En estas dos columnas, Hugo Vezzetti presenta las diferentes posiciones que exhibe el documental The Round Number (2021), de David Fischer, desde aquellas que le otorgan importancia a la formulación de la pregunta en torno a si la cifra de 6.000.000 de judíos asesinados por el nazismo es exacta, hasta aquellos que sostienen que ese número pertenece al campo de lo simbólico y por lo tanto no merece ser interrogado. No cabe duda, como queda expresado en la segunda intervención, que la reflexión cinematográfica de Fischer “resuena”, para el caso argentino, donde la discusión acerca del número exacto de víctimas del terrorismo de Estado genera polémicas, divide campos y enfrenta posiciones desde hace ya muchos años.
¿Se puede interrogar un símbolo cargado de dolor, que arrastra el peso de un pasado denso, en el que se combinan la representación del mal radical con la memoria y la reparación moral de las víctimas? Es la pregunta que surge frente al documental The Round Number (2021), de David Fischer, proyectado recientemente en el Bafici. El título refiere a la cifra de seis millones, un “número sagrado” que en general se prefiere mantener intocado y que Fisher, que se presenta como un “hijo de la Shoá”, se propone interrogar.
El símbolo cristaliza en la conciencia y la memoria una representación tangible, fácilmente disponible, de la magnitud de un crimen radical, que resiste la comparación y la explicación. Por eso se ha convertido en un territorio de disputas enconadas. Como es sabido, la discusión sobre el número de víctimas ha sido un episodio reiterado en la pelea de quienes niegan el acontecimiento o buscan reducir su importancia. No son problemas ajenos a la experiencia argentina, en la que también sigue abierta la discusión sobre el número de desaparecidos. Por supuesto, se trata de situaciones muy distintas y no quiero abonar el camino de las analogías fáciles entre el Holocausto y el terrorismo de estado en la Argentina. En todo caso, lo dejaré para otra nota.
Sobre el “negacionismo” cabe una aclaración: el negacionista no tiene preguntas, no se interesa en corregir las cifras ni quiere conocer mejor qué pasó; no busca interrogar el origen del símbolo, sino sólo justificar una creencia previa y respaldar a los perpetradores. Por supuesto, Fisher lo sabe muy bien y elige separarse de esa contienda. Se pregunta de dónde salió el número y no pretende negarlo o achicarlo. Por el contrario, admite que puede ser mucho mayor si se incluye a los que murieron después, los que se suicidaron, los asesinados por sus vecinos o los sobrevivientes que, como sus propios padres, vieron su vida aplastada por el peso de la catástrofe.
Fisher pertenece a la segunda generación de sobrevivientes, vive y trabaja en Israel. Nadie cuestiona su derecho a investigar, incluso a hacer preguntas incómodas que erosionan un símbolo que se sostiene a la vez en la memoria de los sobrevivientes y es una de las bases identitarias del Estado de Israel. Y cabe agregar que la embajada de ese país patrocinó su participación en el Bafici.
Protagonista mayor del film, explora cuándo, cómo y por qué el número quedó inscripto en los testimonios y en los documentos. Investiga en primera persona y hace preguntas, muchas: cómo surgió, cómo pudo establecerse antes de cualquier investigación; cómo se contaron, quién fue el primero y quién el último de la lista, a quiénes incluir.. Emprende un viaje que estimula diversas reacciones y obliga a volver sobre los sentidos del acontecimiento. En este ejercicio de memoria, ejemplar si se quiere, no se trata de corregir la cifra con datos precisos. Las preguntas valen por sí mismas, muestran la voluntad de no dar nada por sentado. No son las de un historiador sino las de alguien que vuelve sobre las incertidumbres de una experiencia que lo involucra profundamente. Es, qué duda cabe, un ejercicio de memoria que acepta las dudas y se enfrenta a sus límites, incluso de lo que no se puede saber, de lo incomprensible y propone una conversación interminable en la que no hay respuestas definitivas sino nuevas preguntas.
