El rechazo del homenaje a José Rucci coincidió en el tiempo con la solicitada que reivindicaba a la organización Montoneros que lo asesinó. El texto de Bufano y Vezzetti repasa las opiniones de Perón sobre el episodio de 1973 y se interroga sobre lo que queda de una “identidad” peronista que borra el pasado y suprime los muertos que sobran para una memoria regimentada según los dictados del poder. Se agrega el silencio llamativo de quienes construyeron una opinión intelectual sobre esos problemas en el pasado y al parecer, por indiferencia u olvido, no tienen nada que decir. Finalmente, está en juego el estado de la memoria histórica y política, que no es sólo un problema de los peronistas.

 

Recientemente, el bloque de diputados kirchneristas de la Provincia de Buenos Aires rechazó la realización de un homenaje a José Rucci, secretario general de la CGT asesinado en 1973 por Montoneros. El episodio viene a cuento para interrogar qué significa hoy ser peronista.

Por supuesto, en nombre de Perón y del “verdadero peronismo” hubo, en el pasado, conflictos e incluso guerras sangrientas. Osvaldo Soriano, lo representó vívidamente en una escena de No habrá más penas ni olvido (destacada en la película de Héctor Olivera): dos grupos armados se tirotean gritando al mismo tiempo “¡Viva Perón, carajo!”.

Después de 1983, la compleja memoria peronista pareció entrar en una etapa de relativa pacificación o, al menos, de un pacto que dejaba de lado los aspectos más urticantes de ese pasado de violencias recíprocas. Convivían quienes seguían homenajeando a Rucci todos los años con los que, más visiblemente en el último tiempo del gobierno de Cristina Kirchner, celebraban el Día del Montonero. Y en el ámbito parlamentario, un homenaje no se le negaba a casi nadie.

Ahora bien, nadie desconocía (y salvo amnesia generalizada nadie puede alegar ignorancia hoy) que ese crimen fue un acto directo contra Perón. Para utilizar un vocablo común al peronismo, después del golpe de Estado de 1955 y de la proscripción de Juan Domingo Perón durante 18 años, aquel atentado fue el más “gorila” de los crímenes. Rucci era un peronista leal a su líder que luchó denodadamente para su regreso del exilio y en la campaña política que lo llevó a la tercera presidencia de la Nación. Nadie podía comparársele en su fidelidad al Justicialismo y al General. Negar el homenaje a ese dirigente sindical, hijo dilecto de Perón ¿no demuestra acaso la vocación “gorila” de los legisladores de la provincia? Algo ha cambiado, y mucho, en la memoria o en la “identidad” peronista, si es que ese término tiene algún sentido hoy. En los manejos del poder, de la obediencia y de los negocios, los símbolos se vacían y se trafican, incluyendo el nombre de Perón.

La negativa de los diputados provinciales coincidió en el tiempo, y quizá no sea una casualidad, con una solicitada firmada por alrededor de 700 personas que reivindicaban la lucha de la organización Montoneros. ¿Hay que recordar cómo Perón definió a los asesinos de Rucci? Los definió como “infiltrados, trasnochados, exógenos, hipócritas, estúpidos que pretenden usar y abusar de la camiseta”. Así los llamó en aquel momento y así, presumimos, los llamaría ahora, aunque seguramente esas calificaciones no hacen mella en quienes firmaron la solicitada encabezada por Mario Firmenich.

Fue precisamente Perón el primero en comparar a Montoneros con los “gorilas” de 1955. Refiriéndose a los intentos por destruir al peronismo, dijo el 8 de noviembre de 1973: “Primero con fusilamientos y masacres […] frente a la inutilidad de ese procedimiento, se intentó asimilarnos a otras fuerzas políticas a fin de absorbernos. Tampoco resultó ese camino […] Yo me pregunto: ¿cómo se intenta hoy conseguir lo que no consiguieron durante veinte años de lucha? Hay un nuevo procedimiento: el de la infiltración”. Proponía entonces una analogía entre los militares golpistas de 1955 y los que creían que era posible alcanzar la “liberación” colocándose la camiseta peronista.

 

«La ciudad nocturna», nro 1, Félix Rodríguez (2020)

Alrededor de la figura de Rucci, que fue secretario de la CGT en un período decisivo de la historia argentina y de las luchas del movimiento por el retorno de Perón, se conjugan otras cuestiones, sobre todo las  visiones acerca de sindicalismo obrero y peronista. El Presidente de la Nación, Alberto Fernández, ha mostrado sus preferencias: sindicalistas millonarios que viven con lujo en un país cada vez más pobre, sospechados de corrupción, vinculados con la violencia y los negocios oscuros del fútbol. Rucci, que no era un santo, no tenía nada que ver con eso. Para quienes son jóvenes y desconocen aspectos importantes de la historia reciente de Argentina, conviene recordarles que en los setenta hubo dos dirigentes sindicales de ideas antagónicas: José Rucci y Agustín Tosco. Más allá de que cada uno representaba un modelo de país diferente, más allá de las célebres disputas públicas acerca del papel que debían jugar los sindicatos y de los métodos democráticos o autoritarios que correspondían aplicar en los gremios, hubo algo que los igualó: ambos eran decentes. Vivieron modestamente y murieron sin dejar las fortunas que heredarán las viudas de los actuales jerarcas, a quienes hoy se halaga como si fueran un modelo a seguir y se los protege de una Justicia débil e inoperante.

Finalmente, lo que está en juego en el episodio es el estado de la memoria social y política, que, como decía Héctor Schmucler, siempre se sostiene en una moral. Ante todo, resalta la ausencia del gesto ético que recuerda con dolor un episodio de la guerra entre peronistas y busca repararlo, así sea simbólicamente. La degradación moral más profunda se revela en la intención de renegar de los muertos que sobran para una memoria regimentada según los dictados del poder. A esto se agrega la renuncia a las ideas y a la deliberación sobre un pasado de violencias que todavía sigue mostrando sus efectos. Las memorias políticas no se forman ni actúan encapsuladas. Es por eso que las memorias del peronismo no son sólo un problema de los peronistas. Y no se trata de convencer a nadie sino de advertir la devastación de un espacio público que no hace mucho incluía intelectuales peronistas en las discusiones sobre el terrorismo de estado, el “No matar” o las responsabilidades políticas y éticas de las guerrillas.

Más allá de las diferencias y los conflictos, el pasado aparecía como un terreno del cual extraer alguna enseñanza en pos de la voluntad de vivir juntos. Por eso, creemos, la coyuntura que enlaza las memorias del asesinato de Rucci con la celebración de Montoneros expone una grave alteración de la memoria pública, entre la parálisis amnésica y la euforia facciosa. Pero hay algo más que también debe preocuparnos. A los legisladores que rechazan el homenaje y los nostálgicos que reivindican a los asesinos de Rucci, se agrega un silencio llamativo de quienes, viejos protagonistas, testigos o ciudadanos de ideas, al parecer, por indiferencia u olvido, no tienen nada que decir. La memoria histórica, un cimiento de la sociedad democrática, puede agonizar lentamente, sin que a casi nadie le importe.