El 14 de septiembre de 2020, los principales integrantes del antiguo Secretariado de las FARC-EP emitieron un comunicado en el que piden perdón a sus víctimas, manifiestan arrepentimiento por los secuestros y se comprometen a colaborar con la verdad, la justicia y el fin de la violencia. Ese hecho suscitó la reflexión de Rubén Chababo sobre la mirada que, desde la izquierda, se dirige hacia el pasado de violencia y sobre el contraste con la reciente reivindicación de lo actuado por parte de ex integrantes y adherentes de Montoneros.

 

¿Cabe la palabra “arrepentimiento”? Si pudiéramos imaginar otro vivir, el plazo no puede postergarse  y  lo  nuevo  comienza  hoy  mismo.  Se  trata  de  aceptar,  antes  que  nada,  que  lo existente no era lo único posible y que los ojos con que hemos mirado estaban ciegos al dolor.

Hay  un  arrepentimiento  por  lo  que  se  hizo  y  uno  por  lo  que  se  dejó  de  hacer.  Algo  dejé  de hacer  porque  mis  ojos  no  supieron  ver,  pero  soy,  trágicamente,  inseparable  de  mis  ojos.  Si declaro que  no  soy  responsable  de  no  haber  visto,  porque  no  eran  momentos  para  ver, claudica mi condición humana

Héctor Schmucler, «Notas para recordar la revolución».

 

En diciembre de 2015 y en el marco de las acciones dispuestas en pos de ir construyendo las bases para la celebración de los Acuerdos de Paz, una delegación conformada por dirigentes de las FARC se hizo presente en el pueblo de Bojayá, situado en el Departamento de El Chocó,  para asumir la responsabilidad por una masacre que había tenido lugar trece años atrás, cuando en el medio de un enfrentamiento entre la guerrilla y un comando de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), un cilindro bomba detonó en una Iglesia ocasionando la muerte de alrededor de un centenar de vecinos del lugar que allí habían ingresado buscado resguardo en medio del fragor de los combates.

Fue ese un momento histórico para Colombia y en especial para esa comunidad diezmada por los estragos de la guerra, ya que se trató de una de las primeras veces que las FARC asumieron públicamente, en la misma voz de su dirigencia, su responsabilidad criminal mirando a los ojos de la comunidad dañada que allí se había reunido para escucharlos: “A orillas de este inmenso río que nace como de las venas de su habitantes -dijo Iván Márquez-, y frente a este pueblo precioso como olvidado, que vierte amor pese a sus penas; por su historia nacida en surcos de dolor desde sus manos mestizas, indias y negras; desde sus manos del arado, la pesca y los tambores…; por sus sueños que como pájaros mágicos anidan en los corazones sencillos de su gente, de sus labriegos, de sus pescadores, de sus bogas y cantores; con nuestras almas contritas, pedimos nos perdonen y nos den la esperanza del alivio espiritual permitiéndonos seguir junto a ustedes haciendo el camino que, reconciliados, nos conduzca hacia la era justa que tanto han anhelado los humildes  de todos los rincones de Colombia”.

Entre aquella ceremonia celebrada en el corazón de la selva, en un lugar alejado de los centros urbanos más importantes, y estos días, mucho ha sucedido en Colombia. Pero acaso lo más significativo sea la firma de los Acuerdos de Paz que tuvo lugar en Cartagena de Indias en agosto de 2016, cierre, por llamarlo de algún modo, de un complejo e intrincado proceso iniciado en 2012 y que implicó el despliegue de una amplia maquinaria diplomática puesta al servicio de promover los diálogos y los consensos mínimos para promover esos acuerdos.

Declaración FARC, 14 de septiembre de 2020.

La firma de los Acuerdos implicó el inicio de un tiempo de esperanza que pronto se ensombreció cuando el histórico plebiscito convocado para suscribirlos recibió el rechazo de un poco más de la mitad de los votantes. Tiempo después, el fin del mandato presidencial de Juan Manuel Santos, impulsor del Tratado de Paz y la llegada al Palacio del Quemado de Iván Duque, representante de los sectores uribistas, duros e intransigentes y de reconocida tradición guerrera,  es una de las razones que explica por qué el presente no es hoy como el que se soñaba en las mesas de negociación de La Habana. Lo cierto es que, sin el impulso fundamental del Ejecutivo,  muchos de los compromisos asumidos no fueron cumplidos ni por la nueva administración ni por algunas facciones de la guerrilla, siendo el proceso de reinserción de los desmovilizados y los escollos con los que se tuvo que enfrentar la justicia transicional uno de los capítulos más álgidos, solo uno entre tantísimos otros, de este proceso. Dicho esto, y a pesar de que en diferentes lugares del país se verifica desde hace ya tiempo el rebrote de focos de violencia, a pesar de que la matanza de líderes sociales no ha cesado, a pesar de que decenas de ex guerrilleros han sido asesinados en actos de venganza, a pesar de que los procesos judiciales diseñados para alcanzar justicia a través de la Jurisdicción Especial para la Paz se han visto más de una vez entorpecidos, todo eso en un contexto en el que gobierno de Duque esmerila sin descanso el legado recibido, la voluntad de algunos actores de avanzar en el proceso de reconciliación y pacificación muestra cada tanto algunas señales alentadoras.