El film ofrece un recorrido que reúne memorias vividas (ante todo la suya y la de su familia), la opinión de los historiadores, argumentos legales y algunos hechos que marcaron la fijación del símbolo: los juicios de Nurenberg (1945) y el proceso a Eichmann (1961). Alejado de las constricciones de la corrección política pero nada provocador, Fisher sitúa su intervención en un espacio de intersección entre el saber de los historiadores, siempre provisional y disputado, la razón política (de los aliados en 1945 y del Estado de Israel en 1961) y los testimonios. Pero no hay una voz destacada de los sobrevivientes. En todo caso, esa voz la encarna el propio Fisher, su hermano y su padre.
En síntesis, no es posible saber el número exacto y al mismo tiempo no hay que dejar de preguntar ni ceder al poder de los símbolos. La pregunta por el origen tiene diversas respuestas. Yehuda Bauer, uno de los más reconocidos historiadores de la Shoá, expone una hipótesis que otros rechazan: si ese número ya circulaba entre los sobrevivientes en el final de la guerra sólo podía provenir de los propios nazis que se vanagloriaban de él. Una hipótesis alternativa es que fue transmitido por los soviéticos a través de Ilya Ehrenberg, corresponsal de guerra que llegó a los campos con las tropas. En 1961, en el Juicio de Jerusalem, se dice que Eichmann lo transmitió a Wilhem Hoettl en 1944; y siguen los evidencias y las hipótesis..
Fisher no elude una de las cuestiones más espinosas, que fue esgrimida muchas veces por los detractores del Holocausto: la cifra de seis millones estaba ya instalada antes de la Segunda Guerra Mundial y se refería a una estimación de los judíos perseguidos o amenazados en Europa. Chaim Weizmann, un líder del movimiento sionista (que fue el primer presidente del Estado de Israel en 1948) lo decía en un discurso, en 1936. Hay evidencias de que el número circulaba aún antes, en los años de la Primera Guerra Mundial, como un argumento del nacionalismo sionista, a favor de la necesidad de una patria judía. Habría nacido como un dato “demográfico”, a partir de la población judía que vivía en Europa y de cuántos de ellos podían ser víctimas potenciales de amenazas antisemitas. Es claro que no era un argumento infundado, dados los antecedentes en la historia europea moderna.
En fin, que el símbolo haya nacido antes de la Shoá, asociado al sionismo, no alcanza para refutar que hubo un genocidio y que las víctimas fueron entre 5 y 5.5 millones según las investigaciones confiables. La cuestión merece un tratamiento más extenso, pero lo importante, más allá de la precisión en los números, concierne al valor ético y político de la libertad de investigación y de la deliberación autónoma de la sociedad sobre su historia. Si bien los historiadores interrogados admiten que no fueron seis millones, de allí se siguen respuestas muy distintas. Hay quienes rechazan el proyecto mismo o deciden mantener separado lo que conocen de la defensa pública del símbolo consagrado. Yehuda Bauer expresa un ideal que todos suscriben: “Tenemos la obligación de llegar lo más cerca posible de la verdad.” Pero casi no se ocupó del tema en su extensa obra. Considera que el número es erróneo y a la vez no cree que sea necesario discutirlo. Alcanza, dice, con saber que fueron millones. Para la historiadora Hanna Yablonka, por el contrario, el número importa mucho y es crucial. Quiere saber cuántos fueron, todos y cada uno. “Uno más hace una diferencia”, dice. Ese conocimiento histórico no renuncia a conocer en particular, persigue y busca la verdad en cada caso.
