Tras la victoria de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales en Brasil, Alejandro Katz reflexiona sobre la profundidad de la crisis de valores que revela el malestar con la democracia y su deriva.
Es posible ensayar muchas razones para explicar el triunfo de Bolsonaro en las elecciones brasileñas de ayer: el estancamiento económico, la corrupción, los altísimos niveles de inseguridad (más de 60.000 mil homicidios por año). Pero, aunque en todas resida parte de la explicación, ellas no son suficientes para dar cuenta de la victoria de un personaje al que hasta hace no demasiado tiempo solo se le atribuía la representación de minorías retrógradas y marginales en la escena política brasileña. Es cierto, Bolsonaro fue más votado entre la población rica y blanca: en la primera vuelta ganó en el 95% de los municipios más ricos (y perdió en el 90% de los más pobres), y ganó también en las diez ciudades más ricas, en algunas de ellas con 8 veces más votos que Haddad. Pero también en la primera vuelta obtuvo el 53% de los votos en Rio Grande do Sul, un estado que durante años había sido clave en las victorias electorales de la izquierda, y aunque Haddad ganó en ocho de los nueve estados pobres y con importante población negra del noreste, Bolsonaro ganó en las cinco capitales más grandes de esos estados, a pesar de los reiterados insultos que durante la campaña propagó contra la población negra. Aunque hay un sesgo de clase y de raza en el voto al ahora presidente electo, éste recibió un apoyo que excede con mucho al de sus antiguos simpatizantes de extrema derecha, pero también al de la burguesía y al de las clases medias blancas y prósperas.
Que hay responsabilidades del Partido de los Trabajadores es indudable: el partido de Lula supo ganarse el rechazo de más de la mitad de la población. Sí, la crisis económica, la corrupción, la inseguridad, la imagen de Lula y de su partido explican muchas cosas. No hay, sobre eso, discusión posible. Pero lo que es suficiente para explicar la derrota de los partidos tradicionales no alcanza para comprender el triunfo de alguien que ha dicho lo indecible, aquello que no podía ser dicho, que ha dicho lo que en otro momento hubiera sido suficiente para que le resultara imposible ganar una elección presidencial, alguien que ha hecho del odio y del desprecio su principal recurso argumentativo. ¿Es necesario recordar cada una de las afirmaciones de Bolsonaro, cada amenaza pronunciada con tono de promesa? Quizá sí: los pueblos originarios, dijo, son “hediondos, no educados”; los afrodescendientes “no hacen nada … ni como reproductores sirven”, los homosexuales estarían mejor muertos. A los policías que maten delincuentes se los condecorará, dijo. Y también dijo que quienes no vivan según sus valores tendrán que marcharse de Brasil o ir a la cárcel.
Cada tiempo y cada geografía tienen un horizonte propio de lo que es posible decir. Algunas cosas no pueden decirse porque están más allá de la capacidad de comprensión de los oyentes: no pueden ser oídas porque no pueden ser pensadas. Otras, por el contrario, pueden pensarse, pero no deben decirse: en esos silencios se expresan los esfuerzos civilizatorios que establecemos. Esa zona en la cual hay cosas que es posible pensar pero que no deben ser dichas es la zona del aprendizaje de nuevos valores y de nuevos principios, la zona en la que producimos los acuerdos que le dan sentido a nuestra comunidad moral. Es una zona tensa, situada entre aquella en la que hay cosas que ya directamente no pensamos, y otra en la que todavía hablamos sin pensar. Las batallas en el lenguaje son batallas por el reconocimiento, el respeto y la dignidad. Lo que puede ser dicho y lo que no debe ser dicho trata en última instancia de eso.
El siglo XX fue escenario de muchas de esas batallas. Algunas condujeron a catástrofes, como la que permitió al pueblo alemán decir que los judíos son inferiores y los homosexuales degenerados y procurar eliminarlos. Otras, por el contrario, fueron batallas por la igualdad y el reconocimiento: las de las mujeres, las de los afroamericanos, las de la comunidad LGBTQ, entre muchas otras. Antes que en los cuerpos, esas batallas se dieron en la lengua.
