Un hecho coyuntural arroja a la discusión pública el problema del federalismo. A la par del nuevo retorno de los recurrentes aspectos de este problema, sobre los que nunca se avanza, resaltan los temas que no se discuten. Entre los primeros: los problemas del federalismo fiscal, de la postergada ley de coparticipación y una idea de la redistribución tendiente a un mayor equilibrio de recursos entre los distritos. Entre los segundos: la dimensión de la “redistribución” que concierne a los derechos y garantías que sustentan el sistema republicano, tal como lo establece la Constitución, que sufre severas limitaciones en estados subnacionales y que abre un interrogante sobre la responsabilidad del Estado nacional. La Mesa convoca a debatir sobre estos temas en el dossier que aquí presentamos.
La decisión del gobierno nacional de recortar fondos coparticipados a la Ciudad de Buenos Aires volvió a poner en la discusión pública el problema del federalismo.[1] Lo hizo, claro está, de modo tan breve como superficial: apenas pocos días después, si no es que horas, la discusión, que apenas si había comenzado a plantearse con argumentos razonados[2], se desvaneció en el aire sin nunca antes haber llegado a ser sólida. Ese es, en general, el estado del debate público entre nosotros: a nadie debe extrañar que lo gaseoso se disuelva en el aire.
Una razón por la cual el silencio se impone tan prontamente sobre el tema puede radicar en que los problemas asociados con el federalismo son de tal magnitud, y su eventual abordaje resultaría tan problemático, que todos prefieren callar: para qué invocar lo que no parece posible resolver o, con una imagen clásica, para qué destapar la caja de Pandora.
Sin embargo, resulta esencial abordar la cuestión, que tiene, como es sabido, múltiples aristas, cada una más controversial que las otras.
En primer término, está la cuestión del federalismo fiscal y de la persistentemente postergada ley de coparticipación, que la Constitución del 94 ordenó sancionar y que el Congreso ha eludido consistentemente. El tema, y sus consecuencias políticas, ha sido tratado en profundidad por Carlos Gervasoni, quien ha señalado que “el peculiar tipo de federalismo fiscal que nos hemos dado en la Argentina genera una serie de consecuencias políticas indeseables y para nada obvias”. Gervasoni señaló las siguientes derivadas del diseño fiscal de nuestro país:
- Enormes diferencias interprovinciales en términos de la cantidad de dinero per cápita transferidos por coparticipación y otros regímenes fiscales federales.
- Algunos distritos son, como consecuencia de recibir elevados subsidios fiscales vía transferencias federales, auténticas “provincias fiscales” o “estados rentísticos subnacionales”
- Consistentemente con la tesis que vincula rentas petroleras con bajos niveles de democracia, se observan en las “provincias rentísticas” altísimos grados de hegemonía política: poca o nula rotación del partido en el gobierno, sospechosas supermayorías electorales y legislativas, llamativa escasez de medios de comunicación independientes del gobierno provincial y un muy poco efectivo sistema de pesos y contrapesos.
- Las provincias demográficamente pequeñas (que tienden a ser las rentísticas y poco democráticas) están sobrerrepresentadas en la Cámara de Diputados. Y, aunque en sentido estricto no se puede hablar de sobrerrepresentación en el Senado, el peso relativo de las provincias chicas en esa cámara legislativa les confiere un poder que no guarda relación ni con la población ni con el producto. Hay allí un aspecto problemático del diseño constitucional.
- Síndrome de los distritos de “bajo mantenimiento”: la combinación de provincias demográficamente pequeñas pero legislativamente muy sobrerrepresentadas genera fuertes incentivos para que los recursos fiscales federales sean orientados hacia las provincias políticamente “baratas”. A su vez, es posible que ello incida en el déficit de calidad democrática que intentamos señalar en esos distritos.
- Ha habido una mayor centralización fiscal durante los años del kirchnerismo, debido a una mayor incidencia de los impuestos no coparticipables, una mayor discrecionalidad fiscal (esto eso, mayor crecimiento de las transferencias no automáticas) y, finalmente, una también mayor politización de los criterios de distribución.
Como resulta evidente, los problemas del diseño federal argentino son múltiples: de asignación de recursos, de representación, pero también de calidad democrática en los estados subnacionales, de incentivos para el ejecutivo nacional, etcétera.
Si el problema de la sobrerrepresentación parlamentaria de las provincias de menor número de habitantes afecta el precepto fundamental que establece que el voto de cada ciudadano o ciudadana debe tener el mismo valor (de hecho, lo que hay es una especie de voto calificado: cuanto mayor es la población de un distrito menos vale cada voto), el del bajo costo económico que para el gobierno central tienen las provincias “chicas”, y en consecuencia el bajo esfuerzo económico necesario para sostener las necesidades financieras de esos distritos, deteriora fuertemente en ellas la calidad democrática.