Lo que se advierte en el contrapunto de argumentos es que tienen ideas distintas acerca de esa “verdad” que persiguen. Yablonka no sólo se sostiene en un modelo del oficio que persigue un saber lo más exhaustivo posible de lo particular. También expone una idea secularizada de la voluntad de conocimiento, heredera del iluminismo, que interroga lo dado y no admite axiomas o convenciones sustraídas del cuestionamiento racional. Para Yehuda Bauer, en cambio, el número preciso es insignificante porque su mira se concentra en el acontecimiento global y parte de otras convicciones. Ante todo es un historiador judío y su objeto es la Shoá como tal, que no tiene precedentes. (Evita hablar de “único”, un término que también se aplicó al acontecimiento y que ha generado muchas polémicas). No quiero poner palabras que no dice en el film, pero su propósito apunta, creo, a una historia atravesada por una intención moral, de reparación de las víctimas que prevalece sobre un ideal de neutralidad en el trabajo sobre documentos y cifras.
¿Quién tiene razón? Alcanza con poner en evidencia que hay más de una manera de conjugar la búsqueda de la verdad. Y cada uno, coherente con esos principios, ha sido capaz de producir conocimiento y contribuir a que pueda ser pensado y discutido un acontecimiento que se sitúa en los límites de la razón.
“El final de tu película es el comienzo de una conversación pública”, dice Hanna Yablonka, que es quien más cerca se muestra de los propósitos del director. En efecto, el propio recorrido del film, la trama de las distintas posiciones, la discusión de las evidencias y las conjeturas, constituyen un ejercicio virtuoso de una cultura de la conversación, una puesta de la historia en la escena pública ciudadana que concierne a problemas y sentidos que cimentan una comundad política y moral. Y lo hace a contramano de este tiempo crispado por el encierro de facciones o las rutinas de la “cancelación”.
No hace falta decirlo, la sociedad argentina enfrenta su propio pasado de crímenes y violencias que se traducen, entre otras cosas, en las dificultades para investigar y discutir los hechos y los números. Hacer las preguntas que casi nadie hace es algo muy distinto a negar o rechazar los hechos. No se trata de borrar el símbolo sino de indagar en la relación siempre compleja con el acontecimiento y con la experiencia. Puede ser difícil, pero no responde a una convicción previa, no busca reemplazar una fe por otra y no tiene nada que ver con la voluntad de imponer una verdad. En todo caso se trata de la voluntad de conocer y de pensar un pasado que no quede reducido a unas fórmulas que clausuran la discusión.
¿Discutir el número? Sobre la cifra de los treinta mil desaparecidos
Me propongo volver sobre algunos problemas suscitados a partir del documental The Round Number (2021), una suerte de ensayo fílmico sobre la cifra consagrada de seis millones de judíos asesinados en la Shoá. En lo que escribí se planteba la relación siempre problemática de la memoria (o la “conciencia histórica”, en el sentido más clásico) con las cifras y los símbolos de un pasado de crímenes masivos.
En las conversaciones con el director, después de las proyecciones en el Bafici, no dejaban de aparecer las comparaciones con otro “número redondo” que nos incumbe, los treinta mil desaparecidos. David Fisher, prudentemente, se abstenía de opinar (al menos en la ocasión en que yo lo escuché), pero esa asociación no dejaba de repercutir en muchos de los espectadores.
La asimilación del terrorismo de Estado, de los asesinatos masivos y los campos, en la experiencia argentina, con los horrores de la “Solución final” en Europa no es nueva. Surgió desde el comienzo de un trabajo de memoria y comprensión, frente a la magnitud y las modalidades de un acontecimiento límite, una violencia desde el estado que era casi imposible de ser pensada a partir de la historia conocida. La figura global del “genocidio” facilitaba una comparación entre el Holocausto y al terrorismo de Estado en la medida en que ofrecía un primer significado, un símbolo si se quiere, que inscribía esa masacre en la estela de los grandes crímenes del siglo XX. Pero también ha dificultado un trabajo de conocimiento capaz de aprehender y discutir las enormes diferencias en la historia, las modalidades y las consecuencias.