Si las últimas décadas provocaron la ilusión de que las disputas por la dignidad estaban bien encaminadas, el triunfo de Bolsonaro pone de manifiesto la fragilidad de aquella ilusión. Él sin embargo expresa, de un modo más brutal, un movimiento que es anterior y que posiblemente produjo las condiciones para que Bolsonaro mismo sea posible. Quizá el hito más notable en ese movimiento haya sido la elección de Trump como presidente de los Estados Unidos, al cabo de una campaña en la que con algo menos de ferocidad el entonces candidato hizo saber al mundo que una era estaba concluida: la era de la tolerancia, la era de los esfuerzos por poner una barrera entre los impulsos más dañinos de la humanidad y las prácticas que convierten a esos impulsos en actos de destrucción. Esfuerzos que, una vez más, comenzaban por establecer que ciertas cosas no pueden ser dichas.
La era de la tolerancia fue fugaz. Se extendió entre el fin de la segunda guerra mundial y la crisis que a principios de este siglo puso de manifiesto que el matrimonio de la democracia liberal con el capitalismo había llegado a su fin. Que ya no resultaba posible satisfacer a la vez las exigencias de rentabilidad del capital y las pretensiones de bienestar de la ciudadanía, y que, a la hora de elegir, las élites y los estados habían optado por aquel en detrimento de esta, a la que habían abandonado. En los años transcurridos desde entonces hemos visto cómo, alentada por la elección de Trump y por los cambios políticos en una Europa cuyas instituciones se alejaron cada vez más de la sociedad, se derrumbaban las vallas de contención que mantenían a la extrema derecha alejada del centro de la escena. Lo que apareció entonces fue el rostro desfigurado de los fantasmas que creíamos haber apartado de la vida común: un sentimiento profundamente antidemocrático, que pretende representar a una mayoría definida por la raza, la etnia, la religión o los valores morales, y que aspira a excluir con violencia a quienes define como enemigos internos o externos: el exilio o la cárcel, en palabras de Bolsonaro.
Bolsonaro no ganó las elecciones a pesar de sus dichos, las ganó por lo que dijo. Las ganó porque pudo nombrar culpables: culpables de la incertidumbre ante un futuro amenazante, que pone en crisis las estructuras familiares, las jerarquías sociales, las identidades de género, el bienestar material. ¿Falsos culpables? Sin duda. ¿Respuestas simples a problemas complejos? Evidentemente. Pero su triunfo pone de manifiesto que nadie pudo articular las respuestas complejas a los difíciles problemas que enfrenta la sociedad brasileña, las respuestas que hubieran impedido que un neofascista como él se alzara con la presidencia.
“Hay algo, escribió hace apenas unos días la periodista brasileña Eliane Brum, hay algo que Brasil ya ha perdido. Y que le va a costar mucho recuperar. Con Bolsonaro o sin Bolsonaro, hemos descubierto que vivimos en un país en que la mayoría de los brasileños cree que es posible votar a un hombre como Bolsonaro. Sin ningún drama de consciencia, transigen con todo el odio que produce, son cómplices del deseo de exterminar a aquellos que son diferentes, aprecian las amenazas y las ínfulas de poder, exaltan la ignorancia y la brutalidad.” No es cierto, como dicen muchos, que las instituciones, la opinión pública, la “comunidad internacional” impedirán que Bolsonaro haga todo lo que se propone: lo más grave, lo más difícil de revertir, ya ha ocurrido. En la vida pública decir es hacer. En Brasil, hoy, los ideales de tolerancia, de respeto, de reconocimiento, de dignidad para todos han sido humillados. Pero esos ideales no reconocen fronteras: hoy, todos hemos sido humillados.
Artículo, publicado en La Nación, el 29 de octubre de 2018, ante la elección de Bolsonaro como presidente del Brasil.
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