y el discurso oficial cubano con los mismos criterios con que suelen juzgar otras realidades cercanas, algo que los obligaría a posicionarse de modo menos complaciente o condescendiente con el régimen. También dice Chaguaceda que no ver lo que ocurre en Cuba tiene sus beneficios para buena parte de estos intelectuales, y que estos beneficios son, entre otros, el de ser invitados a formar parte de conclaves, seminarios, jurados, publicaciones, bienales, es decir, gozar de las prebendas de la que desde hace años disfrutan aquellos que han elegido pertenecer al campo artístico y académico identificado con el progresismo. En otras palabras, decidirse a ver lo que ocurre en Cuba los obligaría éticamente a tomar una posición que pondría en riesgo la comodidad de la que disfrutan por formar parte de la tribu.
Es esta ceguera, ésta decidida negativa a ver, la que contribuye a que acontecimientos como los que tuvieron lugar el 11 J puedan pasar desapercibidos, o en todo caso, que no inspiren atención o reflexión alguna en amplísimos sectores de los campos culturales, y por lo tanto terminen devorados rápidamente por el olvido.
Si hoy revisamos las redes, los portales de noticias, los blogs, confirmaremos algo que puede llegar a producir una gran decepción. Del 11J, de los posteriores juicios sumarísimos que concluyeron en penas de prisión para tantos jóvenes, de las sistemáticas violencias a la que es sometida la sociedad civil cubana, de esos temas, solo se ocupan, en primer lugar, las víctimas y los círculos afectivos más cercanos a ellas, y en segundo lugar, las derechas, los dirigentes o líderes de partidos o gobiernos conservadores que en un perverso espejo invertido, condenan la represión ejercida por Díaz Canel al mismo tiempo que abrazan y defienden idearios reaccionarios en sus propios países, algo que, debe ser leído, a todas luces, como una tragedia o una desgracia, no solo para quienes resisten en Cuba, sino para aquellos que creemos que la defensa de los derechos humanos no debe ser nunca apropiada por la mezquindad ideológica. Que Duque, Fox, Trump, Aznar o Díaz Ayuso condenen la represión en Cuba, lejos de ayudar a amenguar la soledad de los represaliados, los sume en un peor ostracismo. Por eso es posible advertir allí una encrucijada, ya que hay una diferencia abismal entre lograr conquistar la empatía sensible de quienes noble y sinceramente defienden la causa de los Derechos civiles y políticos cuando ésta es vulnerada, que recibir la adhesión entusiasta de aquellos para quienes esa causa les es solo funcional a sus intereses político partidarios. Y es en este punto en donde izquierdas y derechas, no solo para el caso cubano, ensayan conductas similares cuando no idénticas al denunciar en unos casos y mostrar indiferencia ante otros, dando lugar en consecuencia, a una banalización del luminoso legado de los Derechos humanos.
Para finalizar: hace solo unos días atrás, me encontré en una reunión en torno a una mesa en la que la mayoría de los presentes eran extranjeros. Estaba sentada en torno a esa mesa la cubana Carolina Barrero, una perseguida del régimen cubano y Julián Martínez y su compañera Laura, refugiados en nuestro país como consecuencia del hostigamiento a sus vidas por parte del gobierno colombiano. Yo los escuchaba hablar. Todos venían de realidades sociales y políticas muy diferentes, estaban siendo perseguidos por ideologías enfrentadas, diríamos, diametralmente opuestas, y sin embargo, los tres compartían el mismo desasosiego y la misma incertidumbre que supone, para cualquier ser humano, sentir que su vida está en constante peligro, que lo más querido puede serles arrebatado por el poder con la velocidad de un rayo. Esa mesa compartida que aquí evoco ponía en escena el drama, no solo cubano y colombiano que esas personas encarnaban, sino de este siglo XXI, en el que cada día que pasa, las barreras entre las ideologías en su relación con las libertades y garantías individuales y públicas se vuelven cada vez más borrosas, tiempo en los que ya todos podemos ser considerados, como diría Zygmunt Baumann, enemigos, sospechosos, merecedores de castigo o de exilio por el solo hecho de pretender enunciar nuestras ideas libremente.
Cuando concluyó ese almuerzo le pregunté a Carolina Barrero si pensaba que algo habría de ocurrir en la isla este próximo 11 de julio. Me miró como quien escucha una pregunta que sabe de antemano que no tiene respuesta. Y entonces me atreví a decirle, no sé si para consuelo suyo o mío: ocurrirá, seguro que algo ocurrirá, si no es un 11 será un 20 y si no cualquier otro día, pero ocurrirá, porque tiene que ocurrir.
Y entonces recordé aquella milenaria cita oriental que dice que una chispa, una pequeña chispa, basta para encender la pradera. Y al evocarla pensé que de algún modo nosotros podríamos “completar” el sentido de esa cita reconociendo que aquel 11J que hoy evocamos, esa chispa fue encendida, y que solo resta que aceptemos contribuir, entre todos, desde el lugar que estemos, de manera solidaria, para que el calor de ese fuego primigenio que estos jóvenes encendieron en las calles de Cuba hace ya un año, no logre extinguirse, no puedan extinguirlo, y que ese gesto rebelde perdure, en la memoria de todos, como el símbolo más acabado de que es posible, siempre, romper las cadenas del miedo, la resignación y la desesperanza.
De eso se trata, de que ayudemos a mantener esa llama encendida.
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