Aquí se trata de otra cosa. No de un acercamiento en el plano del acontecimiento, sino de sus sentidos. Y sobre todo del trabajo interminable de elaboración (Durcharbeiten, en el vocabulario de Freud) que retorna sobre una experiencia que no termina de asimilarse, que no agota su fuerza y su capacidad de conmover cierto estado de la conciencia y las representaciones del pasado. En ese punto, la discusión sobre las cifras (seis millones de judíos o treinta mil desaparecidos) es mucho más que una discusión sobre hechos y datos y se convierte en un síntoma de lo que puede o no puede saberse, de los límites de lo pensable de un pasado que sigue vivo en el presente.
Lo que me interesó destacar en el documental de David Fischer no es lo que agrega al conocimiento de la Shoá sino lo que habilita en el plano de las preguntas admisibles sobre un símbolo consagrado. Y lo importante no está en las respuestas o los resultados de una indagación, muy personal por otra parte, sino en lo que muestra sobre el estado de una comunidad de memoria particular (historiadores, intelectuales, políticos, sobrevivientes..) capaz de asumir las preguntas que ponen en cuestión sus propias creencias.
Ahora bien, no desconozco que en la experiencia argentina discutir el número puede ser una manera de tomar partido, de ocupar una trinchera imaginaria que revive (o alucina) los combates de otros tiempos. En esa configuración miliciana de la memoria, el número (“Son treinta mil”/ “No son treinta mil”) no importa como dato o evidencia disponible para el mejor conocimiento del pasado. Y lo peor que puede pasar es que un pasado doloroso, cargado de vivencias, de luchas y desencuentros pero también de vínculos de solidaridad, de proyectos y esperanzas, quede aplastado bajo el peso de las consignas.
Es claro que se pueden hacer muchas cosas con las cifras, dependiendo de lo que se busque. En principio, lo que me interesa abordar en el debate, o más bien en la ausencia y las dificultades de una discusión, concierne al estado de la conversación pública sobre el pasado en sus proyecciones y retornos sobre las visiones del presente. En ese sentido, inevitablemente, la esfera tan mentada de la memoria pública no se separa de las producciones y las ficciones de la imaginacion política.
Todo eso es bastante conocido: no se trata de corregir los símbolos y las creencias que sostienen identidades y filiaciones ideológicas; tampoco de erigir a alguna élite esclarecida en los guardianes de la verdad histórica. La dimensión pública de la historia no existe sin el debate, que es algo bien distinto, opuesto en verdad, de una guerra de trincheras discursiva. Los símbolos y las creencias, por muy respetables que sean, no se sustraen a la polémica, máxime cuando, como en el caso de los desaparecidos, conciernen muy directamente al conocimiento y la deliberación sobre un pasado que interpela a toda la sociedad.
Por supuesto, la primera condición es la más completa libertad de investigación y de argumentación. La segunda, es que no se admitan monopolios en la interpretación de ese pasado: ni del estado (o del partido, en la tradición estalinista) ni de los especialistas y los historiadores, ni de los representantes las víctimas que tienen todo el derecho de organizarse, reclamar justicia y expresar su visión del pasado, pero no de imponerla a los demás. Una polémica abierta, concebida como una conversación que nadie controla y no se sabe adonde puede llevar es una imagen ideal, exigente, utópica si se quiere, que va a contramano de un espíritu de época en el que dominan las certezas automáticas y las solidaridades de facción. Sin embargo, contra el conformismo fácil, se erigen las responsabilidades de una posición intelectual (que tiene, por otra parte, una larga historia) que no renuncia a un criterio de verdad como crítica de lo dado, una práctica del pensamiento autónomo que, idealmente al menos, no tiene patria ni partido.
La primera cuestión, histórica, concierne a las preguntas que suscita la cifra de treinta mil desaparecidos a la luz de las evidencias y los conocimientos sobre la violencia de los setenta y el terrorismo de estado. (Hay otra pregunta, política, que por ahora dejo de lado, ¿Cómo distinguir a los verdaderos negacionistas?)
