Desde comienzos de la democracia, las dos fechas compitieron en la memoria pública respecto de un pasado de degradación política y moral, pero el 24 de marzo ha prevalecido desde bastante antes de la apropiación desde el Estado. ¿Por qué quedó relegado el 10 de diciembre y qué puede conjeturarse sobre las consecuencias para la experiencia democrática? Alrededor de esta pregunta Hugo Vezzetti reflexiona y arriesga su mirada tratando de entender el sentido de esta disputa y sus “consecuencias” para la cultura democrática argentina

El 24 de marzo de 2006, en un acto frente a la ESMA, Raúl Alfonsín expresó su desacuerdo con la decisión de establecer la fecha del comienzo de la dictadura como feriado nacional. La conmemoración mayor debía hacerse el 10 de diciembre, no sólo porque era el día en que terminó la dictadura, sino también por los derechos humanos, y la fecha en que se dio a conocer, en 1985, la sentencia en el juicio a las Juntas Militares. (El audio puede escucharse en https://bit.ly/3U8rIgn).

Desde comienzos de la democracia, las dos fechas compitieron en la memoria pública respecto de un pasado de degradación política y moral, pero el 24 de marzo ha prevalecido desde bastante antes de la apropiación desde el Estado. Era la continuidad, invertida, de una celebración que el propio régimen instauró desde 1977, la ocasión de un ritual público en el que un nutrido elenco del poder (económico, político, periodístico, eclesiástico), expresaba su apoyo al curso impuesto por las cúpulas militares y su proyecto de “orden”. Federico Lorenz lo ha investigado en un texto imprescindible: ¿De quién es el 24 de marzo?

Razones. Ahora bien, ¿por qué quedó relegado el 10 de diciembre y qué puede conjeturarse sobre las consecuencias para la experiencia democrática? En principio, la escena de los crímenes terminaba desplazando la discusión sobre la democracia a construir. Es lo que quedó expresado en el Nunca más, la fórmula instaurada del corte: el peso del pasado oprimía las proyecciones hacia el futuro. Por supuesto, Alfonsín y el grupo que lo rodeaba exponían una visión de futuro: se advertía en la fórmula que elaboró para los Juicios, que concentraba la responsabilidad en las cúpulas y aspiraba a un trámite rápido. Y prometía (con cierto exceso voluntarista) ponerle “una bisagra a la historia”, un camino de reformas profundas, sindical, pedagógica, del Estado y de la Constitución…, que fueron quedando por el camino y que nadie, ni la UCR ni el propio Alfonsín, volvieron a retomar.

El 10 de diciembre nunca alcanzó a instituirse como una fecha representativa para todos, o casi, el símbolo de un corte fundamental con el pasado en el origen de una nueva Argentina. Por supuesto, no estoy diciendo que nada nuevo sobrevino desde 1983. El juicio a los comandantes quedaba como el emblema del corte, pero la debilidad, o el fracaso, de la construcción política ha dejado un lastre, una memoria fijada del pasado que ha limitado el horizonte de expectativas abierto al porvenir. Para decirlo con una fórmula simple (y por supuesto insatisfactoria): un exceso de memoria “literal” (el término es de Todorov) obstruye la acción de una imaginación política abierta a las incertidumbres propias de la invención democrática.

«Jardín de Luxemburgo» de Juan Pablo Renzi

La Justicia, en el discurso público, aparece inclinada al pasado, al castigo, incluso a la retaliación permanente y el rechazo del perdón o de modalidades de la pena inspiradas en el derecho humanitario. El horizonte de los derechos humanos ha quedado, para muchos, aplanado por la acción penal, un impulso punitivo que se extiende, más allá de los crímenes de la dictadura, a diversos delitos ampliamente exhibidos en la escena pública. Ha quedado así desplazada otra idea de la realización de la Justicia como un proyecto, un horizonte abierto al futuro, una construcción en la sociedad que depende de la vigencia y ampliación de derechos y libertades, de la equidad, la igualdad de oportunidades y condiciones de seguridad que no nacen de la acción penal. No hace falta decirlo, el furor punitivo, en el primer sentido, coexiste con el fracaso catastrófico de un camino de justicia en la sociedad. Esa realidad no nació ahora, pero la motosierra como símbolo de la acción política termina siendo la muestra más palpable de ese fracaso.

¿Cómo definir, entonces, a la democracia que pudimos y supimos conseguir? Se suele distinguir un “pacto de garantías” y un “pacto de transformación”. El primero ha sido sobre todo un pacto defensivo, por la negativa (Nunca más): no al poder militar, no a crímenes atroces desde el Estado (los asesinatos del soldado Carrasco o de María Soledad Morales), no incluso a la represión ilegal o abusiva de las fuerzas de seguridad. Ese compromiso, que estuvo más o menos vigente por cuatro décadas, hoy está bajo ataque desde la cúpula del Estado.

El otro ingrediente, afirmativo, el compromiso democrático, que mira al futuro y el curso posible de un verdadero pacto de reformas (que tiene poco que ver con las componendas usuales del toma y daca) permanece ausente. Puede señalarse allí, creo, una herida simbólica de larga duración en la democracia argentina, una fractura que se actualiza y se profundiza en el presente inmediato. No hubo casi celebración el 10 de diciembre pasado, cuando se cumplían cuarenta años del comienzo de la democracia. La fecha estuvo dominada por la asunción del nuevo presidente, que ostensiblemente asumió dando la espalda no sólo al Parlamento, sino a la propia significación de la fecha.