Este 14 de setiembre, se manifestó una de esas señales cuando las FARC, en un comunicado público, formularon un nuevo reconocimiento, esta vez referido al daño causado por la guerrilla en la comisión de secuestros, un delito que se habían resistido asumir o al que hasta el momento aludían  de manera elusiva, llamándolos “retenciones”, en un intento por disminuir, gracias al eufemismo, el impacto real de esas acciones. La práctica del secuestro fue contemporánea a la lucha armada y sus víctimas fueron tanto integrantes de la fuerza pública como amplios sectores de la sociedad civil quienes en muchos casos permanecieron cautivos en la selva durante años y en muchos casos también murieron sin haber recobrado la libertad. También del secuestro fueron víctimas niños y adolescentes quienes en su mayoría, una vez arrebatados de sus comunidades, eran incorporados por la fuerza a las milicias revolucionarias, calculándose en alrededor de 12.000 el número de niños y jóvenes en esta situación. Ninguna de estas prácticas, volcadas en las páginas de múltiples informes oficiales, habían sido reconocidas como propias por las FARC. Pero ahora sí, porque el comunicado dado a conocer el pasado 14 de setiembre es claro y preciso y se esfuerza en no dejar margen a las ambigüedades: “produjimos un infierno, arrebatamos la libertad y la dignidad de las personas, causamos inmenso dolor a las familias, produjimos sufrimientos indecibles (…) reconocemos que infringimos una herida que destruyó nuestra dignidad y destruyó nuestra legitimidad”. Y  añade: “estamos dispuestos a someternos a la justicia y a luchar para que nunca más nadie sea secuestrado en Colombia, y a trabajar por la paz de los colombianos”.

Sin lugar a dudas, el contenido de esta declaración alcanza una significación que años atrás era imposible de imaginar y que de seguro impacta de manera especial en los oídos de decenas de miles de familiares de víctimas de secuestros y de sobrevivientes de aquellos cautiverios quienes, a lo largo de muchos años, debieron soportar, no solo la indiferencia del Estado ante el reclamo de justicia sino además que la comisión de esta clase de crímenes fuera negada hasta el extremo de no ser reconocida por más que las pruebas y los testimonios fueran tantos e irrefutables.

Las FARC fueron emblema de la guerrilla en América latina a lo largo de muchos años, una  agrupación armada que se caracterizó no solo por su prolongada permanencia en el tiempo sino por su alto nivel beligerante, plasmado en múltiples acciones en las que si bien, en la mayoría de los casos, no fue la población civil su principal objetivo, sí fue víctima directa en muchos. Por ese carácter emblemático, las FARC contaron a lo largo de más de cinco décadas con un fuerte apoyo y acompañamiento del campo progresista latinoamericano y europeo, algo que les permitió dotar de “legitimidad” a muchos de sus reclamos y, por extensión, minimizar o justificar las consecuencias no deseadas de sus estrategias guerreras, aun cuando estas herían profundamente el tejido social bajo la modalidad de atentados en el corazón de los centros urbanos, ocupación y desplazamiento de comunidades en los llamados territorios, reclutamiento forzado de civiles, entre otras acciones que interrumpieron los proyectos de vida de millones de personas.

Por todo eso y por mucho más, esta nueva asunción pública de su responsabilidad por el daño y el dolor infringido no es algo menor, y sería deseable también que esas palabras impacten en la conciencia de ese amplio campo político e intelectual progresista, tanto latinoamericano como europeo, que durante años tuvo la posibilidad de reconocer la dimensión de lo que allí ocurría prefiriendo en cambio, las más de las veces, callar, cuando no consentir y hasta avalar.

 

Una carta abierta

La declaración de las FARC, su pedido de perdón, el reconocimiento del daño infringido y su voluntad de no eludir las instancias judiciales que correspondan, contrasta no solo con lo ocurrido en otros países de la región sino que resuena de manera significativa en nuestro país. Hace tan solo unos días atrás, y en ocasión de conmemorarse el Día del Montonero, más de 500 firmantes suscribieron una carta abierta titulada “Murieron para que la Patria viva” en la que reivindican, a cincuenta años de la caída en combate de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus, la historia de esa agrupación, sin aludir, en ninguna de sus líneas, a la posibilidad de enunciar una revisión crítica de ese pretérito, sin invitar a pensar qué fue lo que hizo posible la brecha entre los propósitos iniciales y los resultados, entre el proyecto original y su concreción histórica, como si el ayer fuera un territorio en el que ninguna de las opciones elegidas mereciera la mínima observación. La carta puede ser leída como una reafirmación sin fisuras del sentido y las acciones que esos hombres y mujeres protagonizaron en el pasado.