Para quien busca un conocimiento de ese pasado las cifras son una evidencia. Y una tarea básica de la investigación histórica exige interpretarlas, cruzar esos números con otras evidencias, compararlas, proponer inferencias. Por supuesto, el número no es decisivo para un juicio global sobre el acontecimiento: no lo fue para la Shoá (alcanza con saber que fueron varios millones los judíos asesinados) ni tampoco lo es para la condena del terrorismo de Estado y para la acción que desde la sociedad ha buscado recordar y honrar a las víctimas. Pero eso no lo convierte en insignificante para el conocimiento y la intelección del acontecimiento.
Vuelvo sobre el documental de Fisher. Yehuda Bauer, un gran historiador de la Shoá, puede decir que el número no es importante porque, finalmente, esa cifra es abstracta: suma asesinados en condiciones y realidades muy distintas, en Alemania, en Francia, en Polonia, etc. Pero, por ejemplo, ningún historiador que se ocupe de los judíos deportados bajo la ocupación nazi en Francia podría decir, seriamente, que el número no importa. Y en Francia, en la posguerra y por la accion conjunta del Estado y de los historiadores se investigó y se determinó una cifra que nadie discute. En la Argentina no ha habido, ni de parte del Estado ni de la comunidad de historiadores, ninguna investigación sostenida en ese sentido. Me ocupé del tema hace varios años.
Ahora bien, en lo que concierne a los desaparecidos, a diferencia de las víctimas del Holocausto, hay un número documentado que ha surgido de la denuncias realizadas a lo largo de más de cuarenta años, primero ante la CIDH (1979), luego en la CONADEP y finalmente en las denuncias recogidas en el Archivo Nacional de la Memoria. Ha habido depuraciones y agregados pero el número, alrededor de 8000, no ha variado. Mantener la cifra de treinta mil con la fuerza de un símbolo del conjunto de las víctimas (incluidos los detenidos ilegalmente que sobrevivieron), como proponía Emilio Mignone, es algo muy distinto de sostener, como un dato histórico, que hay más de veinte mil detenidos-desaparecidos de los que no ha quedado ni un nombre.
Las cifras documentadas son una puerta de entrada para las preguntas y las conjeturas acerca de un número total que siempre será aproximado. A partir del perfil de los casos conocidos, esas cifras deberían cruzarse con lo que se sabe sobre las organizaciones que fueron el blanco mayor de la represión, las localidades donde los secuestros se produjeron, las modalidades, capacidad y tiempo de funcionamiento de los centros clandestinos, etc. ¿Qué sabemos de las víctimas conocidas? Casi todos eran militantes políticos o sociales insertados en su medio, mayormente urbanos; trabajaban o estudiaban, mantenía lazos sociales, familiares, de trabajo de amistad. Y su ausencia fue notada y denunciada; muchas veces por la acción conjunta de las familias y los compañeros de organizaciones políticas, sindicales o estudiantiles, que tuvieron un rol activo en ese sentido, conjuntamente con los organismos que nacieron en la resistencia a la dictadura. Las preguntas siguen abiertas, pero es difícil admitir que haya otras víctimas, varios miles, que han pasado por ese tiempo de luchas y compromisos fuertes sin dejar rastros.
Quiero ser claro: discutir el número a partir de estas preguntas no tiene que ver con una búsqueda de exactitud ni mucho menos con la intención de negar o reducir el crimen. Michelet decía que el historiador es el que toma a su cargo a los muertos. Mucho antes, Cicerón, postulaba una responsabilidad más extendida: “la vida de los muertos está en la memoria de los vivos”. En nombre de esos muertos, de los que tienen nombre y de los que en esa cifra habrían quedado borrados de la historia y de la sociedad, reducidos a la insignificancia, cabe mantener abiertas las preguntas y el derecho a discutir el número.
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