Así, vemos que hay deficiencias democráticas a nivel nacional -no todos los votos “valen” igual, y en el nivel subnacional: no todos los distritos tienen regímenes de igual calidad democrática: son numerosas las provincias en las que las reglas básicas del régimen democrático no funcionan. Ello provoca una pregunta que ha sido o bien ignorada o bien eludida: ¿es posible que en un régimen constitucional como el nuestro una parte significativa de la población vea disminuida su calidad ciudadana? ¿No hay una obligación constitucional de parte del Estado nacional de garantizar el pleno ejercicio de los derechos democráticos efectivos en todo el territorio nacional, en todos los distritos? ¿Tolera nuestra constitución nacional que en algunas de las provincias se incumpla la regla democrática menos exigente: “poca o nula rotación del partido en el gobierno, sospechosas supermayorías electorales y legislativas, llamativa escasez de medios de comunicación independientes del gobierno provincial y un muy poco efectivo sistema de pesos y contrapesos”?[3] Si la democracia exige que los partidos oficialistas pierdan elecciones, ¿son democráticas San Luis, Formosa, La Rioja, Santa Cruz en las que, entre otras, el mismo partido ha ganado todas las elecciones desde 1983? ¿Toleraría un ciudadano de las provincias con democracias más competitivas vivir bajo un régimen de partido hegemónico durante 35 años, sin considerar que se trata, cuando menos, de regímenes híbridos? La organización republicana y democrática que nuestra Constitución establece, ¿es válida solo en el nivel nacional, y no en los otros niveles de organización política? ¿Cuál es el límite de esa tolerancia entre formas de organización o regímenes políticos? ¿Por qué es posible tolerar que durante casi cuatro décadas una provincia esté gobernada por un mismo partido o, como en el caso de Formosa, durante 25 años por una misma persona, y no sería tolerable que se suprimieran directamente las elecciones? ¿Son las constituciones provinciales instrumentos tan poderosos y autónomos como para negar, en el nivel subnacional, derechos que están consagrados a nivel nacional? Suponemos que la Constitución nacional tiene algo que decir sobre la calidad democrática de los estados subnacionales: sobre la división de poderes, sobre los contrapesos, sobre la libertad de prensa. La misma Constitución que garantiza una serie de derechos y habilita una serie de actividades que en muchos distritos no parecen posibles, ¿no está siendo perturbada por esas realidades? Esa Constitución que promueve la vigilancia del poder, y asegura derechos para controlar al poder, ¿no debería escandalizarse por la colusión entre las diferentes ramas del poder que es ostensible en muchos distritos? ¿El principio constitucional contrario a la reelección, no es vulnerado cuando en distritos subnacionales es ignorado? No conocemos las respuestas a estas preguntas, pero estamos convencidos de que es necesario formularlas.
Del mismo modo, en una discusión sobre la problemática de los estados subnacionales debería incluirse como un capítulo especial a la provincia de Buenos Aires. Varios observadores, entre ellos Fabio Quetglas[4], se han preguntado si el federalismo argentino puede funcionar con una provincia del tamaño, población y problemas como la de Buenos Aires, o si esta no debería ser dividida. Si bien los problemas que presenta esta provincia no son del orden de los que señalamos en estas notas, resulta evidente que intentar restablecer los derechos que a esa provincia le corresponden, tanto en términos de representación como de recursos fiscales, provocaría un inmediato desequilibrio en sentido contrario del actual, expulsando todavía más población de las provincias periféricas y agravando los problemas demográficos del país.
En breve: el federalismo argentino, si es que existe realmente, es más una fuente de problemas que una forma política y económicamente eficiente de responder a los desafíos que enfrenta la sociedad argentina. Es imprescindible por tanto repensar la territorialidad argentina, incluida su ingeniería territorial, aunque no limitándose a ella. Quizá debería replantearse el ordenamiento territorial en profundidad, “desarmando” provincias económicamente inviables en unidades regionales más potentes y eficientes, con un gobierno común, al tiempo que se divide a la provincia de Buenos Aires en unidades más pequeñas y con mejor representación política y organización económica. Quizá debería pensarse en la intervención federal de los distritos subnacionales en los que no rige una democracia plena, según criterios mínimos ampliamente compartidos. Quizá debería suprimirse la sobrerrepresentación de las provincias demográficamente más pequeñas. Pero también hay que pensar en profundidad el poblamiento y la demografía, los estímulos al empleo privado -y contrariamente desalentar el empleo público- por medio, entre otros instrumentos, de un diseño fiscal que no atienda solamente necesidades de financiación y de gasto (origen y aplicación de fondos) sino que sea también en sí mismo un sistema de incentivos para el diseño de políticas de mediano y largo plazo a favor del restablecimiento de nuevos equilibrios.
Cualquiera de estas propuestas es de dificilísima implementación, dadas las resistencias que es posible anticipar por parte de los actores que en cada caso verían perder privilegios y posiciones de poder. Pero cualquiera de ellas será indudablemente inviable si cuando menos no se comienza una discusión pública, cuidadosa e informada sobre estos asuntos, que indudablemente son una de las causas fundamentales de las dificultades estructurales de nuestro país. Esa es la conversación que queremos estimular.
Alejandro Katz
Buenos Aires, octubre de 2020
[1] Este documento fue redactado por Alejandro Katz y discutido por los miembros de La Mesa. Es producto de una elaboración colectiva realizada por personas que se saben no especialistas en la materia. Por tanto, se ha intentado más bien sugerir líneas de discusión que dar definiciones o tomar posición.
[2] Destacamos la intervención de Hilda Sabato: “Disparen contra Buenos Aires”, La Nación, 23 de septiembre de 2020. Ver, además, los artículos de Luis Rappaoport en Clarín y J.C. Chiaramonte en revista Ñ.
[3] Íbid.
[4] Actual diputado nacional, Quetglas es master en Gestión de Ciudades de la Universidad de Barcelona y en Internacionalización del Desarrollo Local en la Universitá degli Studi di Bologna. Dirige la Maestría en Ciudades de la UBA y la Maestría en Desarrollo Territorial de la UTN.
Los comentarios están cerrados.