Lo sabemos, en nuestro país, todo recuerdo del daño ocasionado en muchos casos por la violencia de las agrupaciones armadas es inmediatamente asociado a la pretensión de reivindicar la Teoría de los dos demonios, obturando de un modo perverso no solo la deliberación pública sobre ese ayer sino la posibilidad de esperar cualquier posible acto de contrición por la asunción de algún daño cometido.

Es cierto, desde finales de los años 80 hasta nuestros días no han sido pocos los protagonistas sobrevivientes que han dado testimonio revisando críticamente su lugar en la historia: los dos volúmenes que reúnen la polémica No Matarás, iniciada a partir del testimonio de Héctor Jouvé, las páginas de la revista Lucha Armada y antes, las de Controversia, que en los primeros años del exilio en México acogió diferentes miradas preocupadas en analizar y echar luz sobre un pasado que acabada de ocurrir son, entre tantas otras publicaciones, evidencia de esto que aquí se dice; sin embargo, los  líderes sobrevivientes de aquel tiempo, muchos de los cuales encabezan la firma de esta carta abierta, siguen sin asumir su posible contribución al dolor apelando en cambio a la justificación constitucional de sus acciones al decir que, si los militantes del peronismo montonero recurrieron a la resistencia armada, no lo hicieron por voluntad militarista y menos aún terrorista, sino “obedeciendo al mandato constitucional que obliga a todos los habitantes a armarse en su defensa, así como por la legítima defensa propia ante el terrorismo de estado”, una forma de construir un amparo legal a decisiones que no solo son repudiables cuando las miramos con la distancia que brinda la perspectiva histórica sino que también lo fueron para muchos, en su propio contexto, cuando ellas tuvieron lugar. El asesinato de Aramburu, por poner el caso, acción fundacional y emblemática de la organización, refuta en sí misma lo que expresa la carta: no se trató de un crimen cometido con la idea de conjurar ninguna amenaza a ningún orden constitucional sino un acto de venganza que buscaba, tal como lo expresó Montoneros en su momento, “que el fusilador pagara sus culpas a la justicia del Pueblo”. Por lo demás, si la defensa de la Constitución y el estado de derecho fue su vocación, no se explica por qué la agrupación no se disolvió con la llegada de Héctor Cámpora al poder en el año 1973.

La carta del pasado 7 de setiembre reafirma lo actuado, como si la rueda de la Historia detenida por el golpe militar de 1976 hubiera interrumpido un movimiento virtuoso que, si estuvieran dadas las condiciones, habría que volver a iniciar para alcanzar las metas soñadas, como si no hubiera allí, en ese pretérito, ninguna enseñanza  que extraer, entendida la idea de enseñanza en el sentido que alguna vez Todorov propuso al diferenciar dos modos de hacer memoria, una literal, más semejante a un ritual, y otra ejemplar, que supone regresar al ayer, no para evocarlo tal como fue, sino para interrogarlo, y de ese modo poder extraer lecciones que ayuden a iluminar el presente.

Las comparaciones entre el proceso colombiano y el argentino, entre la dinámica de la violencia que allí tuvo lugar y la que se manifestó en el Río de la Plata, son imposibles de establecer desde todo punto de vista, y hacerlo implicaría aplanar o disolver la complejidad de cada uno de esos procesos históricos. De allí que el objetivo de estas líneas no sea  el de poner en cotejo ni la magnitud de los crímenes ni la brutalidad del enemigo que cada una de estas experiencias políticas tuvo por delante en el pasado, tampoco la dimensión más o menos aguda de sus errores y derrotas, sino reconocer, a la luz de las declaraciones públicas enunciadas por el liderazgo de las FARC el pasado 14 de setiembre, la brecha, la inmensa brecha que es posible advertir entre el gesto de reconocimiento ético político por el dolor infringido a sus semejantes por parte de los ex combatientes colombianos, y la siempre sorprendente actitud auto justificatoria enunciada por quienes siguen creyendo que ese ayer evocado no solo los exime de toda responsabilidad política sino que debe ser considerado  como un paréntesis en el camino hacia la definitiva  liberación, y que dentro de ese paréntesis no hay nada, absolutamente nada que merezca aquello que Héctor Schmucler alguna vez llamó voluntad de arrepentimiento.